Los motivos del lobo
Para enfrentar su indecible dolor, Javier Sicilia ha acudido a la fuente primera y última de su ser -su fe religiosa-, y desde allí lanza un llamado estremecedor a "todos los grupos" de este país (incluidas "las mafias del crimen organizado") para llegar a un pacto que nos permita detener la violencia y "recuperar el amor".
Hay una evidente impregnación mística en tal actitud. En la marcha que encabezó vio la palabra encarnada en acción cívica, vio la poesía transfigurada en comunión. "Creo que los capos aún tienen un sentido de lo humano -declaró a Proceso- y tienen que amarrar a sus demonios, tienen que controlarlos". Con todo, en la misma entrevista Sicilia admite su perplejidad ante el mal: "Dicen algunos que son como animales, pero los animales no hacen esto (los asesinatos), que ya pertenece a una esfera más allá de la naturaleza porque no hay nada que se le compare; pertenece a un mundo muy lejos de lo humano, tiene que ver con submundos profundos".
Ante su actitud religiosa y su perplejidad ante el mal, un amigo me recordó el poema de Rubén Darío "Los motivos del lobo". En él, San Francisco de Asís se aventura a la guarida del terrible lobo de Gubbia y le dice: "¡Paz, hermano lobo!". Al escuchar la prédica, el gran lobo, humilde, confiesa sus motivos: el duro invierno, el hambre horrible, pero sobre todo la sangre del jabalí, del oso, del ciervo, vertida sin motivo por el humano cazador: "vi / mancharse de sangre, herir, torturar, / de las roncas trompas al sordo clamor, / a los animales de Nuestro Señor". San Francisco lo persuade. El lobo pacta: "tras el religioso iba el lobo fiero, / y, bajo la testa, quieto lo seguía / como un can de casa o como un cordero". El milagro operó por un tiempo. El lobo convivió con la gente de la aldea. Pero de pronto, al ausentarse el santo, el lobo "tornó a la montaña / y recomenzaron su aullido y su saña". A su regreso, el varón de Asís lo increpó "en nombre del Padre del sacro universo", pidiéndole que diese los motivos de su reincidencia. Y sus motivos no eran otros que el triste espectáculo del mal entre los hombres: había visto la ira, la envidia, "y en todos los rostros ardían las brasas / de odio, de lujuria, de infamia, mentira". Vio la guerra de hermanos a hermanos. "Y me sentí lobo malo de repente; / mas siempre mejor que esa mala gente". El lobo pidió al hermano Francisco volver a su convento, a su camino de santidad. El santo no le dijo nada, "y partió con lágrimas y desconsuelos". Sólo pudo musitar un Padre Nuestro.
Javier Sicilia reencarna hoy, entre nosotros, el alma franciscana, la misma que fundó la espiritualidad de México. Pero el mal que enfrenta, al que increpa, no es un lobo: es el hombre (lobo sólo del hombre) que puede matar sin motivos. Teólogos y filósofos han interrogado esos motivos con la esperanza de reducir el mal, explicándolo. Tras las guerras de identidad (religiosa, racial, nacional) se han propuesto siempre causas que buscan discernir (y a veces justificar) las acciones violentas. Y en nuestra actual situación, también abundan las explicaciones: la pobreza, la ruptura del tejido social, la quiebra de la familia, el repliegue de la religión y los valores, la penuria educativa, el abandono de los gobiernos, la falta de horizontes profesionales. Todo ello se esgrime como la causa última de la violencia. Un amplio sector de la opinión maneja otro motivo (que Sicilia, con acierto, ha visto como una responsabilidad, no una culpabilidad): la decisión del gobierno de sacar al ejército a las calles.
En todos estos motivos hay un fondo de razón. Y lo hay, por supuesto, también en el último. Pero en términos prácticos no basta con apuntar las causas generales, algunas recientes, la mayoría atávicas. Hay que afrontarlas, pero no podemos esperar a que México se vuelva Suiza para atender con la debida urgencia, eficacia e inteligencia el tremendo problema de criminalidad que nos abruma. Y las argumentaciones, en términos morales, deben hilarse con más cuidado.
¿Es válida, por ejemplo, la correlación entre pobreza y violencia? No lo parece, ni empírica ni moralmente. Es obvio que muchos delincuentes no son pobres, es obvio que muchos pobres no delinquen. Por otra parte, está el concepto de proporcionalidad: una acción violenta provoca una respuesta violenta. Pero es obvio también que esta regla no corresponde a un Estado de derecho, menos aún en el caso de delincuentes que con saña "subhumana" roban, vejan, torturan y asesinan a víctimas inocentes. Aquí no cabe hablar de motivos. Aquí no hay paliativos que valgan. Esas personas, esos actos, son la prueba de que el mal existe. Es uno de los grandes misterios de la vida. Y es irreductible.
Algunos pensarán que el llamado de Javier Sicilia es ingenuo. Yo no. Creo que no hay una vía única para combatir la violencia. Creo que debe combatirse por varias vías. Y una de ellas es la movilización de las conciencias. A muchas almas buenas conmoverá. A algunas malas almas tocará. A otras, que ni siquiera tienen conciencia de lo que está mal, las alertará. En suma, además del combate armado a la violencia armada, es bueno que Sicilia nos recuerde que la conciencia mexicana puede despertar.
Reforma