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Más cardenistas que Cárdenas

"El Gobierno de la Revolución no desconoce la importancia de la ayuda que puede prestarle la inversión privada, la cual tiene legítimo campo de acción para fortalecer la economía nacional."

Lázaro Cárdenas, 1 de septiembre de 1939.

Al margen de los intereses personales, corporativos, sindicales, burocráticos, económicos y políticos, legítimos o mezquinos, abiertos o encubiertos, que hay en torno a la reforma energética, en el debate subyace una doctrina que proviene del Constituyente del 1917, creador del código que los gobiernos mexicanos modificaron y parcharon innumerables veces pero que, por razones insondables, se sigue considerando sagrado e inviolable. Su teórico principal, Andrés Molina Enríquez, había anticipado el sentido de la legislación nacionalista en su obra clásica Los grandes problemas nacionales (1909):

La nación, como antiguamente el rey, tiene derecho pleno sobre tierras y aguas; sólo reconoce a particulares el dominio directo y en las mismas condiciones que en la época colonial. El derecho de propiedad así concluido, le permite a la nación retener bajo su dominio todo lo necesario para su desarrollo social, así como regular el estado total de la propiedad.

Se trataba, ni más ni menos, de una nueva teoría de la propiedad, contraria al concepto liberal, y que en su momento pareció sumamente original y hasta precursora, porque no abrevaba de la crítica socialista y comunista que se pondría en boga en unos cuantos meses (recuérdese que el Congreso de Querétaro tendría lugar ocho meses antes que la Revolución Bolchevique de 1917). La clave de aquella nueva teoría era su "anudación" -la palabra es de Molina Enríquez- con la legislación colonial. Esta curiosa y anacrónica homologación de los derechos de la nueva Nación mexicana con los de la antigua Corona española, pasó intacta al Artículo 27 referente al suelo y el subsuelo, que desde el instante mismo de su aprobación causó innumerables controversias con las compañías petroleras que lo consideraban violatorio de los derechos de propiedad adquiridos antes de la puesta en vigor de la Constitución. Aunque encontraron un modus vivendi siempre inestable con los caudillos sonorenses, las empresas tensaron la cuerda hasta que en 1938 Lázaro Cárdenas decretó la expropiación del petróleo. A partir de ese momento, la nación, que según la Constitución de 1917 ha tenido y tiene el derecho de trasmitir el dominio de aguas y tierras a particulares "constituyendo la propiedad privada", pasaba a tomar posesión directa de los recursos petroleros del subsuelo y a operar su explotación "para utilidad pública".

En términos ideales, esta teoría de la propiedad de la Constitución de 1917, llevada a sus últimas consecuencias en 1938, era impecable: los mexicanos somos dueños de nuestro suelo y subsuelo, y explotamos sus riquezas para nuestro "desarrollo social". Pero como "la nación" -más allá de todas las definiciones jurídicas o filosóficas- es un "nosotros" de millones de personas que para todo efecto práctico debe actuar por la vía de la representación, lo hace a través del Estado y éste a través del gobierno que (en el ámbito de esa industria) delega a su vez el "dominio" en una empresa pública compuesta por directivos, técnicos, empleados, obreros y sindicato. El desempeño de esa empresa puede ser bueno o malo (en el caso de Pemex, a través de los años, ha habido de todo), pero "la nación" no ha podido ejercer una auditoría apropiada sobre el modo en que se aprovechan los recursos que "originariamente" le pertenecen. "La nación" paga el gas importado, "la nación" paga la gasolina cara, "la nación" puede enfrentar a mediano plazo un colapso energético, ¿se ha consultado a "la nación" sobre esas formas paradójicas de la "utilidad pública"?

Por fortuna, ahora ocurre que la nación mexicana se ha dado a sí misma una representación política libre y democrática en el Congreso. Sólo a esa representación le corresponde decidir si la nación está o no satisfecha con el estado actual de cosas, o si debe cambiarlo para propiciar la participación privada, como ocurre en casi todos los países del mundo menos el nuestro. En el caso del petróleo, el debate será muy arduo, porque el tema ya no es sólo asunto de leyes sino de mitologías, como si el petróleo fuera la savia de México y Pemex una institución intemporal e infalible, como la Iglesia. No lo es. Según pronósticos confiables e independientes (y las proyecciones que ha expuesto reiteradamente el propio director de Pemex, el ingeniero Raúl Muñoz Leos), es difícil que la empresa pueda asegurar el suministro oportuno y costeable de sus productos si no abre las puertas (bajo diversas modalidades, formas modernas de control operativo y recaudación fiscal) a la inversión privada. Si la actual representación esquiva su responsabilidad de debatir con prontitud y actuar con responsabilidad en este ámbito, la "nación" -como dice el juramento de rigor- "se lo reclamará".

Pero en el caso de la reforma eléctrica, la oposición de algunos senadores es incomprensible, no sólo por la solidez de los argumentos que manejan los abogados de la reforma (avalados por autoridades indiscutibles en la materia como don Fernando Hiriart Valderrama) sino porque esos mismos representantes saben bien que la reforma constitucional de 1960 en materia eléctrica fue un acto eminentemente político, que no formaba parte del espíritu del Constituyente y ni siquiera de la legislación cardenista de 1939 sobre el ramo, que expresamente reconocía la necesidad de una "concurrencia de los sectores público y privado ... en el desarrollo y mejoramiento de la industria eléctrica". ¿Por qué se hizo entonces aquella nacionalización? En esencia, para contrarrestar el desprestigio de la Revolución Mexicana, que tras 50 años de su estallido y ante la novedad de la Revolución Cubana, parecía casi liquidada. Para colmo, en aquellos tiempos de fervor ideológico, el general Cárdenas viajaba a Cuba, fundaría el MLN y -según ciertas voces- no descartaba encabezar una rebelión. La solución de López Mateos fue parecer más cardenista que Cárdenas y ése fue el sentido principal de la nacionalización eléctrica. En términos financieros, como ha narrado alguna vez don Antonio Ortiz Mena, la operación fue muy conveniente para México y se hizo en un clima de conciliación con las empresas extranjeras enteramente distinto al de 1938. Y los resultados históricos (al menos en el caso de la CFE) han sido buenos, pero este desarrollo no debe ocultar el hecho de que la homologación lopezmateísta de la luz con el petróleo fue ante todo un acto político. ¿Por qué asirse entonces, anacrónicamente, a la letra de esa enmienda, como si fuera la verdad revelada? ¿Y cómo cerrar los ojos a la enormidad de que México sea casi el único país del planeta (junto con Corea del Norte) que mantiene cerrado su sector eléctrico?

La nación reclama que se atienda prioritariamente la seguridad pública, alimentación, salud y educación, y por eso el gobierno no tiene recursos suficientes para invertir los 56 mil millones de pesos anuales que se necesitan de aquí a diez años para abastecer las necesidades nacionales de energía eléctrica. La legislación propuesta no sólo es benéfica para la CFE (entre otras cosas porque la libera de tareas incosteables) sino que mantiene la rectoría estatal sobre el servicio público de electricidad, y deja abierta a esa misma rectoría diseñar las formas en que la iniciativa privada puede participar. ¿Por qué hay senadores que se oponen a la reforma? Para ser más lopezmateístas que López Mateos, más cardenistas que Cárdenas.

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