Aurora Reyes

La mujer, la historia y la democracia

A la memoria de don Ignacio García-Tellez, hombre de izquierda, tolerante y ejemplar.

Un editor estadounidense me formuló una pregunta sorpresiva. Se había familiarizado con la biografía del poder encarnada en los caudillos, caciques, primeros jefes, jefes máximos y presidentes de nuestro pasado reciente y remoto. Bien, pero ¿dónde estaban las mujeres en esta historia?

En un principio no supe qué contestarle. Hay en la historiografía mexicana una especie de machismo implícito del que me confieso cómplice, el supuesto natural de que la historia la hacen los hombres. Aunque la historia de bronce ha referido hasta la saciedad las valerosas cuitas de la Corregidora o Leona Vicario, sus papeles en el libreto nacional son siempre menores y subordinados a los "juanes" del caso: Ignacio Allende y Andrés Quintana Roo. Si "detrás de un gran hombre hay una gran mujer" como dice el cursi adagio la nómina se puede ampliar para cada etapa de la historia: Margarita Maza fue el soporte de Juárez, según revela el epistolario íntimo entre ambos. Carmelita Romero Rubio no sólo pulió las rudas aristas de Porfirio Díaz sino que incluyó en su "política de conciliación" con la Iglesia, como atestigua el obispo Eulogio Guillow en sus Reminiscencias. Otra pareja extraordinaria sin hijos, como la de Porfirio y Carmelita fue la que formaron Francisco I. Madero y Sara Pérez. Pocas páginas igualan la lucha desesperada de ésta por salvar a su esposo durante la "decena trágica". Lo sobrevivió veinte años, y todavía vive doña Julia R. de Medina Hermosilla, quien la recuerda honrando su memoria, haciendo el bien al prójimo y perdonando a quienes lo sacrificaron.

Aunque todos estos episodios de lealtad y de amor son importantes y merecen recordarse, no responden a la pregunta del editor. Si nos atenemos a la historia política, el papel de la mujer en México parece, en efecto, ancilar y subsidiario. La política ha sido, hasta hace poco, un universo masculino, exclusivo y excluyente. Cuando sobrevienen los golpes de estado, las revoluciones, levantamientos, revueltas y rebeliones, los cabecillas son hombres. Cuando llegan tiempos de paz, son hombres también quienes arriban al poder, gobiernan bien o mal, diseñan utopías, dictan cátedra, legislan para la eternidad, emiten órdenes y decretos, en muchos casos corrompen y se corrompen. Aunque esta condición no es privativa de México, adopta entre nosotros un carácter idiosincrático. Aunque no han faltado en México las cacicas temibles o bienhechoras y una que otra coronela, no hay grandes generalas (a excepción, claro, de mi generala María Félix). Tampoco Presidentes (aunque sí una muy digna candidata: Cecilia Soto). Con todo, no hay una Indira Gandhi en nuestro pasado.

Pero la historia de México como cualquier otra historia es más amplia y profunda que la historia política. La edificación del País no está hecha sólo ni principalmente de estructuras y coyunturas políticas. La "cuenta larga" del reloj mexicano, ese lento y callado proceso que los historiadores franceses llaman de "larga duración", es obra común de los dos sexos. En esa otra historia de México la mayoría la mujer comparte con el hombre los papeles principales, y en ocasiones ocupa ella sola el escenario entero.

Imaginemos un día en la vida de un pueblo intrascendente, común, típico, hace cien años. Pensemos en los diversos ámbitos cotidianos: las casas, las iglesias, las escuelas, los mercados. Vemos una mujer atareada con los hijos, a menudo sola. Es la misma que reza a la Virgen o que coloca un ex-voto ante el altar del santo de su devoción. La que enseña a los niños las primeras letras en el Silabario de San Miguel. La que regatea en el papel de vendedora o de marchanta. La que hila, teje, moldea, dibuja. ¿Idealismo social? ¿El idílico evangelio según Diego Rivera? Si entendemos a la cultura en su más amplio sentido antropológico, y si admitimos con Luis González que "la construcción de México" ha sido la paulatina integración de los valores vitales, éticos, estéticos, religiosos e intelectuales que parten del siglo XVII y forman nuestra identidad una identidad, por lo demás, multicolor, que varía con cada región y cada pueblo- entonces la conclusión es clara: el liderazgo de la mujer se ha desplegado en el ámbito de la cultura.

En la cocina, por ejemplo. En esa paciente epopeya intervinieron mujeres indígenas, mestizas y criollas, laicas, beatas y monjas. No hay Estado, Municipio o pueblo que no haya contribuido con su parte a ese proceso de edificación. Es también una historia de expansión y triunfo, tan antigua como la Conquista. Incluye exportaciones remotas como el chocolate y el chile (que cambió la dieta y la vida en la India) o recientes, como la silenciosa recuperación de los territorios anexados por Estados Unidos en 1847, por la vía de los usos culinarios.

Quizá la biografía del poder no incluye a la mujer, pero hay otras posibles biografías en las que la mujer individual y colectiva sería personaje central: además de la biografía del comer (a la que me he referido) estaría la biografía del creer, del criar, del saber, del crear. En la historia de la religión, los oficiantes son hombres pero la práctica de la caridad y el ejercicio de la fe han sido tal vez mayoritariamente femeninos. En la historia de la educación formal, se dio por mucho tiempo el proceso contrario: las oficiantes eran mujeres, los alumnos hombres. La crianza, como se llamaba a la educación intelectual y moral en la familia, fue y es provincia de la mujer, lo mismo que el manejo de la microeconomía hogareña. En la historia del arte, la impronta y la presencia femenina son fundamentales, sobre todo en las artes populares. En la historia de la literatura española, Sor Juana pudo más que todos los confesores del virreinato juntos. Y en otros campos de la creatividad cotidiana (la magia, la herbolaria, las técnicas de parto, las caras del amor, el ceremonial de la muerte, los cuentos y los cantos) la mujer ha sido el principal surtidor.

Lo curioso es que en ese sentido social y cultural, la biografía del poder puede verse también como una saga femenina. ¿Quién no recuerda la célebre fotografía de Casasola, aquella mujer que agarrada apenas al vagón asoma con fiereza? ¿A quién busca? "Ella es rielera, tiene a su Juan, él es su vida y ella su querer". Pero la soldadera, la adelita, la huacha, personaje ligado indisolublemente a la Revolución, es una estampa antigua de la historia mexicana. En su Historia de México, cuenta Alamán que los ejércitos insurgentes semejaban inmensas caravanas itinerantes, como las de los indígenas precolombinos. La tradición permaneció durante el azaroso siglo XIX y llegó hasta la era porfiriana. Díaz mantuvo contingentes de mujeres en los cuarteles y los campos de batalla. Mientras Francia y Gran Bretaña llevaban décadas de haber eliminado a las mujeres del ejército, México tuvo buenas razones para no hacerlo: carecía de un cuerpo encargado de la manutención del soldado y esa función la cumplían las soldaderas. El vice-cónsul norteamericano en Saltillo las describía en 1913 como "esa importante división del Ejército Mexicano... son, de hecho, una intendencia". Los testimonios de algunas sobrevivientes las revelan como verdaderas empresarias, capaces de proveer con éxito a su "mercado cautivo'.

El período de 1913 a 1915 fue la época dorada de las soldaderas. Eran ellas quienes buscaban alimento para la tropa, cargaban los utensilios de cocina, cuidaban a los enfermos, servían al contrabando de armas y parque provenientes de los Estados Unidos, espiaban entre las soldaderas del campo enemigo, hacían labores de mensajería y sobre todas las cosas, carabina en mano, peleaban. Una limitación fundamental del zapatismo con respecto al villismo y carrancismo fue la falta de soldaderas. No es casual que en la fugaz salida de su madriguera a la capital a fines de 1914, los zapatistas se sintieran huérfanos, cantaran la canción del "Abandonado" y hallaran consuelo en retratarse, máuser en mano, con las meseras de Sanborns.

Las epidemias, las hambres y las derrotas del villismo licenciaron en 1915 a las soldaderas. En términos sociales y morales, la Revolución les pagó generosamente. La federación y muchos estados adoptaron una legislación moderna que reducía la brecha entre los sexos: Carranza legalizó el divorcio; Salvador Alvarado dio empleo a las mujeres en la administración pública y convocó al Primer Congreso Feminista en Mérida, enero de 1916; el Presidente Calles introdujo un nuevo código civil que protegía de manera especial a las viudas y los huérfanos, y redimía la condición de los hijos naturales. Pero en la vida práctica, las rudas condiciones en la postrevolución redujeron el mercado de trabajo para las mujeres. En 1900 las mujeres representaban el 16.3 por ciento de la fuerza de trabajo. Para 1910 la cifra era 13.9. En 1921 llegó apenas al 6.7 por ciento. Esta tendencia era todavía visible en 1950, a unos años de aprobarse un viejo proyecto vasconcelista: el voto a la mujer.

Lo cual nos lleva a la biografía política de la mujer en el futuro inmediato. En varios momentos axiales del siglo XX, las mujeres han mostrado una sensibilidad especial para la libertad y la democracia. Al abrigo del liberalismo, muchas mujeres de clase media tomaron parte en los movimientos precursores de la Revolución. Esas esposas, hermanas o amigas de los líderes, escenificaron la primera gran subversión en el papel político de los sexos en México. Un ejemplo entre muchos: Avelina Villarreal, esposa de Camilo Arriaga. El Magonismo, con su mensaje de emancipación anarquista, atrajo a varias mujeres, incluso extranjeras como la esposa de Juan Sarabia, Elizabeth Darling Trowbridge. A ese mismo linaje de mujeres libertarias pertenecen Carmen Serdán, Sara Pérez de Madero y la legendaria "Adriana" de Vasconcelos, activísima gestora de la Cruz Blanca Neutral durante la Revolución Maderista. Su nombre era Elena Arizmendi Mejía.

El vasconcelismo ofreció el voto a la mujer y la mujer le correspondió con un entusiasmo sólo comparable al que desplegaron los contingentes estudiantiles. En 1929 hubo una Antonieta Rivas Mercado pero muchas "Valerias", como bautizó Vasconcelos a su musa inspiradora. Ese mismo año nació el PNR, que con el tiempo se convertiría en el PRM y el PRI. La hegemonía casi indiscutida del sistema duró hasta el 68. Lo desafió un movimiento estudiantil dotado de un notable espíritu de igualdad entre los sexos. Los jóvenes de entonces admirábamos y seguíamos a la "Tita" igual que a Cabeza de Vaca. Pasaron 15 años. Con la crisis y el agravio, la democracia volvió a aparecer en el horizonte como una vía privilegiada de reconciliación nacional. Las mujeres, sobre todo en el norte del país, lo comprendieron así. A partir de entonces, a raíz del fraude de 1986 en Chihuahua, una revolución ordenada y silenciosa se expande en México: el ascenso de la mujer democrática.

Se dirá que he dejado a un lado a las luchadoras sociales, figuras icónicas de la izquierda mexicana. Es verdad. Hay en el panteón de la izquierda muchas figuras respetables, incluso admirables. Pero las más célebres pienso es Tina Modotti y Frida Kahlo fueron cómplices voluntarias de los criminales soviéticos. No es un ejemplo revolucionario el que el país y la izquierda necesita para transitar a la democracia. La inspiración está en otra parte: en el entusiasmo de los clubes maderistas, en la cruzada electoral de 1929, en la resistencia cívica de muchos episodios del PAN, en el movimiento libertario de 1968, en la profusión de organizaciones no gubernamentales y grupos cívicos que atestiguamos todos los días.

En Estados Unidos se sabe que el llamado "gender vote" ha decidido la carrera presidencial en varias elecciones recientes. En México, la oposición tiene en sus manos una oportunidad similar, pero ni el PAN ni el PRD han sabido cómo aprovecharla. El primero padece un conservadurismo social que raya en la intolerancia, y actúa a veces como si el liberalismo del siglo XX no hubiera existido. Un sector del segundo vive aferrado a las viejas tácticas de lucha: puños cerrados y frases amenazadoras. Por ese camino, ninguno de ellos convencerá a la mujer mexicana. La oferta debe ser otra, tan alejada de la violencia como de los prejuicios. Una oferta clara y firme de modernidad política, único principio sobre el que podemos iniciar la reconstrucción. El partido que conquiste ese voto, ganará el futuro.

En un país bronco y difícil como es México, la mujer ha representado un principio civilizador. En el ámbito político, fue precursora del maderismo, protagonista del vasconcelismo, vanguardia en el movimiento estudiantil. En los últimos quince años, su participación en la vida pública ha sido notable por la variedad, convicción y coherencia. La mujer está presente en todos los foros y todas las organizaciones. En 1997, más que soldadera, la mujer puede ser partera de la democracia. Su fuerza está en apelar a la razón sobre las ciegas pasiones, a lo sensato sobre lo quimérico, a aquello que alivie el dolor aunque no lo destierre, a la libertad más que la liberación. Como líder o como ciudadana, su fuerza no está en la fuerza sino en su resistencia a la fuerza. Su fuerza está en su canto original a la vida.

Reforma

*Este discurso fue leído en el marco del Congreso organizado por la Comisión de Mujeres del Patronato "Monterrey 400", el 6 de mayo de 1996. 

Sigue leyendo:

Línea de tiempo

Conoce la obra e ideas de Enrique Krauze en su tiempo.