¿López Obrador, liberal?
Hace unos días, en un inusitado intercambio de tuits, Andrés Manuel López Obrador (candidato para la presidencia de México, que hoy encabeza las encuestas) afirmó que soy “de aquellos profundamente conservadores que simulan, con apariencia de liberales”. Yo le contesté: “creo que tu concepto de liberalismo esta profundamente equivocado. Hallemos el espacio para debatirlo”. No obtuve respuesta a esa invitación y por eso abro este espacio.
Un mes antes de las elecciones de 2006 publiqué en Letras Libres el ensayo El mesías tropical. Ni el sustantivo ni el adjetivo eran insultantes. Un amplio sector popular lo ve, sincera y fervorosamente, como el “mesías”. Y el propio López Obrador ha usado la palabra “tropical” en su teoría sobre el efecto de la tempestuosa geografía en la gente de su natal Estado de Tabasco. En cuanto a la expresión misma, recoge una percepción real que se ha ido confirmando a través del tiempo.
Han pasado doce años, y como entonces siento el deber de reiterar mis discrepancias con él. Todas se concentran en una palabra: libertad. Creo que López Obrador no valora la libertad ni entiende, en absoluto, la naturaleza moral, política e histórica del liberalismo. Y creo que esa incomprensión entraña riesgos muy serios para la democracia mexicana.
El liberalismo no es una doctrina, es una actitud. Su valor central es el respeto al otro. El liberal practica el diálogo, el debate, la razón pública, la tolerancia. El liberal celebra la pluralidad de opiniones. Por eso, históricamente, el liberalismo mexicano tuvo cuatro logros principales. En primer lugar, conquistó la separación entre la Iglesia y el Estado y prohibió cualquier maridaje entre la fe y el poder. En segundo término, para desterrar las tradiciones monárquicas y acabar con los caudillos que querían hacer de México el “país de un solo hombre”, el liberalismo fortaleció al poder legislativo sobre el ejecutivo. Por eso también, en un medio propenso al abuso, la ilegalidad y la anarquía, dio un peso enorme al poder judicial. Y finalmente, defendió como un derecho intocable, universal, la libertad. En especial la libertad de expresión: libertad de opinar, disentir, criticar, diferir públicamente, sin temor a la censura o la represión.
López Obrador ha declarado ser no sólo un liberal sino “un liberal puro”, pero cabe preguntar: ¿puede ser liberal un político que en vez de deliberar y debatir, prefiere monologar y pontificar? ¿Puede ser liberal un político que prohíbe la crítica en el seno de su propio partido? ¿Puede ser liberal un político que practica con celo religioso la intolerancia a quien no está de acuerdo con él? ¿Puede ser liberal un político que utiliza en su campaña a la Virgen de Guadalupe, símbolo supremo de la fe mexicana? ¿Puede ser liberal un político que pacta con un partido abiertamente religioso (el Partido Encuentro Social), opuesto a la contracepción y al matrimonio entre personas del mismo sexo? ¿Puede ser liberal un político que llegó a declarar “al diablo con sus instituciones”? ¿Puede ser liberal un político que denigra y amenaza a la Suprema Corte de Justicia acusando a los magistrados de ser “leguleyos” y de estar “maiceados” (es decir, comprados) por la “mafia del poder”? ¿Puede ser liberal un político que se mofa, insulta, ofende y descalifica a la prensa, los periodistas o los intelectuales que lo critican? No. Ese político no puede ser liberal. Y ese político es López Obrador.
Dice López Obrador que soy conservador. Me remito a la historia: los conservadores favorecían la concentración absoluta de poder en un líder dotado de un ejército numeroso y potente; los conservadores creían en los “consejeros planificadores”, no en los congresos representativos; los conservadores alentaban la intervención económica del Estado y el proteccionismo. Yo no me identifico con esas ideas. López Obrador sí. Utiliza el adjetivo “conservador” como un anatema contra todo aquel que no comulga —en el sentido estricto de la palabra— con el "cambio verdadero" que pregona. Pero lo cierto es que su programa económico es muy afín al populismo de los presidentes Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982), que llevó al país a la quiebra. En ese sentido, su “cambio verdadero” es un cambio hacia atrás.
Fui un crítico de ambos gobiernos y de todos los restantes de aquella “dictadura perfecta” que murió en 2000 para dar paso a la democracia mexicana, imperfecta, desde luego, pero preferible a cualquier tipo de autocracia, más aún si es una autocracia iluminada. Yo lo único que quiero conservar es la democracia.
Aunque se proclama demócrata, López Obrador ha manifestado su gran admiración por Fidel Castro y el Che, famosos por muchas razones, no por su apego a la democracia. Quizá por eso ha sostenido que la democracia venezolana (donde como opositor estaría preso) es superior a la mexicana (que garantiza su aparición en millones de spots, su libertad para figurar en todos los medios, el financiamiento de su partido, etc..). Y por eso también, ante el reclamo de pronunciarse sobre aquel régimen que —ante los ojos del mundo— oprime a millones de personas al extremo de provocar una gigantesca crisis humanitaria, su respuesta fue: “no conozco a Maduro”. No es una respuesta seria. En su juventud, López Obrador no conoció a Pinochet y, sin embargo, lo repudió. ¿Por qué juzga a ambos dictadores con varas distintas? Porque no es demócrata.
Si sus rasgos antiliberales se han manifestado antes de llegar al poder, ¿qué nos espera si llega a la presidencia? Nada ha hecho más daño a la democracia que la prédica del odio desde el poder. Ese odio que polariza a la sociedad, amplificado por las redes sociales, destruyó a Venezuela y está corroyendo desde las entrañas a la democracia de Estados Unidos. López Obrador está a tiempo de evitar ese desenlace. Bastaría que cesara de hacer escarnio “moral” de la discrepancia y desautorizara el odio y la intolerancia que esparcen muchos de sus fieles. Bastaría que asumiera el ideario liberal.
Rechacé y rechazo los ataques bajos en contra suya. Si triunfa en las elecciones, defenderé su derecho a poner en práctica su programa social y económico, siempre y cuando lo haga respetando escrupulosamente el marco legal e institucional y el régimen de libertades que sostiene ese hogar común que él, con su prédica, se empeña en dividir, pero que nos pertenece a todos. Ese hogar común que es México.
Texto publicado por El País