Mares de infelicidad
Nunca dejará de sorprender el daño que el poder absoluto, concentrado en una persona, puede causar en la vida de los pueblos. Pero aún más misteriosa es la incapacidad de muchos pueblos para ver de frente el fenómeno, comprenderlo y evitarlo. Es el triste caso de un sector del pueblo venezolano, ciego al desmantelamiento de su propio país perpetrado por Hugo Chávez y su Gobierno en beneficio del régimen dictatorial más longevo del mundo actual: el de los hermanos Castro.
En su trato con Venezuela, la lógica de Fidel siempre fue económica y geopolítica. El petróleo venezolano estuvo en su mira desde el triunfo de la Revolución. El 24 de enero de 1959, en un ríspido encuentro en Caracas, Rómulo Betancourt se negó a regalárselo. Como respuesta, a mediados de los sesenta Venezuela recibió las primeras incursiones guerrilleras de América Latina: planeadas, instrumentadas y vigiladas personalmente por Castro. Tras el fracaso de esas expediciones, Castro tardó en rehacer sus relaciones diplomáticas con Venezuela. Y de pronto —tras el derrumbe de la URSS— la providencia le otorgó un anacrónico y fervoroso admirador: Hugo Chávez.
Durante su estancia en Cuba, Chávez quedó seducido por Castro: “Las generaciones se han acostumbrado a que Fidel lo hace todo —dijo en una entrevista—. Sin Fidel no pareciera que hubiese rumbo. Es como el todo”. Chávez también querría ser “como el todo”. Y para demostrarlo, cuando llegó al poder hizo realidad el sueño de Fidel: le regaló el petróleo venezolano, y mucho más.
La lógica de Chávez obedecía a una combinación de poder y delirio: quería ser el heredero histórico de Castro. A cualquier coste. Y quería demostrarle al mundo (aun al propio Fidel) que el socialismo cubano, el original, el fidelista, sí podía funcionar. “Fidel es para mí un padre, un compañero, un maestro de la estrategia perfecta”, declaró Chávez. Pero necesitaba más, necesitaba que Castro lo ungiera como sucesor. Quizá iba en camino de serlo, pero se le atravesó la muerte.
En términos simbólicos, el pacto se selló en una conferencia en la Universidad de La Habana en 1999 cuando Hugo Chávez fustigó a quienes venían “a pedirle a Cuba el camino de la falsa democracia” y profetizó: “Venezuela va hacia el mismo mar hacia donde va el pueblo cubano, mar de felicidad, de verdadera justicia social, de paz”. Quince años después, puede afirmarse que la emulación ha sido exitosa: Venezuela se parece cada vez más a Cuba.
Emular a Cuba políticamente fue una decisión imperdonable, que Chávez instrumentó cuidadosamente. Para apartar a Venezuela de la “falsa democracia” supeditó, de manera personal y patrimonial, a todos los poderes formales: legislativo, judicial, fiscal, electoral. Paralelamente, confiscó buena parte de la televisión, la radio y la prensa. El Gobierno de Maduro siguió la pauta con mayor crudeza: confiscó el resto de la televisión, bloqueó la venta de papel a los pocos diarios independientes que quedaban, reprimió manifestaciones de oposición, acosó y apresó a líderes y mató estudiantes. Hace unas semanas, habilitó al Ejército a disparar contra manifestantes. Y en estos días, en un acto abiertamente dictatorial, ha arrestado al valeroso alcalde de Caracas, Antonio Ledezma.
La emulación social de Cuba partió de un consejo de Fidel a su obediente pupilo: a partir de 2003 Chávez instituyó las misiones de atención médica, educativa, alimentación, vivienda, que por un tiempo, con personal cubano, aportaron una mejora social en la vida de muchos venezolanos. Para Cuba el acuerdo fue casi milagroso: anualmente Venezuela le ha aportado el doble que la URSS en tiempos de la Guerra Fría (arriba de 10.000 millones de dólares). Pero para Venezuela el costo político y económico ha sido inadmisible, absolutamente irracional.
El acuerdo ha constado de tres partes, todas beneficiosas para el régimen de Cuba. La primera es la exportación de servicios (40.000 personas, médicos sobre todo, también maestros, instructores deportivos y otras profesiones). Del monto anual recibido de 5.600 millones de dólares, el Estado se queda con más del 95% y canaliza el resto al personal “exportado”. El segundo componente (que en 2010 llegó a 2.700 millones de dólares) es la exportación subsidiada de petróleo: más de 100.000 barriles diarios a precios y condiciones preferenciales (gracias a las cuales Cuba refina parte del petróleo y hasta lo reexporta). El tercer elemento ha sido la inversión directa de Venezuela en 76 proyectos, alrededor de 1.300 millones de dólares.
El arreglo con Cuba ha sido solo un renglón de los muchos que constituyen el dispendio del régimen chavista, quizá el mayor de la historia petrolera del mundo. Pero en 2008, con el precio del barril a 145 dólares (y expectativas de alcanzar los 250), el apoyo a Cuba parecía una gota en el mar de la felicidad. En esos mismos años, en un acto de machismo revolucionario y mediático, Chávez aceleró su política de expropiaciones y estatizaciones. Curiosamente, nunca lo perturbó el hecho de que Raúl Castro comenzara a introducir reformas económicas inversas al modelo que Chávez imponía a su país. Y nunca vio que los caprichos de su política económica (y la corrupción asociada a ella) minarían directamente la justicia social que se proponía instituir.
El petróleo no llegó a 250 dólares el barril sino que bajó de 50. Ahora abastecerse de alimentos es la principal angustia del venezolano. La escasez de comida, medicinas y equipo médico es alarmante. Las colas en los supermercados son largas y tortuosas. El Ejército apresa a quien se atreve a sustraer un pollo. El Gobierno insiste en que se trata de una “guerra económica de la derecha”, por tanto mantiene firme su política de control cambiario que propicia el mercado negro, donde una nueva casta de vendedores ambulantes (con información privilegiada) compran productos regulados a precios insignificantes y los revenden a capricho.
Por su “verdadera democracia”, por la crisis económica de sus servicios sociales, por la estatización de su economía y su mercado negro, Venezuela se parece cada vez más a Cuba. Con una diferencia mayor: Nicolás Maduro no tiene una Venezuela alternativa a quien pedir un subsidio.
Hace unas semanas, tras su gira continental en busca de apoyos económicos, Maduro declaró: “Dios proveerá”. A lo cual “Dios” (por la pluma del genial humorista Laureano Márquez) en una carta pública dirigida a Mi pequeña y hermosa criatura, respondió diciéndole: “Yo ya proveí’: tierras fértiles, llanos ganaderos, selvas para cultivar cacao y café, ríos caudalosos y navegables, playas turísticas y mucho más:
En el subsuelo les puse las reservas petroleras más grandes del planeta. Tienen también, oro, aluminio, bauxita, diamantes. Como si lo anterior fuese poco, les acabo de enviar 15 años de la bonanza petrolera más grande que ha conocido la historia de la humanidad. Multiplica, bebé: dos millones y medio de barriles diarios x 100 dólares x 30 días x 12 meses x 15 años.
Al propio “Dios” omnisciente le parecía incomprensible que los chavistas hubiesen convertido a Venezuela en una ruina. Por eso rubricó su carta de modo terminante: “Lo siento, hijo, tengo que decirte que tu petición a las finanzas celestiales también ha fracasado”.
“El mar de la felicidad”, aquella imagen lírica de Chávez, suena más cruel confrontada con el atropello a los derechos humanos, el encarcelamiento bárbaro de Leopoldo López, el arbitrario arresto de Ledezma, el acoso a María Corina Machado, la polarización ideológica y la pesadumbre general de la vida en Venezuela. Pero están a la vista las elecciones parlamentarias. Ojalá la mayoría del bravo pueblo venezolano vea de frente el daño que el poder personal absoluto de Hugo Chávez y su obediente séquito ha hecho a su país. Ojalá comprenda el costo exorbitante del acuerdo con Cuba. Ojalá vote con tal claridad que el cambio comience a ser irreversible.
Pero la protesta ante los atropellos no puede esperar. Mario Vargas Llosa ha señalado la dolorosa condición histórica de Venezuela: el país que liberó a buena parte de la América hispana sufre ahora el abandono de sus “países hermanos”. Tiene razón. Mientras Maduro ahoga la libertad, la OEA duerme la siesta. Si no despierta ahora, no despertará jamás.
El País