Miguel de la Madrid Hurtado
Ahora se dirigía a Chihuahua para apaciguar al PRI local, herido de muerte por haber perdido en 1983 frente al PAN varias presidencias municipales, entre ellas las de las dos ciudades principales: la capital. Chihuahua, y Ciudad Juárez. El PAN había renacido en el estado natal de Gómez Morin. Uno de los principales promotores del renacimiento era aquel empresario textil liberal, preocupado por los problemas sociales, insobornable, honesto, independiente y quijotesco: Luis H. Álvarez. Después de dirigir la Cámara de Comercio y la Asociación Cívica de Ciudad Juárez a mediados de los cincuenta, había sido candidato a gobernador por el PAN en 1956 y, dos años más tarde, candidato panista a presidente de la República. A partir de aquel momento, el PAN de Chihuahua, como el de todo México, se eclipsó. A las convenciones –recordaba Álvarez– asistían ciento cincuenta personas. De pronto, en los ochenta sobrevino el desastre económico y su secuela natural de repudio al PRI. En 1983 Luis H. Álvarez llegó a la presidencia municipal de la ciudad de Chihuahua. No hubo ocasión de fraude electoral: en un acto sin precedentes, el candidato oficial, Luis Fuentes Molinar, admitió su derrota antes de que los alambiques del PRI comenzaran a urdir su misteriosa mezcla. En Ciudad Juárez había triunfado un “neopanista”, el joven contador Francisco Barrio. Su trayectoria se parecía a la de Álvarez, sólo que transcurría exactamente treinta años más tarde. Como Álvarez, Barrio trabajó en la iniciativa privada de Ciudad Juárez; dirigió una empresa de ciento cuarenta personas (su “escuela de liderazgo”); llegó a la presidencia del Centro Empresarial y a raíz del “shock de la nacionalización bancaria” decidió afiliarse al PAN. Los mártires panistas se sorprendieron de la frase del neopanista: “El PAN pierde porque tiene mente perdedora”. Lanzó su candidatura a la presidencia municipal de Ciudad Juárez. “Si no ganamos, sacudimos”, les respondía. Y ganó.
El gobernador de Chihuahua, el licenciado Óscar Órnelas, era un hombre con una trayectoria paralela a la de De la Madrid. Amigo de López Portillo, profesor de derecho, ex rector de la Universidad de Chihuahua, hombre discreto de convicciones pluralistas, había llegado a la gubernatura en 1980. Según uno de sus discípulos, Órnelas veneraba a Montesquieu. Quizá por eso sus primeras actitudes políticas parecieron tan dubitativas que lo asemejaban a un “Hamlet moral”. Hamiet o no Hamiet, Órnelas se decidió a no usar la violencia con fines electorales. Ya en 1980 esta abstención provocó problemas al PRI en algún municipio, pero en 1983 la votación a favor del PAN y la presión del gobierno federal lo colocó en una situación verdaderamente hamletiana. El resultado fue la victoria panista en varios municipios importantes del estado, incluyendo a la capital. “Para mí no es problema gobernar con un presidente municipal panista”, declaró. Y en efecto, las relaciones con Álvarez eran respetuosas. Pero en aquella visita De la Madrid lo regañó públicamente. En reuniones multitudinarias del más puro estilo priísta declaró que “se engañaban quienes creían que el partido de la Revolución estaba en crisis”. Había que cerrar filas, fortalecerse, purificarse... Ya no hablaba como liberal, hablaba como un miembro de la “familia revolucionaria”. A nadie sorprendió que en 1985 el PRI empleara sus tácticas habituales contra el renaciente PAN en las elecciones para gobernador de Nuevo León y Sonora.
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El 19 de septiembre de 1985 el peor terremoto de la historia de México golpeó el corazón del país: la ciudad de México. El gobierno reaccionó con estupor y lentitud. Como una señal más –por si faltara– de la petrificación del sistema, la Secretaría de Relaciones Exteriores antepuso el nacionalismo al más elemental sentido de caridad y anunció con orgullo que “absolutamente en ningún caso” se hicieron peticiones de ayuda, menos que a nadie a los Estados Unidos. El pueblo, por su parte, no sólo aceptaba la ayuda: la imploraba. Nunca se supo el número de muertos. Se calculan cincuenta mil. La esclerosis oficial contrastó con la valerosa actitud de la juventud. Desde los primeros momentos, las calles se llenaron de preparatorianos, estudiantes del Politécnico y universitarios que espontáneamente organizaron brigadas de salvamento de las víctimas y de ayuda a los damnificados. Miles de muchachos de todas las clases sociales se arriesgaban entre las ruinas para lograr lo que se volvió voz común: “sacar gente”. Cientos de automóviles ostentando una cruz o una bandera roja cruzaban la ciudad en un hormigueo incesante. Fue una suerte de bautizo cívico. En algún lugar de Tlatelolco –conjunto severamente golpeado por el temblor–, un muchacho de escasos 15 o 16 años acaudilla el rescate. Lo obedecen todos: policías, militares, brigadistas. Se vive el mismo fenómeno de afirmación y solidaridad del 68, pero en sentido inverso: ahora los estudiantes no gritaban “únete, pueblo”, sino que se unían a él. El 90 por ciento de la operación en todas las universidades estatales y privadas estuvo en manos de los estudiantes. Hubo selección de víveres, verificación de necesidades, servicios de telecomunicación, intercambio de información para evitar –a menudo inútilmente– duplicidad, envíos con recibo para dar transparencia a la operación, censo y organización interna en los albergues. De inmediato se discurrieron los servicios más variados: desde el peritaje de edificios con ex alumnos hasta la fotografía de cadáveres para su posterior identificación.
*Extracto del libro "La Presidencia Imperial"