México: la tormenta perfecta
Pareciera que cada cien años México tiene una cita con la violencia. La guerra de independencia estalló en 1810, costó al menos doscientos mil muertos (5% de la población total) y desplegó una ferocidad extrema: los insurgentes recurrieron al saqueo y al degüello, los realistas exhibían los cadáveres y cráneos de sus adversarios, para “escarmiento público”. Aunque la independencia se decretó en 1821, el país no se pacificó hasta 1876.
La Revolución mexicana, que duró igualmente una década, cobró no menos de un millón de muertos, el 7% de la población: la tercera parte, víctima de tifo e influenza, el resto por hambre y muerte violenta. Las tropas incendiaron casi todo el país practicando el fusilamiento a nivel masivo. Todavía en los años veinte, México vivió la guerra cristera, que dejó setenta mil muertos. E igual que en el siglo XIX, los caminos se volvieron intransitables, las ciudades riesgosas y el poder se concentró en los caudillos locales.
En ambos ciclos históricos, la violencia fue política y se resolvió con el advenimiento de regímenes autoritarios. En el primero, el general Porfirio Díaz concentró el poder absoluto subordinando a los caciques regionales. En el segundo, el general Plutarco Elías Calles integró a las fuerzas revolucionarias en un partido hegemónico, usó al ejército federal para someter o matar a los caudillos rebeldes y ordenó el acceso a la Presidencia mediante un sistema cuasi monárquico.
De pronto, la violencia ha vuelto a desatarse dejando hasta ahora un saldo aterrador de más de sesenta mil muertos en cinco años (no hay cifras exactas: recientemente el gobierno anunció, contra lo prometido, que no daría la “cifra oficial” de homicidios ligados al narco). Pero, a diferencia de las dos experiencias históricas anteriores, México no puede resolver o acotar el problema del crimen organizado mediante una centralización absoluta del poder en las manos de un dictador o de un presidente todopoderoso. México tiene que encarar el problema en el marco legal de la democracia. Y la salida no puede ser mágica, sencilla o inmediata.
La violencia que enfrentamos ahora no es política ni revolucionaria pero tampoco es meramente delincuencial: es una compleja guerra civil –con fuegos cruzados y alianzas turbias e inestables–, entre los grupos organizados del crimen y el narcotráfico, y también una guerra entre estos y las fuerzas del gobierno federal y los gobiernos estatales y municipales. En algunos puntos del país, los grupos criminales amenazan a los gobiernos locales hasta casi suplantarlos. Aunque en relación a la población total esta violencia es menor que la de Honduras, Guatemala, Venezuela o Brasil, lo que sorprende es su omnipresencia y su crueldad. Solo algunas regiones del país (la península de Yucatán, algunos estados del centro, y notoriamente el Distrito Federal) permanecen a salvo... por lo pronto. Vivimos una vuelta al pasado, pero en vivo y en YouTube: ejecuciones, decapitaciones, mutilaciones, secuestros, extorsiones, masacres colectivas. Día tras día, en México, no en Afganistán.
Hemos llegado a la cita con la violencia. No es producto de una súbita erupción sino de una “tormenta perfecta” que se fue formando a lo largo de décadas de paz, y que casi nadie vislumbró.
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El narco, del periodista inglés Ioan Grillo, narra con claridad, lujo de detalle y mesura la historia de esa tormenta perfecta, que comenzó a formarse a fines del siglo XIX en el rincón noroeste de México que Grillo llama “la Sicilia mexicana”. Los trabajadores chinos que llegaron a tender la vías férreas que unirían norte y sur del país plantaron el opio en la propicias sierras de Sinaloa. A partir de entonces hasta los años setenta del siglo XX, alrededor del opio (cuyo consumo fue prohibido en Estados Unidos desde 1908) ocurrieron presagios de lo que, a una escala infinitamente superior, sobrevendría después.
Hacia 1918, un gobernador de Baja California, el general Esteban Cantú, incurrió en el primer caso de complicidad política con los cultivadores y exportadores chinos. Al levantarse la prohibición del alcohol, sobrevino el primer apoderamiento hostil de la industria a manos de los rancheros sinaloenses en contra de los chinos, a quienes acosaron, despojaron, expulsaron y aun exterminaron. Durante la Segunda Guerra Mundial aparecieron las primeras teorías de la conspiración –en este caso particular, no inverosímiles– sobre la connivencia oficial norteamericana en la importación de opio (base de la morfina) para proveer a los hospitales militares. En los años cincuenta (cuando nacieron en Sinaloa muchos de los grandes capos del narcotráfico, como Joaquín “el Chapo” Guzmán), el cultivo del opio (popularmente conocido como “la goma”) se había vuelto una tradición practicada por generaciones: hasta un equipo local de beisbol se llamaba Los Gomeros. Una década más tarde, con la llegada de los hippies y el frenesí de la mariguana, aparecieron los primeros oscuros personajes de esta que podría parecer una novela sangrienta. Uno de ellos, el cubano Alberto Sicilia Falcón (amigo de Irma Serrano, la amante oficial del presidente Gustavo Díaz Ordaz), fue probable cómplice de Sam Giancana, el capo de la mafia escondido en Cuernavaca, con quien colaboró en una operación encubierta para canalizar dinero del narcotráfico sinaloense a la CIA.
En 1976, tras la guerra frontal que declaró Nixon al tráfico y uso de drogas, un hecho acabó con la edad de la inocencia en nuestro país: oficiales mexicanos entraron en complicidad con los narcotraficantes. Con apoyo americano, el gobierno envió a Sinaloa una flota aérea y diez mil efectivos del ejército para destruir plantíos y apresar a cientos de traficantes. Aunque la operación pareció un éxito, bajo la superficie los militares y policías se hicieron del mando de las ciudades o pueblos estratégicos (las llamadas “plazas”), no para destruir el cultivo, la producción y el tráfico sino para controlarlos. Según testimonios recogidos por la periodista Anabel Hernández en su libro Los señores del narco, el arreglo consistía inicialmente en cobrarles un “impuesto” que se utilizaba para la lucha contra las guerrillas de la época. La colusión era natural. En un sistema no democrático donde los políticos no tenían que rendir cuentas, la corrupción era consustancial. Si el presidente en turno tenía ya bajo su poder el petróleo, la electricidad, las minas, el manejo del banco central y la hacienda pública, nada impedía tolerar y aun alentar el negocio secreto de la droga. Muy pronto, la cadena del poder (políticos, militares, policías) comenzó a entender que el dinero del narcotráfico podía “aceitar” muchas manos, hasta las más encumbradas.
En el tema de la corrupción, el libro de Hernández complementa el tratamiento más amplio de Grillo. Los “señores” a los que se refiere el título no son solo los narcos sino sus cómplices o socios en los sucesivos gobiernos. Aunque deshilvanado y difícil de seguir por la cantidad de personas que cita, ha vendido en México alrededor de ciento setenta mil ejemplares. En su peor instancia –la correspondiente a los sexenios de Fox y Calderón– es un puñado de teorías de conspiración basadas en testimonios o declaraciones parciales, insuficientes cuando no fantasiosas. Pero para los años del PRI el libro es una mina de información verificada, o al menos verosímil. En cualquier caso, la periodista (premiada internacionalmente por su valeroso ejercicio de la libertad de expresión) ha sufrido amenazas de muerte y trabaja en la ciudad de México protegida por una guardia personal.
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La historia empieza a calentarse al doblar los ochenta, con el “boom de la cocaína” (“The all American drug”, tituló el Time en 1981). El 90% del consumo americano se surtía a través del corredor marítimo y aéreo Colombia-Miami, con conexiones en la Cuba de Castro y servicios de lavado financiero en el Panamá de Manuel Noriega. Miami se convirtió en la capital de la corrupción policiaca y el crimen, un ensayo de lo que sería el México de nuestros días. En enero de 1982, el gobierno de Reagan controló la crisis con el uso de la South Florida Task Force, pero para entonces un nuevo personaje de novela (el hondureño Ramón Matta Ballesteros, preso desde 1988 en Estados Unidos) había puesto en contacto a los traficantes de Sinaloa con los cárteles colombianos, en particular con el de Pablo Escobar en Medellín. Esta traslación del eje de la droga al Pacífico mexicano fue el siguiente cambio cualitativo: convirtió a los mexicanos en transportistas exclusivos. En los ochenta, Matta y Miguel Ángel Gallardo Félix, su socio mexicano, pasaban cinco millones de dólares de cocaína por semana “al otro lado”. Y el negocio estaba en pañales.
En febrero de 1985, ocurrió en Guadalajara el secuestro, tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena por parte de un cuñado del expresidente Luis Echeverría y sus socios traficantes. Hernández documenta los escalofriantes detalles del caso. En noviembre de 1984, Camarena había descubierto las operaciones del rancho “El Búfalo” en Chihuahua, enorme plantío de mariguana en el que trabajaban casi diez mil personas. Tras el inevitable decomiso de casi ocho mil millones de pesos, los narcos juraron venganza. Ante la presión americana, dos capos mayores fueron arrestados y extraditados a los Estados Unidos, pero el narcotráfico recibió un apoyo inesperado en las operaciones encubiertas e ilegales de la CIA, cuyo combate a la guerrilla centroamericana y a los sandinistas se financió –en parte, a través de Matta– con dinero de la droga mexicana. El caso, citado por Grillo y detallado por Hernández, no admite dudas. Ya en 1986, tres comisiones del Congreso (Tower, Walsh y Kerry) habían concluido que “existió tolerancia para que diversos capos traficaran drogas hacia Estados Unidos, a cambio de que donaran recursos a la Contra nicaragüense”.
La caída del Muro de Berlín llegó cargada de acontecimientos que oscurecieron cada vez más la nube del Occidente mexicano. El corredor del Caribe se cerró definitivamente. En una historia sombría (omitida por Grillo y Hernández) Fidel Castro ejecutó a los militares que manejaban la operación (sus chivos expiatorios). Estados Unidos, que en 1988 había atrapado a Matta en Honduras, hizo lo propio con Noriega en Panamá. Tras la toma de posesión de su cargo, el presidente Carlos Salinas de Gortari mandó apresar a Miguel Ángel Félix Gallardo, el último gran capo involucrado en el asesinato de Camarena, que como el Padrino de la película de Coppola concitaba la lealtad y obediencia de todas las organizaciones. La captura tuvo un efecto de hidra que se replicaría en el futuro: la narcotribu sinaloense que manejaba el tráfico ilegal a lo largo de la frontera (con excepción de Nuevo Laredo, en el extremo noreste, territorio perteneciente al cártel del Golfo) se reunió para repartirse pacíficamente el territorio, pero a pesar de sus vínculos de familia, el pacto entre ellos duraría poco tiempo.
En la década de los noventa, Salinas pudo mantener todavía el control del aparato político, policial y militar sobre el negocio del tráfico ilegal (quizá con ganancias personales para su hermano Raúl, según sugiere la investigación de los bancos suizos que Grillo cita). Tras la puesta en vigor del Tratado de Libre Comercio (1994), el tránsito (lícito e ilícito) entre los dos países se multiplicó exponencialmente. Ese crecimiento, y la eficacia de la guerra del gobierno colombiano contra los narcos (Pablo Escobar fue abatido en 1993), animó a los narcos mexicanos a ejecutar un apoderamiento decisivo. Creyendo reducir sus riesgos de captura y extradición, los productores colombianos cometieron el error de convertir a los transportistas mexicanos en distribuidores, pagándoles con droga, lo cual volvió a estos primero competidores y finalmente dueños del negocio.
Para México –explica Gabriel Zaid (Reforma, 31/X/10)– esta mutación fue una desgracia, porque indujo el desarrollo de “un mercado interno masivo de drogas, integrado desde la producción hasta el menudeo, el contrabando (de armas, materias primas, productos terminados y dólares en efectivo), la operación de filiales en Estados Unidos y el lavado de dinero”. Todo ello aunado a la plaga mayor de narcomenudeo, que años después manifestaría sus letales efectos: “el narcomenudeo –apunta Zaid– multiplica los cómplices (requiere varias veces más personal que el mayoreo), refuerza la corrupción tradicional, daña a las familias y facilita el desarrollo de otros servicios: secuestros, extorsiones, asaltos, trata de personas... En algunas localidades los narcos dejan de ser empresarios al margen de la ley para convertirse en las autoridades y la ley”.
Nada de eso parecía inminente a final del siglo, entre otras cosas por la captura reciente (1996) de Juan García Ábrego, gran capo del cártel del Golfo (que operaba en Nuevo Laredo), la reclusión (desde 1993) del ya entonces famoso “Chapo” y la patética muerte (en una cirugía plástica) del poderoso líder del cártel de Juárez, Amado Carrillo Fuentes, apodado “el Señor de los Cielos” por su uso inventivo e intensivo del traslado aéreo de droga de Colombia a Estados Unidos.
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México inauguró el siglo XXI con una tersa y festiva transición a la democracia. La derrota del PRI tuvo varios efectos positivos (división de poderes, plena libertad de expresión, elecciones libres, Ley de Transparencia en el gobierno federal) y uno inesperado: al limitar el poder presidencial, la democracia desató a los poderes locales, los legales (gobernadores, alcaldes) y los ilegales, los capos y los criminales. “Con el derrumbe del PRI –escribe Grillo, con razón– las bases del sistema de poder se derrumbaron. Esa fue la clave de la quiebra mexicana.” Sin el control político y policiaco central que se ejercía desde la Presidencia, las condiciones para la guerra hobbesiana de todos contra todos estaban dadas. Solo era cuestión de tiempo que estallara.
Ioan Grillo llegó a México precisamente en el año 2000. Periodista con un grado en Historia (su tesis fue sobre la Falange fascista en España), se empleó en un diario local en inglés y pronto se vio atrapado por el candente tema de las drogas, cuyo consumo había abatido a amigos suyos en Brighton, su ciudad natal. Para comprenderlo se propuso conocerlo de primera mano. Su primera estación fue Tijuana, donde trató al heroico periodista Jesús Blancornelas, director del semanario Zeta y víctima de diversos atentados. Dominada por los sangrientos hermanos Arellano Félix, Tijuana era el escenario donde se ensayó lo que vendría después, una capital del tráfico, el secuestro y el asesinato (del subdirector de Zeta, por ejemplo) que Grillo reporteó puntualmente y en cuya tragedia Blancornelas (que murió en 2004) leyó la escritura en la pared: “Pronto el narco tocará la puerta de la residencia presidencial [...] Lo cual traerá consigo enormes peligros.”
En enero de 2001 ocurrió la misteriosa fuga del Chapo Guzmán de una prisión de alta seguridad. De manera profusa pero no convincente, Hernández la atribuye a una complicidad total y directa con las más altas esferas del nuevo gobierno de Vicente Fox. Lo que sin duda ocurrió fue la participación de mandos inferiores comprados por el Chapo, quien, tras su reciente fuga, convocó a una nueva cumbre de la tribu sinaloense (compuesta por amigos y parientes) para repartirse pacíficamente el negocio. El resultado fue una fugaz “Federación”, integrada por el cártel de Sinaloa (comandado por el Chapo y otros socios experimentados), el de Juárez (encabezado por Vicente Carrillo Fuentes, hermano de Amado), los Beltrán Leyva (primos de Guzmán Loera, que operaban en Sinaloa), y representantes de un grupo heterodoxo, con extrañas inspiraciones místicas, al que ni Grillo ni Hernández prestan suficiente atención: “la Familia Michoacana”.
El objetivo de la “Federación” era establecer una alianza contra los dos cárteles rivales más poderosos: los Arellano Félix en Tijuana y el cártel del Golfo, de Osiel Cárdenas, heredero de García Ábrego, cuya ferocidad estaba inscrita en su apodo: “el Mata Amigos”. En 2002, la captura y extradición de Benjamín Arellano Félix (el Michael Corleone del grupo) y la muerte de su hermano Ramón (un iracundo Sonny que disolvía con ácido a sus víctimas) alimentó la teoría de que el gobierno cooperaba con la “Federación”. En 2003, el gobierno apresó y extraditó a Osiel Cárdenas. Parecía que la “Federación” se consolidaba.
No ocurrió así. En 2004 la administración americana levantó la prohibición de venta de armas de alto poder, que pronto inundaron México. Grillo no duda de sus efectos: “el relajamiento del control de armas no fue la causa principal del conflicto pero sin duda arrojó gasolina al fuego”. Y ese mismo año, como sucedía siempre, la “Federación” se rompió por rencillas internas. Se abrieron dos frentes: uno en Ciudad Juárez, donde el asesinato de Rodolfo Carrillo Fuentes (atribuido al Chapo), encendió la guerra de este contra los Carrillo Fuentes. Y el otro en Nuevo Laredo, la joya de la corona del cártel del Golfo, ciudad por la que trasladaban anualmente seiscientos mil millones de dólares (el doble de Ciudad Juárez y cuatro veces más que Tijuana). La captura del Mata Amigos había resultado contraproducente, porque alentó a un nuevo y temible protagonista, que cambió desde entonces las reglas del juego. Contratado por el Houston Chronicle, Grillo estuvo ahí para contarlo.
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Lo que encontró fue la sorprendente irrupción de un grupo de desertores del Ejército mexicano que habían sido contratados por Osiel Cárdenas para defenderse del cártel de Sinaloa. Aunque en un principio se trataba de un contingente pequeño, el grupo (autodenominado los “Zetas”) crecería hasta la actual cifra de aproximadamente diez mil efectivos. En sus orígenes, se trataba de un cuerpo de élite entrenado en Estados Unidos (en Fort Bragg, Carolina del Norte, entre otros sitios) para la lucha contrainsurgente. “Los ‘Zetas’ –explica Grillo– no estaban pensando como gángsters sino como un grupo paramilitar.” Su objetivo desde entonces fue ocupar territorios del país mediante tácticas de terror (decapitaciones, ejecuciones masivas, propaganda en mantas y sitios de internet) que les permiten desplegar toda una gama de operaciones delictivas que va más allá de la droga y el narcomenudeo (que son sus intereses mayores), como la extorsión, el tráfico de migrantes, la piratería, la trata de blancas, el robo de autos. Los Zetas tomaron el control del cártel del Golfo y harían sentir su presencia en todo el noreste y no pocos estados del sureste, el centro y sur del país, con ramificaciones en Centroamérica.
En enero de 2007, el presidente Calderón declaró la “guerra contra el narco” y ordenó al Ejército mexicano combatir a la Familia Michoacana. Los primeros resultados (decomisos, capturas) fueron prometedores, y eso lo animó a generalizar la estrategia, no solo con fines de salud pública sino políticos: lograr una legitimidad que, tras las disputadas elecciones de julio del año anterior, muchos le regateaban. Pero Calderón no contaba, ni remotamente, con una fuerza policiaca como la americana. Muchos mexicanos piensan que fue una medida precipitada e irresponsable: había que priorizar el problema, recabar información, trazar una estrategia, focalizar la acciones. Calderón ha respondido a sus críticos que no tenía más remedio que actuar de inmediato, y que “si solo hubiera tenido piedras con las que pelear, con piedras lo habría hecho”. En opinión de Grillo, fue un “serio error de cálculo”. “Puede ser que Calderón sea honesto –escribe Grillo, que entonces trabajaba para Associated Press– pero declaró la guerra a los cárteles del narco con un aparato estatal podrido, que ni siquiera estaba bajo su entero control.” El resultado inmediato fue una nueva cumbre de los capos (en agosto de 2007) seguida de la previsible ruptura. Y a principios de 2008, México comenzó a vivir lo que Grillo llama “una explosión criminal a gran escala”: el estallido final de la tormenta perfecta.
La chispa fue la aprensión de Alfredo Beltrán Leyva, “el Mochomo”, uno de los hermanos Beltrán Leyva, cuya organización atribuyó a una filtración del Chapo. En represalia, aquellos acribillaron a un hijo del Chapo y a altos agentes de la Policía Federal. Al poco tiempo, en la alguna vez apacible ciudad de Cuernavaca, cayó abatido por la Marina Arturo Beltrán Leyva, “el Barbas”. Una guerra enormemente confusa se generalizó entre los propios cárteles (aliados a diversas policías locales) y entre los cárteles y el Ejército, la Marina Armada y la Policía Federal. Las principales zonas de acción fueron Culiacán, Tijuana y Ciudad Juárez (convertida en un infierno con bandas juveniles exterminándose indiscriminadamente). Grillo estuvo en todas ellas, recogiendo testimonios directos de testigos, periodistas, familiares de víctimas, drogadictos, “halcones”, pequeños traficantes callejeros, sicarios presos.
Los años siguientes verían el debilitamiento relativo de los cárteles de Tijuana, el Golfo, Juárez, el grupo de los Beltrán Leyva y la Familia Michoacana. Otro fenómeno evidente ha sido la fragmentación y la aparición de grupos criminales que actúan por cuenta propia, o amparados por una “franquicia”. Esta ha sido una de las razones que explican la expansión de los Zetas. En la antesala de las elecciones de 2012, ellos y el cártel de Sinaloa escenificaban una guerra sin cuartel. Pero la diferencia entre ambos es esencial: el clan del Chapo se ha concentrado en el negocio de la droga, mientras que los Zetas –comandados por el exmilitar de 38 años llamado Heriberto Lazcano, alias “el Lazca”, al que la Marina acaba de abatir– se diversificaron a todos los ramos criminales: el secuestro (de empresarios, profesionistas, migrantes), la extorsión a escala masiva y sistemática, el asesinato colectivo (de migrantes, de bandas contrarias), la corrupción de policías locales para enfrentarlos con los policías federales, y el cuantiosísimo robo de gasolina en oleoductos de Pemex (3,700 millones de pesos en 2011). “Durante los años del PRI –escribe Grillo– se escenificó una delicada danza de corrupción; en los años de la democracia, presenciamos una danza de corrupción con la muerte.”
Una de las mayores fortalezas de los Zetas es el reclutamiento de efectivos en zonas pobres de México (como Oaxaca). Otra ha sido la contratación de los kaibiles, los salvajes paramilitares guatemaltecos entrenados en el descuartizamiento, la decapitación y la tortura de indígenas y campesinos. La presencia de los Zetas se ha hecho sentir como una ominosa mancha de sangre, no solo en todo el noreste del país (Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila, Durango) sino en Veracruz y estados del sur como Guerrero, donde aterrorizan a los cultivadores de mariguana. Actuando como una guerrilla (con células autónomas, mensajes encriptados, apoyo de las policías locales, etcétera) los Zetas –sostiene Grillo– representan “una captura en vivo del Estado”, un riesgo mayor para la supervivencia del Estado mexicano, una “narco-insurgencia”. Tiene razón en cuanto al peligro que representan, pero el término “narco-insurgencia” parece inadecuado. En Colombia existe una liga directa entre el narco y la guerrilla. En México la guerrilla es marginal y no tiene nexos semejantes. Los Zetas no parecen interesados en el alcanzar el poder sino en la expoliación de los territorios que dominan.
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La historia que narra Grillo es un macabro thriller de “Sopranos” narcotraficantes y brutales paramilitares, políticos corruptos y conspiradores internacionales, todos compitiendo (pactando o matándose entre sí) por un mercado de sesenta mil millones de dólares al año, la mitad para los criminales. Pero esa élite encontró en México un terreno propicio, no solo por la vecindad con el mayor mercado de drogas (y exportador de armas) sino por las condiciones de pobreza, falta de oportunidades y desigualdad que empujan a muchos jóvenes a delinquir. En Ciudad Juárez, por ejemplo, generaciones de chavos han crecido sin más hogar que las bandas criminales que los acogen. El resultado es que el narco es hoy un sofisticado negocio enraizado en la sociedad no solo por motivos económicos: ha engendrado una auténtica cultura de la muerte, cuyo análisis necesitaba la mirada de un antropólogo. Hijo de un profesor de antropología de la Universidad de Sussex, Grillo pasa la prueba: su “anatomía” del narco es la parte más sustancial y aterradora del libro.
“El negocio consiste en el movimiento de narcóticos, simple y llanamente, y moverlos 365 días al año”, escribe Grillo, para luego detallar minuciosamente la operación y el tráfico: sus diversas formas de movilidad, sus sistemas de almacenamiento, distribución y lavado de dinero; el arte con que disfrazan su producto (velas, balones de futbol, muñecas), el personal que emplea (espías en las esquinas, policías corruptos, asesinos de distintas especialidades etcétera). Son escalofriantes las conversaciones que sostuvo en la cárcel de Ciudad Juárez con “Gonzalo”, de 38 años, encargado de coordinar secuestros para el cártel de Juárez, y con “el Frijol” (sicario del mismo cártel, de diecisiete años y miembro de una banda con decenas de muertos en su historial). Recobran la atracción siniestra de vivir peligrosamente, en un sórdido ambiente de placeres fáciles y muertes súbitas. “Cobrar 85 dólares por víctima –la cuota del Frijol, explica Grillo– es muestra de una terrible degradación en la sociedad.”
Pero debajo de los protagonistas y del negocio, trabajando también para ellos, está la cultura, que en México –a diferencia de muchos países de Latinoamérica– ha mantenido una antigua familiaridad con la muerte. Es sabido que buena parte de la Revolución mexicana perduró en la memoria colectiva gracias a los corridos, baladas de viejo cuño que recuerdan la vida de héroes gigantescos o villanos célebres. Ahora los “narcocorridos” combinan la reverencia por el hombre fuerte, el macho entre machos, con la admiración por el “bandido social” que se preocupa por los pobres (imagen que muchos capos tratan de cultivar). Grillo ofrece una visión breve pero penetrante de este género musical que promete gratificaciones inmensas a quienes, con gran riesgo, lo practican. Sinaloa es el paisaje de estas épicas canciones, con sus ritmos bailables y sus letras feroces sobre capos y balaceras. Los capos sienten una macada debilidad por estos corridos y los pagan generosamente, más aún cuando el compositor tiene fama:
Armas de grueso calibre,
rifle de alto poder,
mucho dinero en la bolsa [...]
Primero mandaban kilos,
ahora ya son toneladas.
Pero siempre se corre el riesgo de que una balada particular (sobre todo si se canta en un territorio rival) pueda ser el canto del cisne de un autor. “El riesgo de morir asesinado te acompaña siempre –confiesa un músico ligado al cártel de Sinaloa– pero es preferible ser una estrella por unos años que vivir miserablemente toda tu vida.” Sinaloa, sobre todo sus mujeres, han llorado a varios famosos músicos, entre ellos a Valentín Elizalde, “el Gallo de Oro”, asesinado en Reynosa por un miembro de los Zetas.
En todo México, desde tiempos inmemoriales, la celebración del Día de Muertos marca el encuentro natural de los vivos con los muertos. Pero en Sinaloa todos los días son día de muertos. En los “narco-cementerios” que visitó –con gran riesgo personal– Grillo atestiguó el número creciente de lujosas tumbas y mausoleos (con sus mármoles italianos y sus paredes incrustadas de joyas) y vio las peregrinaciones familiares que a toda hora las frecuentan para honrar a sus muertos y departir con ellos, en un marco festivo de música y comida.
Pero la violencia ha alimentado fenómenos mucho más macabros. En Sinaloa, de tiempo atrás, se rinde culto al bandido Jesús Malverde, un Robin Hood que supuestamente vivió en tiempos de Porfirio Díaz y cuya fama, en años recientes, ha traspasado fronteras. No es un santo oficial, pero –según Grillo– la Iglesia no lo repudia. Los narcos lo adoran, casi tanto como a la aterradora imagen de la “Santa Muerte”, calaca de elaborado y colorido atuendo cuya devoción se ha expandido enormemente en solo una década.
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El presidente electo de México, Enrique Peña Nieto, se ha comprometido a mejorar la seguridad nacional. Una de las medidas que ha anunciado es la contratación, como su asesor, del prestigiado general colombiano Óscar Naranjo, que con 36 años de experiencia tuvo una participación sobresaliente en el combate al crimen en su país. Pero Naranjo tendrá frente a sí un problema fundamental: la policía mexicana no está, ni remotamente, a la altura de la colombiana. Aunque en años recientes ha recibido –sobre todo a nivel federal– una atención particular y ha mejorado sustancialmente su condición, entrenamiento y equipo, la corporación mexicana es mucho menos numerosa, profesional, honesta y apreciada (por el público, y hasta por sí misma) que su contraparte colombiana. En el nivel estatal y municipal el contraste es aún mayor, lo cual es grave, porque en este ámbito los problemas locales reclaman soluciones locales.
Además de fortalecer y profesionalizar a las policías, el nuevo gobierno necesitará alentar significativamente la participación social y buscar un imprescindible consenso contra el crimen que ahora, por desgracia, no existe. No le será sencillo por el recelo que despierta el PRI, con su conocida historia de pactos con el crimen. Y México requiere además la convergencia de muchas otras reformas: en su lento y anticuado aparato judicial, en sus porosas aduanas y en sus cárceles, que son, a un tiempo, escuelas y oficinas corporativas del crimen organizado. Desde ellas se ejerce la extorsión telefónica y se planea el secuestro.
La experiencia de Estados Unidos en Colombia es relevante. Implica preguntarnos si conviene librar simultáneamente (o con igual intensidad) la batalla contra el narcotráfico y la batalla contra la violencia extrema. Colombia ha alcanzado un éxito considerable en limitar la violencia asociada al narco, pero el país sigue exportando cantidades enormes de cocaína e incluso ha extendido sus actividades al vecino Perú. A los mexicanos, no hay duda, nos preocupa más detener la violencia que acotar el tráfico de drogas. ¿Permitiríamos, para lograrlo, un involucramiento mayor de las agencias norteamericanas, como ocurrió en Colombia? Todo dependerá del ánimo público y de los eventuales avances en un tema muy sensible: el control de armas de alto poder. Tiempos extraordinarios reclaman medidas extraordinarias, y tal vez la siguiente administración estadounidense se resuelva a reponer la prohibición de armas de asalto. No es probable que ocurra –así de poderoso es el lobby de la Asociación Nacional del Rifle– pero el debate comienza a abrirse paso.
De cualquier forma, en los próximos años la disposición mexicana a colaborar y a pedir colaboración en los ámbitos policiacos y de inteligencia será mayor, con un límite infranqueable: el uso de tropas norteamericanas en territorio mexicano, que deberá descartarse siempre por profundas y justificadas razones históricas. Y de acuerdo con los argumentos de Anabel Hernández en el capítulo de su libro, una zona de particular interés mutuo deberá ser el rastreo del lavado de dinero en uno y otra lado de la frontera.
Grillo comparte con varios expresidentes latinoamericanos la idea de que, a la larga, solo la legalización de la mariguana podría contribuir a derrumbar (como el alcohol en tiempos de la Prohibición) el negocio de la droga. Muchos mexicanos estarían de acuerdo. Con todo (a pesar de la libertad en el uso médico de la mariguana en veinte estados de la Unión Americana), las posibilidades actuales son muy remotas. Pero aun ahí el ánimo del electorado podría cambiar. Además de la presencia creciente de los narcos mexicanos en el comercio de la droga (e incluso en el cultivo mismo) dentro de territorio estadounidense, Grillo apunta a un peligro que los Estados Unidos no pueden soslayar:
Ahí donde prospera el tráfico ilegal de drogas, las organizaciones rebeldes tratarán de aprovecharlo. En algunos casos, como los Contras nicaragüenses, pueden ser aliados de los Estados Unidos. Pero pueden resultar sus enemigos, como el caso de las FARC colombianas o los talibanes. Y alguna vez ese dinero podría incluso caer en las manos de adversarios aún más peligrosos.
La expansión del narco mexicano a Centro y Sudamérica y sus vínculos con otros continentes representa un peligro global. Pronto sabremos si el nuevo gobierno de México logra instrumentar un programa de largo aliento que lo limite antes de que escape de todo control, y no solo en México sino en el mundo.
Agradezco el apoyo de Eduardo Guerrero, Fernando García Ramírez y Hank Heifetz en la elaboración de este texto.
Letras Libres, núm. 167