México en dos abuelos
“Los historiadores tenemos el alma vieja”. La frase de Luis González me ha parecido siempre exacta. Quien tuvo una niñez habitada por ancianos avanza por la vida como la mujer de Lot. Yo me aficioné tanto a escuchar a mis abuelos, que desde que murieron no he hecho otra cosa que sustituirlos. Me gusta caminar con ellos respetando su paso; me gusta provocar la evocación justa, aquella que milagrosamente revive una escena o recoge los hilos dispersos. Con varios viejos eminentes he querido restituir en algo el abolengo histórico mexicano. Quizá por ello se me conceda el derecho de colgar efímeramente, en esa misma galería, los dos pequeños retratos de mis caudillos personales.
Saúl era un sastre de prestigio, hijo y nieto de sastres, en Wyzkow, una pequeña ciudad cercana a Varsovia. Durante la Primera Guerra Mundial, se había herido deliberadamente una pierna para evitar ir al frente. Más tarde vivió en la clandestinidad. No creía en la causa bélica, sino en la del socialismo que redimiría a todos los hombres. La única cédula que mereció su militancia fue cultural: perteneció a uno de los cenáculos literarios judíos de Varsovia.
A fines de los veinte resistía con dificultad el creciente acoso antisemita. Entonces pensó en emigrar. Fue capaz -según decía- de “ver en adelante su nariz” lo cual, créaseme, era ver lejos en verdad. Una noticia aparecida en los diarios de Varsovia hacia 1924 ensanchó su horizonte: el Presidente Plutarco Elías Calles –de visita en Alemania- invitaba expresamente a la comunidad judía europea a establecerse en México. Hacia 1930, con pocos dólares en la bolsa y la dirección de algún paisano, emprendió solo la travesía que lo llevó a Veracruz. Aunque el viaje se planteó como un ensayo y su mujer lo consideraba una locura, algo muy pronto le convenció de que no habría retorno. No fue sólo el recuerdo de los nubarrones sobre Europa, sino el tono de la vida que encontró al llegar.
Muchas veces refirió la historia. En el malecón vio por primera vez esas caras morenas, ajetreadas y alegres. Alguien se le acercó y, sin preguntarle, tomó su maleta. El joven sastre espero lo peor: la pérdida de sus prendas, de sus documentos, de su vida. Aquel ser de otro planeta, vestido apenas y descalzo, lo depositó en el vagón del tren sano y salvo. A la propina siguió la sonrisa y unas primeras palabras de agradecimiento en aquel idioma desconocido, pero musical y dulce. Ya en la Ciudad de México, el paisano de Wizkow le proveyó de trabajo en su sastrería. No tardó en conseguir alojamiento. Un 15 de septiembre la multitud lo arrastró al grito. Notó la forma ceremoniosa con la que el mexicano común le abría el paso diciéndole de “usted” y llamándolo “güero”. Recordó entonces otras muchedumbres rencorosas en Varsovia y escribió a su mujer: “Vende todo al precio que sea y ven. Esto es, casi, el paraíso”.
Con el tiempo abrió su propia sastrería en la calle de Colombia. Jacobo Glantz solía decir que Saúl “era el mejor sastre, y los demás, un desastre”. Varios industriales y comerciantes judíos y no judíos rehicieron su guardarropa en aquel “establecimiento”. Tampoco le faltaron clientes políticos. Maximino Ávila Camacho solía llegar en su inmenso Packard, provisto de amantes y pistoleros. Al entrar, luego de poner sobre el mostrador la pistola labrada e incrustada con brillantes, escogía las telas no por colores sino por metros. Un pistolero se sacaba de la bolsa los fajos de billetes. El general quedaba tan contento con los trajes que no pocas veces le dijo, tomándolo de los hombros: “Pídame algo maestro; lo que quiera, una gasolinería, algo”. El tembloroso maestro no le pidió más que clientes. Y llegaron de toda suerte: hasta contingentes sindicales.
Aunque trabajaba con intensidad, no vivía para trabajar. A mediodía, sin importar el cliente que pudiese solicitarlo –a excepción, claro, de Maximino-, bajaba la cortina para disfrutar de la comida que le preparaba Clara, su esposa, y de un postre muy mexicano: la siesta. Por las noches y en los fines de semana no se desvivía en el negocio (para eso estaban los hijos). Solía, en cambio, leer y releer su excelente biblioteca de literatura yiddish. Era un lector profesional.
Vivió casi 50 años más sin salir nunca de México. Aquella travesía había sido la última. A veces iba en su elegante Hudson hasta los cálidos balnearios de Cuautla, pero sus verdaderas aventuras eran librescas. La verdad es que no visitaba la sinagoga ni en el Día del Perdón: “Yo soy spinozista: Dios está en todas partes”.
Desde México pudo gestionar que una parte de su familia sobreviviente del Holocausto se estableciera en Nueva York. Uno de sus hermanos había huido a Rusia con su esposa e hijos en 1939. El azar terrible los arrojaría a Siberia al final de la guerra. Saúl financió su viaje definitivo a Montreal.
Fue, estoy seguro, un hombre feliz, casi infantilmente feliz. Porque desconfiaba de cualquier universidad que no fuera la descrita por su amado Gorki –“La universidad de la vida”- hizo que sus hijos combinaran las horas de estudio con el trabajo con “diez dedos” en la sastrería. Al retirarse, regaló su sastrería con todo y clientes a José Asunción, su discípulo preferido, que por entonces rebasaba los sesenta años de edad. En la placidez de su casa californiana en Lindavista y, más tarde, en el peripatético Parque México –al que, modestamente, le decía “mi jardín”- dejó que transcurrieran lentas horas de vida y lectura. Ante los problemas tenía dos dichos sacados del cajón del sastre: “dejar que lleguen hasta el ojal” (no a la piel, menos al corazón) y “esperar a que se planchen”.
En sus últimos años recordaba la vida europea con amargura, no sólo por el Holocausto, sino por los ideales de juventud traicionados. Muy temprano en el siglo –mientras los jóvenes nos entregábamos al fervor utópico de los sesenta- desplegó una conciencia muy clara sobre la naturaleza opresiva de los países socialistas. No por eso simpatizó jamás con el capitalismo: despreciaba su inhumanidad, su mecanicismo: lo veía con ojos de artesano. Nunca quiso tener más de cinco obreros –aprendices- en su sastrería. Creo que su mayor indignación no fue social sino cultural: el asesinato de sus más entrañables autores en yiddish, ordenado por Stalin a principios de los cincuenta.
Lo retengo ahora, impecablemente vestido, leyendo un periódico que bordea la panza generosa y, asomando por encima, una sonrisa de viejo-niño. Nunca le oí una frase crítica sobre México: sólo defensas. Se había asimilado a su ritmo. Aunque no se acercó a su gente –tenía pocos amigos cristianos- en cada gesto bueno veía repetirse la escena de aquel cargador en Veracruz. Tenía una noción profunda de haber sido perseguido, acosado, forzado a la clandestinidad y el exilio. Y un recuerdo aún más profundo de la bienvenida. Por eso abrazó a la tierra que le abrió los brazos. Por eso vivió en una lúcida, tranquila y permanente fiesta.
José venía de una rica familia dedicada al comercio de ganado. Había nacido en el pequeño pueblo polaco de Kutznitza, donde según la leyenda, Catalina la Grande había tenido que mudar los herrajes de sus caballos, en un viaje en carroza hacia Moscú. Desde chico se mudó a la gran ciudad de Bialystok donde estudió en una escuela religiosa y avanzó en la comprensión del Talmud. Allí lo sorprendió en junio de 1906 –a sus once años- uno de los más sangrientos “pogromos” de la historia polaca. Cerca de 80 judíos perdieron la vida a manos de la muchedumbre ante la complacencia de los militares y la policía. Nunca olvidaría aquel terror.
No se aventuró al mar, las circunstancias lo aventuraron. La familia entera de su madre salió rumbo a Filadelfia mientras que él se sumó a la caravana de su extensa familia política. Al llegar a México no se instaló en la capital, sino con unos paisanos de Kuznitza en Puebla. Aquel ambiente conservador no lo agredió en ningún momento, pero tampoco lo acogió ni él buscó que lo acogiera. Abrió un puesto de ropa en 5 de Mayo que atendía con diligencia Eugenia, su mujer (a cuya belleza los poetas de Puebla dedicaron varias respetuosas loas), colocó a su hija en un colegio protestante y, maleta en mano, comenzó su peregrinar.
En sus viajes encontró su pequeña porción de felicidad. Vendía camisas en los pueblos. En tiempos anteriores al turismo orientado a “descubrir México”, este extraño pionero monolingüe recorría y reconocía los lugares más hermosos: San Cristóbal de las Casas, Los Tuxtlas, las viejas ciudades michoacanas y el Bajío, Teziutlán. Una mañana de 1935 se tomó una foto en la desierta plaza de Oaxaca. Se veía orgulloso del marco arquitectónico y natural que lo rodeaba. Sus tarjetas postales eran notables por ambos lados: poseía una bellísima caligrafía. Quizá por eso amó tanto la caligrafía sobre piedra de Mitla.
Con los años se mudó a la Ciudad de México y estableció la pequeña fábrica de camisas, guayaberas y chazarillas Joklein en los altos de un edificio de la calle de Soledad. Amaba al país y lo recorría una y otra vez, año con año, pero no amaba ni comprendía a sus habitantes. Se extrañaba de la corrupción, la impuntualidad, el desorden, la mentira, la propaganda política. “Es un pueblo que no quiere trabajar –solía decir- pero eso sí: todos tocan guitarra y cantan muy bonito”.
No fue dúctil al marco humano que lo rodeaba, porque no podía olvidar la vieja patria polaca. Por años tarareó sin cesar una melancólica tonada que hacía referencia al mundo desvanecido de su infancia. Cuando su hija recibía visitas no judíos en su casa les corría la descortesía de hablar en yiddish. Aunque no llegó a tener auto o casa propios, jamás pasó penurias ni sintió el aguijón de la envidia. Su alegría siguió estando afuera, en el vagón de tren que lo llevaba a la provincia y en la tertulia de los paisanos en México. Vivió en una inquietud constante, perplejo ante su desarraigo: errando, huyendo.
A fines de los cincuenta empezó a olvidar nombres de personas cercanas. Siempre creímos, equivocadamente, que lo aquejaba una prematura arterioesclerosis cerebral. Viajó un par de semanas a Israel, pero no disfrutó su estancia; pensaba encontrar un paisaje polaco, y encontró un ajetreo moderno que lo repugnó. Algo involucionaba en él, retrayéndolo siglos. Al acercarse sus 60 años optó por volverse –como su padre- un hombre profundamente religioso: se dejó crecer una brevísima barba y cambió su manera de vestir para asemejarla a la del Rabino Avigdor que admiraba. Asistía dos veces al día a la vieja sinagoga de la calle de Yucatán, donde oficiaba Avigdor, pero esa frecuencia le parecía insuficiente. Entonces comenzó a llegar en la madrugada y de noche pretendía quedarse a dormir en las bancas. Leía continuamente libros de plegarias, confundía todos los libros con devocionarios, recitaba versículos frente a las ventanas y dio en un hábito que nos conmovía: hablaba cantando, rezando.
El mundo apagaba su sentido. ¿El lo sabía, lo entendía? Cuando las voces cesaron de comunicarle, cuando él mismo entró en una campana definitiva de silencio, lo rescató, de nueva cuenta, la provincia y la naturaleza de país. En un asilo de ancianos de Cuernavaca, pasaba las horas bebiendo con placidez el verde de los árboles, inmensos como aquellos laureles de Oaxaca. Un alma caritativa llamada Conchita veló todas sus horas y atendió sus mínimas necesidades. Para devolverle en algo su identidad, quisimos enseñarle de nuevo a leer y comenzamos por su nombre. En súbitas oleadas de lucidez lo escribía sin reconocerse, sólo para admirar los rasgos caligráficos. Su mayor placer terminó por ser oral: la lenta masticación de las prodigiosas frutas mexicanas.
La presencia de México en ambas vidas se resume en la palabra libertad. Saúl la vivió con sinónimo de refugio, como puerto de abrigo que el náufrago alcanza para no abandonarlo más. La vivió también en su acepción popular: como dejadez, holgura, holganza, holgazanería, como tiempo que se expande, como relativo desorden, como valemadrismo, como hamaca, como siesta. En México nadie lo acosó: trabajó en lo que quiso sin obstáculos raciales y asumió su peculiar concepción de quietismo spinozista sin que nadie lo excomulgara. Ante los brotes de violencia antisemita durante los años treinta no perdió la compostura: leyó en ellos un reflejo políticamente inducido del ascenso nazi en Alemania. Porque había conocido la opresión, paladeó cada día de libertad. Sin saberlo a conciencia, presintió una verdad profunda: la libertad en México, pertenece al orden natural.
La semilla de José guardaba, desde Polonia, el germen de la melancolía. Ninguna tierra, por más fértil, lo hubiese arraigado. Desconfió de la sociedad mexicana y quizá nunca apreció las libertades cívicas que le ofrecía, pero agotó otra variante fundamental: la libertad de movimiento. Con un asombro permanente voló en los trenes del país. También en Polonia solía hacerlo, pero de haberse quedado, los trenes de Bialystok lo habrían conducido a un destino distinto y final. En México, José conoció, además, otro tipo de libertad: la libertad como gratuidad, como generosidad de la tierra: floración de atmósferas, arquitecturas, colores, frutos y sonidos.
Los imagino una soleada mañana de domingo. Aquél sentado en su jardín, éste caminando en algún pueblo de provincia. El quieto y el inquieto. Ambos aspiran hondo un aire de libertad.
El Norte y Vuelta, núm. 202