México: la hora de la verdad
El paisaje mexicano huele a sangre (General Eulalio Gutiérrez, 1915)
México vive una gravísima regresión histórica. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha minado varias instituciones útiles del siglo XXI y del XX. Ha amenazado también a las que nos legaron los liberales del siglo XIX: la autonomía de la Suprema Corte de Justicia, el juicio de amparo, las garantías individuales y la libertad de expresión. Él es el principal responsable de que haya vuelto el “México bronco” posterior a la Revolución.
Ese México encontró un acuerdo político entre 1929 y 2000. Era el famoso “sistema político mexicano”, que Mario Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta”. Los presidentes mexicanos gozaban de un poder casi absoluto pero lo compartían con el PRI, cuyas siglas, Partido Revolucionario Institucional, eran una contradicción semántica pero no política. Era “revolucionario” en la ideología e institucional en su integración corporativa de campesinos, obreros, burócratas (y, por un tiempo, militares) bajo el dominio político y el patronazgo económico del Estado. Miles de puestos ejecutivos y legislativos en los 32 Estados y más de 2.000 municipios se repartían periódicamente dentro del PRI, que ganaba abrumadoramente las elecciones.
Aquel sistema tenía pocos límites externos. Los partidos de oposición eran casi testimoniales, el Gobierno manejaba las elecciones, había poca conciencia cívica y una libertad de expresión limitada por la censura y la autocensura. No obstante, el sistema tenía límites internos. El presidente no era el dueño del PRI. Debía negociar con sus sectores. Su privilegio mayor era elegir a su sucesor, y se cumplió a partir de 1934, con una regla: dejar el poder a los seis años. Al salir, gozaba de total impunidad e inmunidad, pero el presidente entrante ejercía el poder sin deber alguno de obedecer al anterior, lo cual implicaba un distanciamiento y en algunos casos un rompimiento. “El Rey ha muerto, viva el Rey”… por seis años.
El PRI vivió casi intocado hasta fines de los años ochenta, cuando, gracias a los aires de libertad en Europa y América Latina, perdió sustento y legitimidad. Era vergonzoso que México no fuese un país democrático y libre. Tras arduas luchas intelectuales y políticas, un presidente demócrata, Ernesto Zedillo (1994-2000), tuvo el valor de desatar el cambio: consolidó la independencia del Instituto Federal Electoral bajo control ciudadano, se negó a designar a su sucesor, abrió la competencia entre partidos, reestructuró a la Suprema Corte dándole plena autonomía, respetó la libertad de expresión. En el año 2000, México ingresó a la democracia de manera ordenada y pacífica.
Dos gobiernos del PAN y uno del PRI se sucedieron desde entonces hasta 2018, con resultados malos o mediocres. Frente a ellos se alzó la figura de López Obrador, candidato populista de las izquierdas en 2006 (desconoció su derrota, se autonombró “presidente legítimo”) y 2012 (reclamó fraude). Finalmente, gracias al orden democrático que ahora busca minar, llegó a la presidencia en 2018. “Aunque me llamen Mesías, purificaré México”, declaró, y bajo esa convicción —que lo llevó a compararse seriamente con Jesucristo— concentraría el poder como nunca antes en el siglo XX. Con un agravante: a diferencia de los presidentes del PRI, López Obrador sí es el dueño de Morena y, por ello, no tiene límites internos. Además, a diferencia del PRI, Morena no es un partido, sino un movimiento alrededor de un caudillo. Los límites que ha tenido López Obrador han sido externos: están en las instituciones de la libertad y la transparencia. Su objetivo es destruirlas y ser el dueño de México.
AMLO no puede reelegirse, pero sí gobernar por interposita persona. Para ello ha ungido a Claudia Sheinbaum, que ha prometido seguir el programa de su líder al pie de la letra. Hay quien ve en esto una estrategia electoral y confía en que a la postre prevalecerá su perfil biográfico: una académica formada en el respeto a la ciencia. Ojalá sea así, pero hasta ahora no hay razón para dudar de su promesa y su lealtad al líder.
En términos políticos, ese seguimiento implicaría continuar —quizá con un estilo más discreto pero no menos autoritario— el libreto populista. Significaría seguir, ante el crimen organizado y la delincuencia, la estrategia —llamémosla así— de “abrazos, no balazos”, que se ha traducido en la cifra sin precedente de 186.000 muertes violentas en lo que va del sexenio. Y significaría también aprobar el paquete de reformas que AMLO ha enviado al Congreso y con las cuales pretende acabar con la autonomía del poder judicial y desmantelar las dos principales instituciones autónomas que se han salvado de su implacable guillotina: el Instituto Nacional Electoral y el Instituto Nacional de Acceso a la Información.
Si, como hasta ahora parece probable pero de ningún modo seguro, Sheinbaum gana la elección presidencial por un margen pequeño, pero los partidos que la apoyan (incluido Morena, el partido de AMLO) pierden las elecciones en Ciudad de México y en otros Estados, además de no alcanzar la mayoría calificada en el Congreso, su margen de maniobra se reducirá sensiblemente. Si muestra una disposición a cambiar el rumbo y propicia una reconciliación nacional, la democracia mexicana se habrá salvado. Si, como ha manifestado repetidas veces incluidos los debates, se empeña en continuar el régimen de AMLO, buscará supeditar la Suprema Corte de Justicia al poder Ejecutivo, pero tendrá que enfrentar al Congreso. Todo ello en el contexto de una ciudadanía agraviada, volcada en las calles, las plazas, y las redes sociales. Habrá una polarización aún más explosiva que la actual. Resultado, la democracia podrá respirar, no descansar.
Como en los tiempos del PRI, Morena ha llevado a cabo (según documentan diversas fuentes) una campaña a través de los Servidores de la Nación con el objetivo de persuadir al votante de que la oposición suprimiría los programas sociales. Si esta práctica se traduce en un triunfo por amplio margen que otorgue al oficialismo la mayoría calificada, la impugnación de la oposición y la protesta ciudadana serán mayores. Pero el peso del poder sería excesivo. Sheinbaum sería la Medvédev de AMLO. Resultado, la asfixia de la democracia.
Hay otros escenarios. La candidata opositora Xóchitl Gálvez recorre el país con un impacto creciente. Las encuestas se están cerrando. En esencia, propone mantener los programas sociales de AMLO sin ataduras de obediencia política, y rescatar las instituciones (salud, seguridad, educación, ecología, energía) arrasadas por el Gobierno actual. Y promete algo aún más valioso: una nueva atmósfera de civilidad y reconciliación.
Gálvez podría ganar si el tercer candidato, Jorge Álvarez Máynez, declinara por ella. Por oportunismo y cálculo (hay puestos y dineros de por medio), no lo hará. Si, a pesar de ello, Gálvez triunfa con un margen amplio (difícil, no de ningún modo imposible) o estrecho (como es perfectamente posible), podría ocurrir, dados los antecedentes en 2006 y 2012, que AMLO y sus contingentes reclamen fraude y busquen la anulación de los comicios. Pero también la ciudadanía opositora defendería su triunfo. Vendrían meses de incertidumbre, angustia y turbulencia, en espera del veredicto del Tribunal Electoral, organismo muy debilitado por AMLO. ¿Mantendría su independencia? La democracia en vilo.
Para México ha llegado la hora de la verdad. En 200 años de vida independiente, México había ensayado la democracia en solo dos períodos: la era liberal de Benito Juárez (1858-1872) y los 15 meses del presidente Francisco I. Madero (1911-1913). El primer paréntesis se cerró en una dictadura; el segundo desembocó la violencia revolucionaria. Este es el tercer llamado. Si la democracia sobrevive y se consolida, puede restablecer lazos de concordia con España e inspirar a los pueblos latinoamericanos oprimidos por la dictadura a conquistar la libertad.
Publicado en El País el 24 de mayo de 2024.