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Limitar el daño

"Con el poder pueden hacerse dos cosas: mucho daño y poco bien", decía en sus últimos años Octavio Paz, quien por largas décadas creyó en el Estado como protagonista esencial (y esencialmente positivo) de la vida de los pueblos. Había llegado a convencerse de que el "ogro filantrópico" era un engendro mafioso, ineficiente y autoritario. Aunque desde Posdata defendió la democracia como alternativa necesaria, Paz no se interesó mucho en los procesos electorales. No le importaba tanto responder a la pregunta ¿quién detenta el poder?, ni ¿cómo se llega al poder?, sino ¿cómo se limita al poder? Había vuelto a descubrir el ideario liberal.

Si no me equivoco, en su convicción liberal resonaban ecos de ciertas lecturas tempranas de José Ortega y Gasset, en particular la distinción entre "Democracia" y "Liberalismo" que Ortega incluyó en su ensayo "Las ideas de los castillos" (1925). Según Ortega, el binomio no es por fuerza convergente. Las democracias, naturalmente, pueden y hasta deben ser liberales (como Estados Unidos o Inglaterra), pero pueden derivar también en regímenes internamente opresivos: "El poder público (escribió Ortega, anticipando las tesis de La rebelión de las masas, 1929) tiende siempre y dondequiera a no reconocer límite alguno. Es indiferente que se halle en una sola mano o en la de todos. Sería por lo tanto un error de bulto, una ingenuidad absoluta, creer que a fuerza de democracia podemos esquivar el absolutismo; todo lo contrario: no hay tiranía más feroz ni autocracia más salvaje que la difusa e irresponsable del pueblo." El único antídoto ante el poder avasallador, democrático o no, era el liberalismo: sus ideas, sus instituciones, sus leyes.

¿Cuál ha sido en México, y cuál es ahora, la ecuación entre democracia y libertad? A pesar de que desde el siglo XIX en México hemos gozado de auténticas libertades cívicas, el sistema político priista fue tan ajeno a la democracia como al liberalismo. El sufragio era tan inefectivo como inexistentes eran los cotos al poder presidencial y el respeto a las libertades políticas. Así vivimos por casi siete décadas inmersos en aquella "dictadura perfecta", hasta que en 1995 el gobierno, los partidos de oposición y la sociedad se propusieron instrumentar un cambio profundo. El primer punto de inflexión ocurrió en 1997, cuando Cuauhtémoc Cárdenas llegó al gobierno del Distrito Federal y el PRI perdió la mayoría legislativa. Tres años después, sin convulsiones, tomamos la decisión colectiva de conjugar los dos términos del binomio y convertirnos en una incipiente democracia liberal.

Estamos muy lejos de serlo plenamente, pero sería necio e injusto no reconocer el cambio. Cúlpese de lo que se quiera al gobierno de Fox (y por supuesto, los cargos existen y son muchos) pero nadie podría discutir sus credenciales democráticas (el haber llegado por mandato de la mayoría) y nadie en su sano juicio lo acusaría de ser un tirano. Fox no ha abusado del poder porque no ha querido pero también porque, aun queriéndolo, no hubiera podido hacerlo, y ese mérito es el de nuestras embrionarias prácticas e instituciones liberales.

Nos falta mucho camino por andar para ser una verdadera democracia. La dimensión de nuestra Cámara de Diputados es a todas luces excesiva: alguna vez habrá que reducirla, además de instaurar, en ella y en el Senado, la posibilidad de la reelección. La existencia de partidos que no son más que negocios debe impedirse: desprestigia a la vida democrática y desalienta al ciudadano. Nuestras elecciones siguen siendo carísimas. No hay duda de que el IFE se ha ganado el respeto general, pero para conservarlo requiere moverse dentro de un marco legal más moderno y equitativo. Mientras esto ocurre, sin mella de sus atribuciones legales, el IFE debería propiciar la presencia activa de instituciones internacionales de monitoreo, encuesta y conteo rápido que acompañen al proceso electoral del 2006.

Y nos falta un camino todavía más largo para que la cultura, las ideas y las instituciones del liberalismo político arraiguen entre nosotros, establezcan límites permanentes y atenúen el daño que el poder absoluto -siempre latente- puede hacer. Respiramos, es verdad, un clima sin precedente de libertad de expresión. Los periódicos y la radio no tienen las cortapisas del pasado, y en la televisión aparecen programas de sátira política que no se veían en México desde tiempos en que "el Panzón" Soto se burlaba de Calles en las carpas del Centro. Pero nuestros medios deben discurrir formas nuevas, valientes y creativas de usar su libertad y enriquecer la de todos. Otro logro sustantivo es la división de poderes, pero el avance también es limitado. Con excepciones honrosas, el Congreso ha convertido la acotación al presidente no en un medio de negociación sino en un fin absoluto que lleva a la parálisis. La Suprema Corte de Justicia, por su parte, ha recobrado el lugar histórico de autonomía que nunca debió haber abdicado, pero no ha logrado que el respeto a la ley llegue a los niveles inferiores del aparato. Tal vez la autonomía de la Procuraduría General de la República (que existió de cierto modo en los gobiernos liberales del siglo XIX, cuando la figura del procurador general estuvo integrada a la Suprema Corte) podría fortalecer la casi inexistente cultura de la justicia. Más importante aún es una reforma a fondo de la legislación y los procedimientos penales. La impunidad sigue siendo nuestra regla de vida.

Otras instituciones limitantes del poder absoluto, típicas de una democracia liberal, operan también, con razonable autonomía. El Banco de México, por ejemplo, era la "caja fuerte" del gobierno en tiempos de Cárdenas y Calles, y una oficina adjunta a Los Pinos en tiempos de Echeverría. Hoy es una institución autónoma, que sin embargo depende -para asuntos de regulación monetaria- de la Secretaría de Hacienda. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos es una institución autónoma, nueva y respetada, pero carece todavía de suficiente influencia social. Y hay autonomías pendientes, como la del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI). La medición puntual de los gobiernos en rubros como ingreso, alfabetización, reducción de la pobreza, es una prioridad social. La información del INEGI tiene credibilidad, pero la tendría completa si fuera una entidad autónoma.

No somos una democracia liberal plena, pero acaso vayamos en camino de serlo. Todos esperamos que el próximo gobierno sea mucho más eficaz y creativo que el de Fox para hacer las cosas bien y para aliviar los agudos problemas económicos y sociales de México, pero ese gobierno deberá moverse dentro de las estrictas acotaciones trazadas por nuestra democracia y nuestras instituciones liberales. Es la única forma de limitar o prevenir el daño congénito que el ejercicio autoritario del poder público, aun el emanado de una elección democrática, puede provocar.

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28 agosto 2005