Mirándolos a ellos. Actitudes mexicanas frente a Estados Unidos
Como ellos
En una frase que resume tomos completos de historia, Octavio Paz escribió que México nació de espaldas al pasado indígena, a la tradición española, a la Iglesia Católica. Tenía razón, pero le faltó agregar el complemento: México nació mirándolos a ellos, a Estados Unidos. Los grandes caudillos insurgentes y sus sucesores, los liberales del siglo XIX, pensaban en Estados Unidos como los marxistas del siglo XX en la URSS: la tierra del progreso y el porvenir. Se sabe que Miguel Hidalgo, el sacerdote que dio inicio a la Revolución de Independencia, intentaba refugiarse en Estados Unidos cuando huía con sus diezmadas huestes hacia el norte del reino, y que José María Morelos –el otro gran caudillo insurgente, sacerdote también– mandó a su hijo Juan Nepomuceno a estudiar a Nueva Orleans. Al consumarse la Independencia, roto el lazo con España, Estados Unidos reconoció a la nueva nación y envió a su primer embajador, Joel R. Poinsett. Su gestión, orientada explícitamente a modificar el tratado fronterizo con España (y, por ende, con Nueva España, es decir México) mediante la compra –o eventual anexión– de territorios limítrofes, coincidió con la declaración de la Doctrina Monroe (1823), que prohibía toda injerencia europea en la vida de América. En aquellos albores entusiastas de la República, pocos preveían que una doctrina defensiva se convertiría, a los pocos años, en la idea agresiva y expansionista del “Destino Manifiesto” (1839), según la cual el designio histórico de Estados Unidos era llevar sus fronteras y su civilización hasta la Patagonia. En 1824, México adoptó una constitución federal en cierta medida inspirada en la Carta de los “Founding Fathers” que El Sol, diario mexicano de la época, consideraba “una de las creaciones más perfectas del espíritu [...] la base en la que descansa el gobierno más sencillo, liberal y feliz de la historia”.
El hombre representativo del momento fue el brillante periodista, político e historiador del estado meridional de Yucatán (que entonces era toda la península) Lorenzo de Zavala. Su admiración por Estados Unidos y su voluntad de moldear la nueva nación a imagen y semejanza de aquel país –que consideraba más prodigioso que Grecia y Roma– quedó plasmada en un deslumbrante libro de memorias, contemporáneo del de Toqueville, titulado Viaje a los Estados Unidos de Norte América (1830), en cuyo prólogo incluye una implacable comparación de las dos culturas vecinas:
El de Estados Unidos es un pueblo laborioso, activo, reflexivo, circunspecto, religioso en medio de la multiplicidad de sectas, tolerante, avaro, libre, orgulloso y perseverante. El mexicano es ligero, perezoso, intolerante, generoso y casi pródigo, vano, guerrero, supersticioso, ignorante y enemigo de todo yugo. El norteamericano trabaja, el mexicano se divierte; el primero gasta lo menos que puede, el segundo hasta lo que no tiene: aquél lleva a efecto las empresas más arduas hasta su conclusión, éste las abandona a los primeros pasos: el uno vive en su casa, la adorna, la amuebla, la preserva de las inclemencias; el otro pasa su tiempo en la calle, huye la habitación, y en un suelo en donde no hay estaciones poco cuida del lugar de su descanso. En los Estados Unidos del Norte todos son propietarios y tienden a aumentar su fortuna; en México los pocos que hay la descuidan y algunos la dilapidan.
La comparación era, en sí misma, una sugerencia tácita sobre la única forma de acortar la brecha, pero Zavala prefiere volverse explícito y predicar a sus compatriotas el remedio: ser como ellos:
Enmendaos. Quitad esos ochenta y siete días de fiesta del año que dedicáis al juego, a la embriaguez y a los placeres. Acumulad capitales para vuestra decente manutención y la de vuestras familias, para dar garantías de vuestro interés en la conservación del orden social: tolerad las opiniones de los demás: sed indulgentes con los que no creen lo que vosotros creéis: dejad a los huéspedes de vuestro país ejercer libremente su industria, cualquiera que sea, y adorar al supremo autor del Universo conforme a su conciencia. Dedicaos al trabajo útil: componed vuestros caminos, levantad casas para vivir como racionales, vestid a vuestros hijos y a vuestras esposas con decencia, no excitéis tumultos para apoderaros de lo ajeno, por último, vivid del fruto de vuestro trabajo, y entonces seréis dignos de la libertad y de los elogios de los hombres sensatos e imparciales.
Años más tarde, al sobrevenir la guerra de separación de la provincia septentrional de Tejas con respecto a México, Zavala llevó su rechazo al centralismo autoritario y su convicción federalista y liberal al extremo de terminar sus días, en 1836, como fundador de la República de Tejas y su primer vicepresidente.
Contra ellos
El bando centralista, igualmente obsesionado con Estados Unidos, tenía más sentido de la realidad que su contraparte liberal. Comprendía la debilidad económica de la nueva nación mexicana. Entendía que la aplicación ad litteram del federalismo podía desintegrar al país o disgregarlo en unidades ingobernables e inconexas. Ponderaba los riesgos territoriales que corría la amplísima zona norte de México: rica pero indefensa y casi despoblada. Y frente al estadounidense, sentía una desconfianza de trasfondo religioso, eco remoto quizá del cisma religioso de la Reforma protestante en Europa. “Estamos perdidos si la Europa no viene en nuestro auxilio”, escribiría en 1846 el fundador del partido conservador, el también brillante historiador Lucas Alamán, y la realidad no tardó en confirmarlo. La salvación de México estaba en defenderse de ellos, los estadounidenses. Meses después, mientras observaba con un catalejo, desde la azotea de su casa en un suburbio de la ciudad de México (en Popotla) el triste desenlace de la batalla de Padierna, cuando las tropas mexicanas capitulaban frente al invasor estadounidense (miró la bandera extraña izarse en el fortín nacional, entre las humaredas), recordó el derrumbe de las antiguas civilizaciones prehispánicas y temió que aquella guerra, a todas luces injusta, significaría quizá el fin de la nación mexicana. La historia fue un poco menos severa: México no desapareció del mapa, pero perdió más de la mitad de su territorio: dos millones de kilómetros cuadrados –incluidos los yacimientos de oro de la Alta California, entre los más ricos de la historia.
Para muchos liberales moderados, la guerra significó el derrumbe de la fe en el país vecino, y en sus instituciones. Pero, significativamente, los liberales “puros”, los radicales, enamorados de las doctrinas del progreso y enemigos acérrimos del orden virreinal y católico, siguieron confiando en la bondad de las ideas e instituciones que habían fundado al vecino del norte. Algunos recordarían que la guerra la había decidido la administración de James K. Polk, con la oposición de figuras intelectuales como William Prescott y Henry David Thoreau y de políticos como Abraham Lincoln. Otros, como el liberal Justo Sierra O’Reilly, yucateco como Zavala y también ferviente federalista, se vieron en la necesidad de viajar a Estados Unidos con el propósito de ofrecer la soberanía plena de su estado natal –que entonces era, hay que insistir en ello, toda la península (la posterior subdivisión en tres estados fue artificial, impuesta desde el centro)– a cambio de protección y apoyo militar en la atroz guerra racial que, hacia 1847, los indios mayas hacían contra la población blanca en aquel remoto y receloso estado de la frágil República Mexicana. Ya no sólo había que ser como ellos: no había más salida que ser ellos. Pero el Senado de Estados Unidos no dio siquiera curso a la propuesta.
Lejos de ellos
Entre 1858 y 1861, México vivió la Guerra de Reforma, una contienda civil entre las elites políticas sin mucho arraigo en el pueblo, pero abastecida con una leva inmisericorde, con dineros mal habidos y peor aportados –por el alto clero en gran parte–, y con connotaciones ideológicas muy marcadas. Lo que el grupo liberal (en sus diversas coloraciones) se jugaba en el trance era la oportunidad de acotar, de limitar por fin el papel de la Iglesia en la vida de la nación, y la consecuente posibilidad de arraigar de manera definitiva en el país un orden republicano fincado en el Estado de derecho, las libertades cívicas y las garantías individuales –todos ellos consagrados en la nueva Constitución de 1857, la cual había sido condenada expresamente por el papa Pío IX, entre los primeros en atizar aquella guerra. Con ayuda de algunos gobiernos europeos (Francia, España, la propia Inglaterra por momentos), los conservadores buscaban continuar de alguna forma la tradición monárquica y centralista ligada a la Iglesia, que a su vez sufría, en la propia Europa, los embates de ideologías seculares, no sólo el liberalismo sino el anarquismo, el socialismo y el flamante comunismo materialista. Los liberales –que a menudo conspiraban desde Nueva Orleans o Nueva York– voltearon una vez más hacia Estados Unidos: había que apoyarse en el vecino aunque los costos fueran altos. El apoyo económico y aun militar estadounidense a la facción liberal, en episodios cruciales de la cruel, onerosa guerra, resultó determinante para el triunfo que aquélla alcanzó (1861), aunque llegar allí implicó que dos de los grandes personajes liberales de la historia mexicana (Ocampo y Juárez) hubieran pactado en 1859 con el representante estadounidense (en el Tratado Mac Lane-Ocampo) derechos de paso, intervención y explotación sobre franjas del territorio mexicano que, de haber sido aprobados por el Congreso de Estados Unidos, habrían cambiado la historia de una vecindad a la de un protectorado. Por fortuna –y esas fortunas no han faltado en nuestra historia– se atravesó la Guerra Civil en Estados Unidos, pero por desgracia –y esas desgracias han faltado aun menos– Napoleón III quiso aprovecharla para buscar la reconquista europea de México, poniendo un pie en el continente que su ilustre tío había abandonado.
Con el triunfo casi paralelo de la Unión en Estados Unidos y de los republicanos en México (1867), los liberales mexicanos buscaron poner en marcha la república representativa, democrática y federal que desde 1824 había sido poco más que un proyecto. El gobierno estadounidense y algunos órganos de opinión no se interesaron demasiado en el ensayo democrático. “México –advertía en esos días un editorial del New York Herald– no es más que el asesinato legal, un bandolerismo universal atemperado por el sufragio universal.” Por su parte, los liberales mexicanos comenzaron a resentir el desdén. La desconfianza con respecto al “yanqui” había calado hondo y estaba presente en la letra del Himno Nacional, encomendado y estrenado por el general Santa Anna y sus conservadores en 1854. Los estadounidenses eran, y serían ya siempre, el “extraño enemigo” que había osado “profanar con su planta” el suelo patrio. Tal vez por eso, el presidente liberal Sebastián Lerdo de Tejada (1872-1876) terminó por sentenciar: “Entre la fuerza y la debilidad, el desierto.” Corolario: había que alejarse de ellos. Curiosamente, cuando en 1876 Lerdo fue derrocado por un golpe de Estado del general Porfirio Díaz, se refugió hasta su muerte, en 1889... en Nueva York.
Y es que la realidad tenía un postulado distinto: “Entre la fuerza y la debilidad, el ferrocarril.” Al completar (a costa de México) el primer ciclo de expansión territorial, y conjurada la secesión tras la guerra civil, Estados Unidos dio comienzo a una nueva etapa que, en 1883, el secretario de Estado James Blaine formuló, con todas sus letras, como la “penetración pacífica”: un derrame de los “depósitos de vitalidad nacional sobre otros países” que, en términos prácticos, implicó concesiones inmediatas en materia de ferrocarriles, y tiempo después incluiría el petróleo, tierras y minas. Porfirio Díaz (que tardó dos años en lograr el reconocimiento de Estados Unidos, tras su golpe de Estado de 1876) no dudó en abrir las puertas a la inversión externa, porque sabía que sólo con ella (en un marco de orden y paz) el país podía enganchar su vagón al tren del progreso que en Occidente llevaba un siglo en marcha. México no tenía otra forma de crecer y modernizarse. No obstante, contra lo que pregonaría la leyenda, Díaz protegió eficazmente los intereses mexicanos mediante una diversificación diplomática y comercial que miraba hacia los dos océanos: privilegió invariablemente a Europa (en particular a Inglaterra, Alemania y Francia) y se acercó al Japón. La nueva regla era ahora: trabajar con ellos, pero con cautela y a distancia.
Frente a ellos
Hacia 1897, el intelectual más destacado de la época, el historiador, tribuno, periodista, jurista, educador Justo Sierra Méndez viaja (como Zavala, como su propio padre Sierra O’Reilly) a Estados Unidos. De joven había escuchado al propio presidente Benito Juárez sostener –de acuerdo con el canon liberal puro– que México se beneficiaría mucho de la inmigración protestante, porque así el pueblo aprendería hábitos de frugalidad, educación y trabajo. Pero paulatinamente Sierra había ido abandonando el ideario puramente liberal no sólo para adoptar la concepción evolucionista, sino para desconfiar (en un nacionalismo embrionario, que lo acercaba a la postura conservadora) de la presencia cultural estadounidense. De hecho, se consideraba a sí mismo un “liberal conservador”.
En tierra yanquee, su diario de viaje, refleja fielmente el balance que el pensamiento liberal finisecular hacía de aquel país de Jano, imperial y democrático. Frente al Capitolio escribe:
Pertenezco a un pueblo débil, que puede perdonar pero que no debe olvidar la espantosa injusticia cometida contra él hace medio siglo; y quiero como mi patria tener ante los Estados Unidos, obra pasmosa de la naturaleza y de la suerte, la resignación orgullosa y muda que nos ha permitido hacernos dignamente dueños de nuestros destinos. Yo no niego mi admiración, pero procuro explicármela, mi cabeza se inclina pero no permanece inclinada; luego se yergue más, para ver mejor.
Por un lado el recelo, el resentimiento ante aquella máquina ciega de la ambición y la fuerza; por otra parte, la admiración ante “la labor sin par del Capitolio [...] embebido de derecho constitucional hasta en su última celdilla”: “¿Cómo no inclinarnos ante ella, nosotros, pobres átomos sin nombres, si la historia se inclina?”
Igual que en la conciencia de Sierra, todo cambió en la América hispana con la derrota de España en 1898 (esa “pequeña guerra espléndida”, como la llamó el secretario Alexander Hay, uno de los primeros grandes teóricos del imperialismo estadounidense).
Los liberales mexicanos e hispanoamericanos como Justo Sierra dejaron de “inclinarse”. Ése fue el momento de quiebre en la historia del pensamiento hispanoamericano. Había que construir una alternativa histórica y ser radicalmente distintos a ellos. Los iberoamericanos no podían admitir una libertad impuesta por las armas ni una independencia convertida en protectorado. La situación de Cuba aclaró el sentido de varios episodios del siglo XIX: era el capítulo más reciente de una historia ya larga que incluía la anexión de Tejas, la guerra con México, las acciones filibusteras en Centroamérica y hasta ciertos designios explícitos (por ejemplo de Henry Cabot Lodge) de hacer ondear la bandera de las barras y las estrellas desde el Río Bravo hasta la Tierra del Fuego. Tras esa toma colectiva de conciencia, es natural que la admiración liberal por la democracia estadounidense pasara, de manera definitiva, a segundo plano: lo que privaba ahora era el temor y la condena adelantada al siguiente zarpazo del Big stick en cada confín del Caribe y en tierra firme. Fue entonces cuando los círculos liberales de América Latina comenzaron a converger con los viejos recelos conservadores respecto de Estados Unidos y a concebir un nacionalismo continental de nuevo cuño, un hispanismo americano laico, formulado en términos explícitamente antiestadounidenses.
Opuestos a ellos
Al despuntar el siglo PAN, bajo el efecto de aquella derrota de España cuyo epicentro fue Cuba, un escritor uruguayo, José Enrique Rodó, dio forma al nuevo credo en un pequeño libro: Ariel. En la historia de las ideas en habla española, su célebre ensayo debe verse (junto con textos premonitorios de Martí y el poema “A Roosevelt” de Darío) como el complemento iberoamericano a la crisis histórica del 98 español. La patria misma de la democracia y la libertad, el mundo del porvenir y el progreso, había derribado el tronco español y amenazaba sus ramas americanas. Como reacción creativa, Rodó proponía para la América hispana construir una cultura espiritual y estética opuesta al “crudo y salvaje” materialismo del Calibán estadounidense. Ser mejores que ellos. Su mensaje caló en todos nuestros países, al grado de dar pie a un movimiento llamado “arielismo”, sin el cual no se entiende la historia intelectual de América Latina en el siglo XX.
Los jóvenes en Hispanoamérica despertaron al siglo XX leyendo el Ariel. “En sus luminosas páginas –escribió el dominicano Pedro Henríquez Ureña, en 1904– se cierne, en gloriosa lontananza, la visión de América.” Tiempo después, en el pujante estado de Nuevo León, el gobernador Bernardo Reyes ordenó realizar la primera edición mexicana del libro de Rodó. Ediciones similares aparecieron en todo el continente, al grado de que en el Perú varios jóvenes intelectuales formaron grupos “arielistas”. Parte de la obra de Vasconcelos en los años veinte –La raza cósmica, profecía de Iberoamérica como crisol de razas y culturas, el verdadero melting pot– puede verse como una variación sobre el tema de Rodó. Ninguno de esos escritores desconocía el eco bolivariano en el “arielismo”, el ideal de una nación de naciones unida por “altos valores del espíritu”. El “arielismo” que predicaron fue, en suma, la primera ideología alternativa generada en nuestros países, frente (contra) el liberalismo clásico y sus sucedáneos directos (el positivismo y el evolucionismo). Con el tiempo, se constituyó en un antecedente o un complemento (cercano o remoto, tácito o abierto) de los grandes y apasionados “ismos” del siglo XX en América Latina: anarquismo, socialismo, indigenismo, nacionalismo, iberoamericanismo, hispanismo, populismo, fascismo, comunismo.
Y mientras esos fermentos ideológicos maduraban su explosivo contenido reaccionario o revolucionario, Estados Unidos parecía indiferente o ciego al efecto de su conducta internacional sobre los países de América. Aunque para ser justos, igual que en 1847, al despuntar el siglo XX no faltaron voces internas que advertían el costo moral de esa política, como el caso de Andrew Carnegie o Mark Twain. De todas maneras, en ese gozne de los siglos ocurrió el nacimiento de una voz continental: contra ellos.
Porfirio Díaz trató con pinzas la relación con el vecino, porque sabía que una desavenencia seria podía traducirse en una nueva invasión. (De hecho, el último presidente de México que temió justificadamente una guerra con Estados Unidos fue Plutarco Elías Calles, en 1927). Pero, ante la escalada imperial del presidente Teodoro Roosevelt (1901-1908), las alarmas crecían, como revela una entrada del diario del escritor mexicano Federico Gamboa, que se desempeñaba en la Embajada Mexicana en Washington. Corresponde al 17 de junio de 1904, y ocurre cuando Gamboa recibe copia de la circular que instruye a las embajadas, legaciones y consulados estadounidenses para que utilicen el término “América” como sinónimo de “Estados Unidos”: “¡El principio del fin! Ahora es el despojo de un nombre que a todos por igual nos pertenece. ¡Mañana será el despojo de la tierra!” Este agravio continental se ahondó aún más con cada “island-hopping war” emprendida por los marines en las dos primeras décadas del siglo. Tal vez fue entonces cuando Porfirio Díaz pronunció la famosa frase que se le atribuye: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos.”
Desde el exilio en París (donde lo había confinado la Revolución que estalló en su contra en 1910), Díaz vivió hasta 1915 para confirmar sus temores. Un episodio lejano pero decisivo –trágicamente inducido por Estados Unidos– remacharía el resentimiento contra el vecino: el golpe de Estado de 1913 contra el legítimo presidente Francisco I. Madero, tal vez el demócrata liberal más puro de la historia hispanoamericana, conocido en su tiempo como “El apóstol de la democracia”. Quien fraguó la caída y el asesinato del presidente Madero fue el embajador de Estados Unidos en México, un diplomático cuyo nombre –Henry Lane Wilson– ha sido olvidado hasta en su pueblo natal, pero no en los libros de texto mexicanos. Lane Wilson llevó al poder al general Victoriano Huerta. Una semana después del episodio, Woodrow Wilson (que no tenía parentesco con el embajador) llegaría a la Casa Blanca declarando que “no reconocería a un gobierno de carniceros”, pero sus buenas intenciones cayeron en saco roto. El presidente Wilson –ésa es la verdad– fue paciente y prudente con su vecino. De haber escuchado a las compañías petroleras amenazadas por la nueva legislación nacionalista, habría invadido México. Se negó a hacerlo, salvo en los dos breves episodios del desembarco de los marines en Veracruz (1914) y la “Expedición punitiva” contra Villa comandada por Pershing (1916-1917). Convencido de que un bloqueo naval precipitaría la caída del “carnicero” y mejoraría la posición de tutela de Estados Unidos en el proceso de democratizar al país, Wilson ordenó la ocupación temporal de Veracruz. La maniobra, que incluyó la captura de un cargamento de armas alemán destinado al ejército federal huertista, duró poco más de cinco meses y precipitó la caída de Huerta, pero en términos históricos fue un desastre. Provocó la ira generalizada no sólo de la población local (que se defendió tenazmente) sino del país entero, incluidas las fuerzas “constitucionalistas” que supuestamente apoyaba el mandatario estadounidense. A esas alturas, los mexicanos no distinguirían ya entre Wilson el bueno y Wilson el malo. Emiliano Zapata, prototipo del revolucionario, podía detestar a Venustiano Carranza, pero tratándose de “los gringos” todos coincidían: “no importa que manden millones de soldados –dijo Eufemio, el hermano de Zapata–, combatiremos uno contra doscientos [...] No tenemos armas ni tenemos parque, pero tenemos pecho donde recibir balas.” Con esos antecedentes, se entiende que la Constitución de 1917 (aún vigente) adoptara el nacionalismo como una ideología de Estado, como una religión laica.
La opción democrática liberal se había bloqueado para México. (Como un cometa, tardaría noventa años en presentarse de nuevo.) Ahora reinaba el nacionalismo, bajo la forma de una legislación reivindicatoria de tierras, industrias y recursos naturales. A propósito de esa legislación, en 1927 el presidente Coolidge estuvo a punto de declarar la guerra al “Soviet Mexico”, y el presidente Calles amenazó con volar los pozos petroleros. Ese mismo año, el famoso periodista liberal Walter Lippman escribió:
Eso que los ignorantes llaman bolchevismo en estos países no es más que nacionalismo [...] y es una fiebre mundial [...] Nada indignaría más a los latinoamericanos, y nada sería más peligroso para la seguridad estadounidense, que Latinoamérica creyera que los Estados Unidos han adoptado, a la manera de Metternich, una política destinada a consolidar intereses creados que atenten contra el progreso social de esos países, tal como ellos lo entienden.
Junto a ellos
Atendiendo directamente al consejo de Lippman, el gobierno de Estados Unidos intentó entonces en México una nueva diplomacia basada en la prudencia, la colaboración y el conocimiento. En aquel año envió al embajador Dwight D. Morrow, que trabajó para ordenar las finanzas públicas mexicanas, se hizo amigo y protector de los grandes muralistas mexicanos, como Diego Rivera, y llegó al extremo de comprarse una casa en Cuernavaca. Su sucesor, Josephus Daniels, había sido subsecretario de Marina en tiempos de la ocupación de Veracruz (el secretario era Franklin D. Roosevelt) y tal vez por eso entendía la sensibilidad mexicana. Compenetrado como Morrow de la cultura de México –hasta el extremo de vestirse de charro–, aquel “embajador en mangas de camisa” instrumentó la política del “Buen vecino”, que resistió pruebas difíciles como la expropiación petrolera de 1938. Gracias a esa nueva diplomacia (y contraviniendo a un sector muy amplio de la clase media mexicana, que tenía claras simpatías por Hitler), el gobierno mexicano declaró la guerra al Eje en 1942. De hecho, toda la región (con la excepción de la Argentina) vivió un interludio de solidaridad panamericana que resultó fructífera en términos de crecimiento económico y creatividad cultural (el cine mexicano, por ejemplo, tuvo su época dorada). Fue un fugaz “junto a ellos”.
Al llegar la Guerra Fría, los gobiernos latinoamericanos (incluido el de México) volvieron a percibir –como había advertido Lippman– que Estados Unidos supeditaba por entero su diplomacia a los intereses comerciales de sus grandes empresas. Y aunque en términos diplomáticos estos gobiernos se alinearon con Estados Unidos, una nueva y más radical ola de antiyanquismo –envuelta ya en una doctrina revolucionaria de extrema izquierda (de inspiración marxista o maoísta)– comenzaría a levantarse en la región.
En 1959, al cabo de 59 años de la primera edición del Ariel, en una escuela secundaria privada de la ciudad de México, una maestra de lengua y literatura llamada Rosario María Gutiérrez Eskildsen predicaba a sus alumnos dos mandamientos casi religiosos: leer el poema “A Roosevelt”, de Rubén Darío, y el Ariel de Rodó: “Más que una profecía, es el evangelio de ‘Nuestra América’.” En ese mismo año, Fidel Castro tomó el poder. Muy pronto, como en una reversión de la guerra de 1898, Cuba se alineó con la Unión Soviética y adoptó el sistema comunista, pero en el ideario de su compañero de armas, el Che Guevara, y –crecientemente– en el suyo propio, resonaba un tema más decisivo que el materialismo dialéctico: el idealismo latinoamericano del Ariel.
A distancia de ellos
A partir de 1959, México y Estados Unidos entraron en una larga etapa de discreta conciliación. Ejerciendo una sutil labor diplomática, por varias décadas México sirvió de puente de comunicación (y zona de seguridad y amortiguamiento) entre Cuba y Estados Unidos. Gracias a esa fina y difícil labor diplomática (no siempre comprendida por la derecha estadounidense o mexicana), México pudo atravesar de punta a punta la Guerra Fría sin sufrir la plaga continental de las guerrillas financiadas y entrenadas por los cubanos. Si Estados Unidos empeñó años de preocupación y billones de dólares en combatir la guerrilla en Centroamérica, hay que imaginar la alarma que habrían causado movimientos similares en México.
Con todo, a pesar de esos servicios de inteligente mediación, Estados Unidos mantuvo con México una relación distante (admirablemente descrita en un libro del periodista estadounidense Alan Riding titulado, precisamente, Distant Neighbours). Unidos por la geografía, los flujos migratorios y un comercio no desdeñable, aquellos vecinos vivían apartados uno del otro, separados por una inmensa brecha de desarrollo y una brecha aún mayor de mutuo desconocimiento. De pronto, tímidamente, México comenzó a cambiar su política económica, abatió sus tarifas y se abrió parcialmente al comercio internacional. Pero la señal del verdadero cambio llegó con la caída del Muro de Berlín. Era la oportunidad histórica que los gobiernos de ambos países supieron leer: México y Estados Unidos podían convertirse, para provecho mutuo, en socios comerciales.
Asociados con ellos
El gobierno mexicano presidido por Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) requirió de una buena dosis de valor y audacia para proponer a la sociedad un pacto con Estados Unidos. Es verdad que la animadversión frente a los estadounidenses en México siempre fue menos marcada que en el archipiélago del Caribe y en las antiguas “Repúblicas bananeras”, donde la presencia estadounidense había sido más permanente y su dominio político y militar mucho más directo. “El odio contra el yanqui será la religión de los cubanos”, escuchó decir Cosío Villegas a un periodista de la isla en los años veinte, y la frase resonó siempre en la conciencia de aquel historiador y profeta que vivió intrigado por la brecha entre Estados Unidos e Iberoamérica.
Pero el propio Cosío Villegas advirtió que el caso de México era distinto. Acaso por la lejanía temporal de la invasión de 1847; o porque, después de todo, esa malhadada guerra –como él la llamaba– había reducido el esfuerzo histórico de la nación mexicana a límites manejables; o porque México (como un país más cuajado, más grande, con mayores recursos que los centroamericanos) pudo defenderse mejor de Estados Unidos en los ámbitos diplomáticos; o quizá también por el silencioso efecto de convivencia que supone una vecindad tan larga y porosa que de hecho fue forjando, en la frontera, una cultura binacional; por ésas y otras razones, el mexicano común, el mexicano medio –a juicio de Cosío Villegas– no sentía una animosidad tan particular contra los “gringos”, aunque tampoco puede decirse que los quisiera. Tal vez por eso, y por el liderazgo que en este aspecto desplegó el gobierno de Salinas, la propuesta del Tratado de Libre Comercio fue aprobada oficialmente, y se aceptó en la sociedad.
Al terminar el siglo XX, los mexicanos discutían acaloradamente sobre las ventajas y desventajas del TLC. Pero el consenso tendía a ser favorable, no sólo por las ventajas de modernización tangible que había provocado en el aparato industrial y la producción agrícola, sino por sus inesperados efectos políticos. Al relevar al Estado de muchas de sus antiguas, ineficientes, onerosas responsabilidades como “rector de la economía”, el Tratado de Libre Comercio contribuyó de forma decisiva a liberar a la sociedad en términos políticos. El advenimiento de la democracia era sólo cuestión de tiempo, pero requirió, de parte del presidente Ernesto Zedillo (1994-2000), un valor aún mayor que el de su predecesor en el caso del TLC. En unos cuantos meses, Zedillo consolidó el Instituto Federal Electoral, ya por fin del todo autónomo y libre de injerencias del régimen en el poder, y dio, al fin también, plena independencia y autonomía al Poder Judicial. Asimismo, puso las condiciones de una verdadera división de poderes, dio la bienvenida a un Congreso de oposición en las elecciones de mitad de sexenio, y en julio de 2000 coronó una transición democrática sorprendentemente pacífica, ordenada y limpia, con el triunfo del candidato del PAN, Vicente Fox.
México entraba al nuevo siglo bajo los mejores auspicios, y constituía por vez primera en su historia una sociedad abierta, tanto en lo económico como en lo político, una democracia liberal, un vecino a la altura.
No es casual que el 6 de septiembre de 2001, George Bush haya invitado a Vicente Fox a la Casa Blanca. En la impresionante visita de Estado que ocurrió en esos días (celebrada casi unánimemente en el Congreso y la prensa), Bush proclamó que el primer tema de su agenda era consolidar definitivamente la relación con México, “el mejor amigo de Estados Unidos”. Por desgracia para México, para Estados Unidos, y para el mundo, la historia tenía –como ocurre siempre– sorpresas inimaginables en el horizonte. Cinco días después de que los fuegos de artificio en honor de México estallaran sobre el Potomac, los fundamentalistas islámicos prendieron fuego a las “Torres Gemelas”, al Pentágono y al siglo XXI.
En una omisión imperdonable, cuando Nueva York y Washington y todo Estados Unidos se debatían ante la tragedia, el gobierno de Fox no tuvo un gesto de simpatía para el “mejor amigo”. Es dudoso, sí, que cualquier gesto hubiera modificado las nuevas prioridades de Estados Unidos. Tiempo después, la desavenencia con respecto a la guerra de Iraq enfrió por un tiempo los vínculos diplomáticos. Hoy esas heridas parecen cerradas. México y Estados Unidos son socios activos, pero un tanto distanciados otra vez. Como siempre, las fuerzas reales (económicas, demográficas) trabajan contra la distancia. Nunca como hoy ha sido más estrecha e interconectada la vecindad. En medio de la incertidumbre sobre el nuevo orden mundial, una cosa es segura: mientras un meteorito no se precipite en el Río Bravo, ellos seguirán siendo la primera potencia del planeta y los mexicanos, sus expectantes e inquietos vecinos. Por esa doble razón, México debe pensar su relación con Estados Unidos.
Pensar en ellos
Conviene detenerse en cada término de la frase. Se trata, ante todo, de “pensar”. Pensar, actividad difícil en días de emotividad desbordada. Lo que está en juego –entre muchas otras cosas– no es un problema de interés académico, sino la suerte de veinticuatro millones de mexicanos que viven “del otro lado” (nueve de ellos nacidos en México) y de cinco millones de hogares que dependen de sus millonarias remesas. En la casi totalidad de los 2,443 municipios que integran México, hay registro de personas que han emigrado. Una de cada tres personas oriundas de Zacatecas y una de cada seis de Jalisco viven ya en Estados Unidos. Se trata, en suma, de una de las olas migratorias más impresionantes de la historia. En el ámbito económico, son conocidas las cifras básicas de nuestra vinculación (el noventa por ciento del comercio, el noventa por ciento del turismo, el setenta por ciento de la inversión extranjera provienen de allá), pero en México se pasa muy rápido sobre esos números, olvidando que representan, de nueva cuenta, la actividad de millones de personas cuyas vidas dependen de que esa relación se consolide y crezca, y se vuelva cordial y fluida, fácil. O algo cercano a eso.
Se habla de “relación”, pero siempre debería hablarse de “relaciones”, porque entre los dos países existe un complejísimo entramado en cuyo análisis hay que hilar fino. Las relaciones políticas y diplomáticas son unas, las económicas y empresariales otras, las sociales o demográficas, otras más. Y cada rubro, como es obvio, admite multitud de subdivisiones. El mayor de los equívocos ocurre al amalgamar Estados Unidos con el gobierno en turno: Bush es hoy lo que ayer fueron Reagan o Nixon, y todos son supuestamente una diabólica “encarnación” hegeliana llamada “Estados Unidos”, más coloquialmente “los gringos”. Esto no es sólo una simplificación burda, sino una falsedad. El mexicano proyecta en ellos la concepción interiorizada de nuestro antiguo sistema político, el reino en el que todo lo humano y lo divino comenzaba y terminaba en el escritorio del Señor Presidente. México, entonces y ahora, era mucho más que una mera biografía del poder, pero quedó la mala costumbre de trasladar esa supeditación colectiva a la perspectiva internacional, con resultados desastrosos, porque en Estados Unidos las cosas no funcionan así. Estados Unidos –como debería ser obvio– no es una entelequia histórica ni un agregado homogéneo: es una democracia. Hace más de dos siglos que lo es.
Pero también es un imperio. “Perplejos ante su doble naturaleza histórica –escribió Octavio Paz en su libro Tiempo nublado–, hoy no saben qué camino tomar. La disyuntiva es mortal: si escogen el destino imperial, perderán su razón de ser como nación. Pero ¿cómo renunciar al poder sin ser inmediatamente destruidos por su rival, el imperio ruso?” Paz escribía estas líneas en 1984, sin sospechar que al cabo de muy pocos años la URSS resolvería por sí sola el dilema, con la más inesperada implosión de los tiempos modernos. Pero a esa sorpresa histórica siguió otra, quizá mayor: el retorno militante del islam. Con la guerra de Iraq, Estados Unidos parece haber resuelto aquella disyuntiva señalada por Paz mediante la elección de un destino imperial en el Medio Oriente que bien podría llevarlo a “perder su razón de ser como nación”. Por otro lado, los mismos argumentos sobre el imperio rival son aplicables, al menos potencialmente, al fundamentalismo islámico, implacable e inédito poder internacional cuyas diferencias con Estados Unidos (y con Occidente todo) no son sólo geopolíticas o ideológicas sino religiosas y, por ello mismo, quizá irreconciliables. Y para complicar aún más el horizonte, para tornarlo aún más incierto, la historia ha deparado una novedad adicional: el ascenso moderno del antiquísimo dragón chino. ¿Fracasará finalmente Estados Unidos en su propósito de democratizar por la fuerza el Medio Oriente? ¿Cuál será, a la postre, la actitud de Estados Unidos si China continúa su irresistible avance comercial y eventualmente lo traduce en un poderío militar avasallador?
Mientras la historia o el azar descubren las respuestas a estas graves cuestiones, ¿cuál debe ser la política de México? Una cosa es clara: con Estados Unidos, con ese país concreto y sus contradicciones, México va a convivir. Por eso, no sólo debe preguntarse cómo son sus relaciones, sino cómo quiere que sean. Un ejemplo: en los dos ámbitos más sensibles de la relación –la migración y el comercio–, ¿cuál puede o debe ser el futuro de ese México errante que se ha ido a establecer en Estados Unidos? ¿Cómo influirá en la vida política interna, tanto mexicana como estadounidense? Y si los beneficios del Tratado de Libre Comercio se agotan en la medida en que otros países establecen acuerdos similares o aprovechan –mejor que nosotros– sus ventajas comparativas (la enorme diferencia en costos de mano de obra en el caso de China, por ejemplo), ¿México porfiará en la ruta abierta por el Tratado (modernizando por fin su legislación laboral y su infraestructura, fortaleciendo de verdad su Estado de derecho y sus instituciones políticas) o sucumbirá a sus viejos instintos defensivos y autárquicos?
La vecindad entre México y Estados Unidos tiene por límite una demarcación, no un muro. Hay vecindades más conflictivas en la historia. Pero tampoco es una zona de armonía. Es una vecindad en movimiento, un puente transitado como ningún otro en el planeta: un puente por donde pasan día con día, se intercambian y transforman, bienes, valores, servicios, voces, frustraciones, esperanzas y, sobre todo, personas. Al margen de los agravios históricos, aquella frase atribuida a Porfirio Díaz parece hoy más fuera de lugar que nunca. La pobreza de México, en la vasta medida en que existe, no se debe a la cercanía con Estados Unidos. Lo contrario parece más cierto: la pobreza en México se mitiga gracias –y no se da a pesar– de la cercanía con Estados Unidos. En todo caso, pocas cosas hay más urgentes para México que decidir, de una vez por todas y sin vacilación, qué clase de relación de largo plazo quiere, debe y puede fincar con ellos.
Conocernos: ellos a nosotros, nosotros a ellos
En México, los agravios históricos son reales y su recuerdo pesa aún en nuestra vida. Es lo que los hinduistas llamarían karma. Pero se trata de un peso ideológico delimitado a las clases medias políticas e intelectuales, y se trata –sobre todo– de la mitad de la historia. La otra parte de la historia, la que muchos antiestadounidenses profesionales escamotean, está en la responsabilidad propia en nuestros pavorosos problemas (y en nuestros innegables errores históricos): nuestros políticos autoritarios y demagógicos y corruptos, nuestras economías sin eficiencia, nuestros aparatos educativos costosos y burocratizados, nuestras universidades autocomplacientes y fanatizadas. Culpar al “big bad wolf” estadounidense de esos males es echar una cortina de humo sobre la realidad. Y hay otra parte más de la historia (que, por mezquindad, jamás se menciona) y consiste en ponderar los beneficios económicos reales (inversiones, industrias, créditos, importaciones, tecnología, información, equipo, empleos) que México ha obtenido y sigue obteniendo gracias a la vecindad con Estados Unidos. En este contexto, la verdadera pregunta de cara al siglo XXi es ¿qué hacer para construir, sobre bases sólidas y equitativas, una relación moderna?
Conocernos, antes que condenarnos. Los angloamericanos han avanzado un poco en este terreno (la prensa seria cubre mejor a América Latina de lo que lo hacía una o dos décadas atrás), pero aún ahora sigue siendo abismal la ignorancia sobre nuestros países en el estadounidense medio. En cuanto a Iberoamérica, aún es válida la reflexión de Daniel Cosío Villegas en 1968, referida al mexicano, pero aplicable a toda la región:
Uno de los hechos desconcertantes del mexicano [...] es su olímpico desdén por Estados Unidos: lo llena de injurias, le achaca todos sus males, le regocijan sus fracasos y ansía su desaparición de la tierra; pero, eso sí, jamás ha intentado ni intenta estudiarlo y entenderlo. El mexicano tiene prejuicios pero no juicios, o sea, opiniones basadas en el estudio y en la reflexión.
Fue el propio Cosío Villegas quien primero apuntó que la solución estaba en trabajar para el conocimiento mutuo: “La investigación de la vida presente o de la historia del otro país es quizá la obra de entendimiento más segura.” Tenía razón, entonces como ahora: se necesitan con urgencia proyectos de conocimiento mutuo. La bibliografía académica, literaria e intelectual en torno a las relaciones entre los dos países es vastísima, pero no está incorporada al debate vivo. Introducirla al gran público beneficiaría más la relación bilateral que todas las juntas cumbre de los presidentes o las arduas reuniones interparlamentarias. La fiebre nacional por las encuestas debería derivar en este tipo de estudios; también los posibles reportajes (bien escritos e investigados) en la prensa y los medios. Un solo ejemplo: necesitamos saber (por estratos, regiones, profesiones, edades, sexo) qué piensan los mexicanos de los estadounidenses –y viceversa–, sobre sus respectivas historias, culturas, posturas políticas, valores.
El mutuo conocimiento a través de la cultura sería un complemento natural de la integración que se está dando en los hechos, debido a la presencia de 35 millones de “hispanos” a lo largo y ancho de la Unión Estadounidense. Parece una utopía pero no lo es. Puede hacerse con imaginación y sentido práctico: Ellos mirándonos a nosotros. Parece una utopía, pero para México –y por extensión para Iberoamérica– sería una lección, y el mejor antídoto para combatir los sentimientos antiestadounidenses. Para Estados Unidos sería una revelación: la evidencia de que los estadounidenses pueden –si se lo proponen– comprender al mundo y contribuir enormemente a hacerlo más habitable. ~
Letras Libres, núm. 65