¡México, libertad!
El movimiento del 68 fue libertario, no democrático. Sus metas eran modestas. El Comité Nacional de Huelga las sintetizó en septiembre de 1968:
En México se ha totalizado a tal extremo el sistema de opresión política y de centralismo en el ejercicio del poder, desde el nivel gendarme hasta el presidente, que una simple lucha por el mínimo de libertades democráticas (como la manifestación en las calles y para que sean liberados los presos políticos) confronta al más común de los ciudadanos con el aplastante aparato del Estado y su naturaleza de dominio despótico, inexorable y sin apelación posible.
Este párrafo resume el sentido profundo del movimiento, su naturaleza. En la frase “mínimas libertades democráticas” hay que poner el acento en la palabra libertad. El movimiento de 1968 fue festivo, irracional, emotivo, imaginativo, maniqueo, generoso, romántico, expansivo, contestatario, irreverente. No conocía los argumentos complejos, los claroscuros de la vida real. Todo lo contrario: rechazaba el orden establecido. ¿Era intolerante? Sí, pero no ideológico. No tuvo noción de sus propios límites, no imaginó un proyecto constructivo de transición política para sí mismo y para México, tenía aversión a la prudencia, la autocrítica, la racionalidad. Nunca se propuso, por ejemplo, la creación de un partido político que sin duda hubiera podido nacer entonces. Exclamábamos “¡Únete pueblo!”, pero el pueblo hubiera necesitado mucho más para unirse, para participar: una estructura, una institución, un cauce, un partido. Esas nociones, y aún la idea misma del voto, eran ajenas al movimiento estudiantil.
Pero en aquellos excesos había un fondo vital y luminoso que se resume en el grito “¡México, libertad!” que coreábamos en las manifestaciones. Libertad de, no libertad para. O quizá simplemente libertad para decir no, un no multitudinario al sistema anquilosado, retórico, vacuo.
Al 68, estoy seguro, le debemos nuestras libertades. En un país supuestamente “revolucionario”, acostumbrado a la obediencia y el silencio, la discusión pública de los problemas era ya en sí misma una novedad extraordinaria. Ese impulso de libertad prendió. Gracias al 68, hay en México mucho más libertad de expresión, de movimiento, de protesta. Y gracias al 68, las mujeres –que eran un contingente numeroso en el movimiento– comenzaron a ingresar con fuerza en la vida pública lo cual, en un país machista como México, es un logro histórico.
El movimiento no fue democrático pero puso los cimientos de la democracia. Fue el comienzo de una larga batalla en la que convergieron grupos y personas de diversos orígenes y filiaciones para construir un orden plural, una república moderna y libre, un órgano ciudadano e independiente que se hiciera cargo del proceso electoral. Ese orden se alcanzó en 1997. La democracia existe en México desde ese año y se ha reafirmado en 2018.
Para enfrentar nuestros graves problemas, de nada nos sirve volver al autoritarismo (así sea, de origen democrático). Hay que salir de esos problemas en la democracia liberal, no de espaldas a ella. (Salir de espaldas a ella es no salir). Para ello es preciso acrecentar la mejor cara del 68: la libertad, sobre todo la libertad de expresión sin la cual la democracia se convierte en el despotismo de la mayoría. La experiencia de la libertad es el mejor legado del 68. Debemos honrarlo. ~