México debe optar por una diplomacia firme, inteligente y digna
Donald Trump es el presidente estadounidense más agresivo que ha confrontado a México desde James K. Polk, quien desató la guerra de 1847 contra mi país. Salvo amenazar con una intervención militar, ha empuñado el gran garrote (big stick) de una posible guerra arancelaria y nos la ha declarado ya en términos étnicos y sociales, al insultar genéricamente a los mexicanos, ordenar redadas brutales y plantar miedo y zozobra en millones de inmigrantes, incluso entre quienes están en ese país legalmente.
Frente a ese atropello, México ha aceptado modificar radicalmente una de sus tradiciones más honrosas, la de haber sido puerto de abrigo para los perseguidos de la tierra. Esa política de apaciguamiento, tan costosa en términos humanos, puede justificarse para evitar el estallido de una guerra comercial, pero no es sostenible a largo plazo. La salida está en recobrar otra de nuestras buenas tradiciones: la diplomacia firme, inteligente y digna.
Desde la consumación de su independencia en 1821, México produjo generaciones de ministros y embajadores cuya tarea principal, en la doctrina y la práctica, fue lidiar eficazmente con su imperioso vecino del norte. No siempre lo lograron, pero dada la creciente brecha que se abrió en el progreso de ambos países, el balance diplomático no ha sido del todo malo. Una continua aquiescencia del presidente Andrés Manuel López Obrador (conocido como AMLO) con las demandas de Trump puede revertir ese modesto saldo.
La siguiente certificación como policías del traspatio de Estados Unidos no será definitiva. Peor aún, certificar a México podría volverse una costumbre. Tolerar esos términos no es admisible. Aún es tiempo de corregir, para lo cual la historia guarda enseñanzas. López Obrador, que tiene una pasión declarada por la historia, podría aprovechar algunas de ellas, así sean remotas. Pienso en la década siguiente a la guerra entre ambos países.
En 1851, mientras Estados Unidos vivía la euforia de la expansión, México sufría el trauma de la humillación. En esa circunstancia, los gobiernos de Millard Fillmore (1850-1853), Franklin Pierce (1853-1857) y James Buchanan (1857-1861) pretendieron imponer al débil vecino nuevas y sustanciales cesiones territoriales en la zona fronteriza, paso libre de sus ejércitos a través de ellas y el refrendo de una concesión para construir una vía interoceánica en el istmo de Tehuantepec que presagiaba una partición adicional del territorio y una pérdida de soberanía semejante a la del futuro Canal de Panamá.
Para evitar esto último, los representantes del gobierno de Mariano Arista (1851-1853) se prepararon para una nueva confrontación militar y aseguraron el apoyo del congreso mexicano, cuya determinación coincidía con la opinión pública. Pero al mismo tiempo interpretaron bien la psicología del presidente Fillmore (no quería la guerra), negociaron sagazmente con la representación estadounidense, pulsaron los tiempos electorales y, finalmente, lograron dar por concluida la cuestión con una compensación para la empresa. Se había actuado —escribió el ministro mexicano José Fernando Ramírez— con “un recto buen juicio, un verdadero e ilustrado patriotismo y la fortaleza necesaria para resistir a algunas exageradas pretensiones”.
La modesta victoria fue breve. En 1853 reapareció uno de nuestros problemas endémicos: el caudillismo. Con la anulación de la división de poderes y las libertades, el general Antonio López de Santa Anna (personaje clave en la pérdida de Texas en 1836 y la derrota militar con Estados Unidos de 1847) concedió de manera ignominiosa nuevos derechos al vecino para la construcción de la vía férrea en Tehuantepec y le vendió La Mesilla, un territorio de 76 800 kilómetros cuadrados al sur de Arizona.
Entre 1858 y 1861 reapareció otro problema que debilitaba a México más que cualquier amenaza exterior: la discordia entre conservadores y liberales, que derivó en una guerra civil sangrienta. Ambas facciones requerían del reconocimiento de Washington para tener acceso a armas y financiamiento. El presidente estadounidense Buchanan buscó entonces completar subrepticiamente el ciclo de expansión territorial a través del “paso libre” de tropas (sin la intervención del gobierno de México) desde la frontera hasta el Pacífico y a través del istmo de Tehuantepec. En un episodio oscuro de la —por lo demás— luminosa historia liberal, Melchor Ocampo, ministro del gobierno de Benito Juárez, vendió el alma al diablo y, sin la aprobación del congreso mexicano, se precipitó a firmar un tratado que no se ratificó en el Congreso de Estados Unidos por un milagro: el norte se oponía a la expansión de los estados esclavistas y estos pensaban que las concesiones arrancadas a México eran muy pocas. La guerra civil estadounidense cerró el ciclo, pero el episodio pudo haber concluido con el definitivo desmembramiento de este país.
En la historia subsiguiente, los motivos de discordia fueron otros y muy variados, propios de cada época, pero las enseñanzas básicas estaban inscritas ya en aquella década dramática. Por el lado de Estados Unidos, la perenne amenaza. Por el mexicano, el peligro de la precipitación y el apaciguamiento indigno e inútil. O, en el mejor de los casos, la ardua, valiente y paciente persuasión, un cabildeo eficaz en el congreso estadounidense, una lectura correcta de la opinión y la prensa en Washington. Una amplísima bibliografía demuestra que en la mayoría de los casos la diplomacia mexicana privilegió y logró una negociación razonable y digna de sus diferendos con Estados Unidos. No hay razón para que ahora sea distinto. Basta apegarse al libreto.
Trump no es, todavía, todopoderoso. Igual que en el siglo XIX y el XX, hay intereses económicos de toda índole en estados clave para el partido del presidente estadounidense —el Republicano— con los que el gobierno mexicano debe entablar una relación significativa. Cuando llegue la siguiente amenaza arancelaria, que de hecho ya comenzó con el reciente arancel sobre el acero, México debe responder del mismo modo y acudir si es necesario al arbitraje internacional.
Trump tampoco es eterno. Puede perder las elecciones de noviembre de 2020. El gobierno mexicano debe ganar tiempo y no enajenar aún más al Partido Demócrata, al que el predecesor de López Obrador, el expresidente Enrique Peña Nieto, agravió en agosto de 2016 con una invitación gratuita a Trump que lo hizo ver “presidenciable”. El actual canciller de México, Marcelo Ebrard, un político experimentado, debería tender puentes con los precandidatos demócratas a la presidencia.
Más allá de Trump hay una opinión pública que conquistar. México ha sido un buen vecino de Estados Unidos. A pesar de los agravios, ha apoyado sus mejores causas para la libertad. Entusiasta de la guerra contra México en 1847, el poeta Walt Whitman —cuyo bicentenario conmemoramos este año— cambió de opinión en plena guerra civil y en 1864 escribió el epígrafe que expresa los doscientos años de nuestra relación binacional: “México, el único país al que verdaderamente hemos dañado, es el único que reza por nosotros y nuestro triunfo, con plegarias verdaderas. ¿No es esto realmente extraño?”.
Era y sigue siendo “realmente extraño” y sería bueno que el gobierno de México alentara el conocimiento de nuestra historia común en los medios de Estados Unidos.
Finalmente, la vuelta a la buena tradición diplomática mexicana requiere que López Obrador eluda el caudillismo y la discordia política que tantos estragos provocaron en nuestra historia y que fueron fuente de decisiones apresuradas y costosas. Unido, México tiene fortalezas para enfrentar, con firmeza, inteligencia y dignidad, las veleidades de Donald Trump. El mundo libre nos lo agradecería. Pero ninguna guerra puede ganarse desde una casa dividida.
Publicado en The New York Times, 15 de julio de 2019.