México en un balón
Para Jorge Telch
"Yo canto a los pies que fatigados de trabajar las sierras llegaron al llano e inventaron el fútbol"
Antonio Deltoro
En realidad no llegaron de la sierra sino de Inglaterra. Los trajo el progreso porfiriano de principios de siglo. Asentaron sus reales en las minas de Pachuca y las fábricas de Orizaba, así como en los selectos clubes de las ciudades, antes dedicados al cricket, el tennis, el polo (Reforma, British). Un tal Mr. Blackmore importaba balones de Inglaterra. El embajador británico imponía las reglas que obedecían fielmente los jugadores, súbditos todos de la Corona. Cuando los futbolistas ingleses se fueron a la guerra mundial sólo quedaron los entrenadores. Uno de ellos, Percy Clifford, enseñaría a sus pupilos mexicanos un método más villista que sajón de anotar goles: "Mete el balón, con la cabeza, con la mano, con las nalgas, como puedas, mételo, luego alegamos".
En plena Revolución se fundó el efímero Club México, que daría pie al Real Club España. Este mestizaje al revés como lo ha llamado Fernando Marcos tuvo consecuencias paradójicas. Así como la Revolución enfrentó culturalmente a hispanistas e indigenistas, el fatídico "¡Mueran los gachupines!" se volvió a escuchar, no en las alhóndigas del Bajío, sino en los estadios del Distrito Federal (Guadalajara, para efectos prácticos, seguía siendo la capital de Nueva Galicia). Por un lado estaban el "España" y el "Asturias"; por otro, un conjunto de equipos mexicanos que, sin llegar a la lucha de clases, denotaban una variada adscripción económica y social.
Había un equipo de los militares (el Marte), y otro apoyado por la colonia alemana (el Germania). Fundado por padres del Colegio Francés del Zacatito, el América nació como el típico club de la "gente decente" que ejercería un maximato futbolístico tan dilatado como el político. Frente a este grupo, digamos, callista, surgió de los llanos la alternativa cardenista: los "prietitos" del Atlante, el equipo del pueblo integrado en parte por zapateros y albañiles, que con el tiempo acaudillaría un militar cercano a Cárdenas, el General Núñez. En esos mismos años, los empresarios ingleses de la Compañía de Luz reunieron a los mejores jugadores de la República (sobre todo tapatíos) para integrar a los "once hermanos" del Necaxa.
A raíz de la Guerra Civil española, llegaron los homólogos deportivos de Gaos, Bergamín, León Felipe, Cernuda: se llamaban Lángara, Zubieta, Regueiro, Iraragorri. Como aquellos filósofos y literatos en la esfera de los libros, los vascos enriquecieron el capítulo del balón. El Euzkadi, efímero equipo de estos transterrados, se disolvió para fortalecer en parte al España y al Asturias y avivar sin querer el encono deportivo entre mexicanos y gachupines. Enardecida por la fractura que el "Negro León" infringió sobre el famoso delantero del Necaxa Horacio Casarín, la muchedumbre prendió fuego al segundo Parque Asturias. Era el año de 1943. Se había librado, en una cancha de fútbol, la última batalla de la guerra de Independencia. En 1950, por una decisión franquista, los equipos españoles se retirarían de México.
Desde los años de la Segunda Guerra, se optó por un esquema fincado en la sustitución de importaciones (siete mexicanos por nacimiento en cada equipo). A pesar del desarrollo sostenido que se alcanzó, el fútbol estaba lejos de haber prendido como la fiesta popular que es hoy. El pueblo seguía adicto a los circos de sangre y estoicismo: los toros, los gallos, el box (alguna vez se organizó una lucha entre un león y un toro: colgado del hocico del toro, ganó el león). Algo más civilizadas, las clases medias acudían a los estadios, pero faltaba el apoyo de los jóvenes. Durante los cincuenta, la Universidad y el Politécnico seguían empeñados en la inocua rivalidad del fútbol americano que disipó, como tantas otras cosas, el 68.
La geografía del soccer se centraba en el México viejo. El norte estaba pobremente representado, o no lo estaba, porque en esa zona, igual que en el Pacífico y en el Golfo (de Veracruz a Yucatán), predominaba el cerebral deporte que trajeron los norteamericanos, no los ingleses: el que "el Mago Septién" llama "Su Majestad el Beisbol". Dentro de ese anillo beisbolero, hasta las ciudades más modestas de provincia tuvieron un equipo de soccer en la Primera División. Muchos provenían del Bajío y Michoacán: los Ates del Morelia, los Freseros de Irapuato, el Celaya, el Zamora, el gran León, que contaba con el mejor portero mexicano: "La Tota" Carbajal. Morelos tenía a los excelentes cañeros del Zacatepec, el durísimo Cuautla y el Marte, refugiado en Cuernavaca. Cuando jugaban en los estadios de Morelos, los capitalinos (América, Necaxa, Atlante) se sentían como catrines porfirianos en zonas zapatistas... y así les iba.
Estaba también el Toluca San Juan de Ulúa de los españoles y los "Tiburones Rojos" del Veracruz, con todo y su astro, el "Pirata Fuente". Pero entre todas las ciudades de provincia destacaba Guadalajara: de allí provenía el Atlas, con su academia de fútbol; el Oro, fundado por los joyeros tapatíos y, desde luego, las "Chivas" del Guadalajara, escuadra con la X en la frente. Significativamente, el sur indígena, pobre y marginado, no aportaba ningún equipo ni practicaba deporte alguno. A pesar de todo, en el soccer a diferencia de la política, México era una verdadera federación. Aquellos eran, qué duda cabe, mejores tiempos. Por la radio, Agustín González "Escopeta" (artista, torero, ex-colaborador de Genovevo de la O.), narraba los goles sin fingidos orgasmos microfónicos, diciendo sencillamente: "Héctor Hernández dispara y anota".
Después del partido, la XEB se trasladaba al "Café Tupinamba" en la calle de Bolívar y recogía los comentarios de un cronista español arraigado en México, ex-jugador del Real Madrid: don Cristino Lorenzo. A pesar de su ceguera casi total entreveía los juegos con mayor fidelidad que muchos de los locutores de hoy. La gente iba a los estadios por el gusto de ver un fútbol sin mayores pretensiones internacionales, pero jugado con alegría, empeño y hasta cierto heroísmo económico. Se tenía "amor a la camiseta".
Los niños de entonces como los de hoy acumulábamos en la memoria un archivo de trivia futbolística: fechas, broncas, marcadores, lances y, sobre todo, nombres ligados a un rasgo o una hazaña específica: la inteligencia de Carlos Calderón de la Barca (dramático delantero), la agilidad africana del Mono Arenaza, los tangos de ese cuchillero del fútbol que era el Ché Gandini. Dominguero y colorido, aquel fútbol era mediocre, pero no pretendía no serlo: su mercado era local. Por lo demás, la organización de pentagonales con los mejores equipos de América y Europa exponía a los mexicanos a la competencia. Existía, en fin, una condición de salud fundamental: la prensa practicaba una crítica libre y no exenta de dignidad literaria.
La selección que hizo un buen papel en el Mundial de Chile en 1962, fue el fruto de este ciclo de desarrollo federal y hacia adentro. En economía y demografía, el péndulo comenzó a virar hacia el centralismo urbano en los años sesenta. También en el fútbol. De la televisión nació la idea del pleito entre dos equipos urbanos: los buenos (Guadalajara, humildes, mexicanos) y los malos (América, "millonetas", extranjeros). Aunque por iniciativa de Guillermo Cañedo se construyeron numerosos estadios en la provincia, el "monumental azteca" fue el símbolo de este cambio de épocas: un nuevo centro ceremonial para el renovado juego de pelota. Las grandes ciudades (Guadalajara, Monterrey y, desde luego, México) multiplicaron su representación en la Primera División. En el mundial de 1970, las calles de México atestiguaron un fenómeno insólito: los frenéticos tambores de la tribu citadina repicando "Mé-xi-co, Mé-xi-co...". Era triste comparar esas voces con las del 68.
Con Echeverría y López Portillo los universitarios llegaron al poder... también en el fútbol. Siguiendo el ejemplo de la UNAM (cuyo equipo ingresó a la primera división en 1963), otras universidades formaron equipos. Este crecimiento piramidal y universitario se hizo, sin embargo, a expensas de las fuentes originales, locales de ese deporte, que sin capacidad de competencia comenzaron a desaparecer. En los setentas llegaron muchos males antes desconocidos: el populismo estatista, el corporativismo y la inflación. Fue entonces cuando Manuel Seyde bautizó con crueldad exacta a la selección: "los ratoncitos verdes". En el extremo del progresismo populista, el Atlante sería estatizado por el Seguro Social. Resultado: bajó a segunda división. En el extremo del corporativismo sindical, el Sindicato Petrolero mantendría al Tampico-Madero, sin mejores resultados.
Como los discursos del PRI sobre el país de sus fantasías, la televisión incurría ya en la narración estentórea de partidos imaginarios. No se escuchaban ya dos voces de leyenda: un sabio que citaba a Cicerón a propósito de un penalty Fernando Marcos y un inventor verbal a veces prodigioso: Ángel Fernández. Ese fútbol centralizado, corporativo, oficioso, era también, como la economía toda, un fútbol inflado. Los dólares baratos trajeron unos cuantos jugadores excelentes pero la tendencia predominante fue la importación suntuaria e improductiva. Azuzado domingo a domingo por una propaganda irresponsable, imaginándose del Primer mundo, el jugador mexicano se infló también.
Como el balón de la economía, el del fútbol se desinfló definitivamente en 1982. Problema de caja, afirmaron los merolicos. El público no les creyó. Tiempo después, tras una derrota de la selección juvenil, algunos aficionados incurrieron en una profanación inusitada: quemaron la Bandera Nacional. Urgía la devaluación. Sólo a partir de allí se podría sustentar un crecimiento responsable. Por fortuna, algunos equipos habían comenzado a operar a la manera de España o Argentina, como verdaderos clubes, "viveros" de niños y jóvenes. Entre todos descolló el Universidad, creado por un notable técnico argentino: Renato Cesarini. Gracias a esa labor profesional, se dieron algunos jugadores de calidad. Uno en particular, Hugo Sánchez, demostró las ventajas del profesionalismo y la apertura.
México puede exportar buenos productos hechos con las manos (vidrio, cemento, automóviles) y con los pies (goles). Un famoso teórico de la semántica futbolística e incidental director de cine llamado Pier Paolo Pasolini, decía que hay dos tipos de fútbol: el de prosa y el de poesía. Sin la prosa europea dura, premeditada, sistemática, colectiva, sin la poesía latina dúctil, espontánea, fulgurante, individual y sin la prosa poética brasileña samba y erótica del balón, el fútbol de México ha tenido que buscar su nicho de mercado.
El pequeño secreto lo tenía ya, desde hacía años, la "Academia" del Atlas, pero lo redescubrió otro argentino, César Luis Menotti: hacer valer ciertas prendas del juego en México la precisión en el toque, la movilidad, el destello individual, la resistencia estoica, y exponerlas de manera inmisericorde a la ruda competencia internacional. A ocho años de cumplir su Centenario (nació en 1902), el fútbol mexicano ha hecho ciertos avances, ha encontrado un tono, menor pero propio. ¿Qué le falta? Persistir en la apertura al mundo, integrar verdaderos clubes y no meros equipos, y algo más, no muy distinto a lo que requiere el país: una reforma política, volverse más representativo y federal.
La concentración de equipos en pocas manos desanima la creatividad y contradice el espíritu mismo del deporte: la competencia. La concentración de equipos en zonas urbanas inhibe el orgullo y la iniciativa local e impide un desarrollo equilibrado (algo de esto ha cambiado en años recientes). Urge además un cambio en las prácticas de muchos locutores cuya retórica verbosa, y desmedida propensión al elogio, son una falta de respeto al público y al idioma castellano.
Otra lacra es la conexión inducida entre la política y el fútbol: cada vez que se ha llevado a extremos (en el triunfo de Argentina en 1978 o en la derrota de Brasil en Maracaná, en 1950) las consecuencias en sentido estricto han sido suicidas. ¿Si pierde el TRI pierde el PRI? ¿La suerte de la selección afectará la elección? Difícil saberlo. En todo caso, la probable e indeseable eliminación del equipo mexicano será un factor más que presionará hacia la dirección de un cambio. Al segundo deporte nacional (el fútbol) le hace falta, en suma, lo mismo que al primero (la política): un planteamiento abierto y libre sobre el terreno de juego... llamado democracia.
El Norte