¿Hay narcos pacifistas?
Reconocer sin dobleces la legitimidad del combate que el Estado mexicano libra contra el crimen organizado no implica aprobar las tácticas específicas utilizadas por el gobierno; tampoco supone compartir su visión del problema (raíces, razones, ramificaciones) ni festejar sus logros reales o supuestos, ni moderar las críticas a sus errores y omisiones. Lo que sí debería implicar, tanto política como moralmente, es la manifestación social de repudio -unánime, clara e inequívoca- contra los grupos criminales como los responsables de la violencia. Por desgracia, esta manifestación cívica no se ha dado. Por el contrario, un amplio sector de la oposición y la opinión ha propagado el concepto opuesto: vivimos "La Guerra de Calderón".
La falta de cohesión nacional contra el crimen organizado lo fortalece objetivamente. El caso recuerda, mutatis mutandis, al pacifismo inglés durante la Segunda Guerra Mundial. Frente al enemigo nazi -sostuvo George Orwell- no cabía permanecer al margen o ser ambiguo. Le parecía escandaloso que muchos intelectuales debatieran desde una cómoda neutralidad mientras los soldados británicos luchaban en las trincheras. A Orwell no le interesaba el "pacifismo moral" -es decir, la mera proclamación autocomplaciente de que la paz es preferible a la guerra. Sabía que del otro lado no había pacifistas. Orwell fustigaba particularmente a quienes se curaban en salud "yo soy tan antifascista como usted, pero...". Hipócritas o ingenuos, omitían siempre hablar de lo que ocurriría al día siguiente de una eventual victoria alemana. En algunos casos, el pacifismo ocultaba algo más siniestro: una fascinación por Hitler. Entre los adversarios de Orwell en la polémica que sostuvo en 1942, no faltó quien llegara al extremo de desear una victoria nazi porque tendría un "efecto catártico" sobre la literatura y las artes inglesas. Por todo ello, para describir la constelación social que negaba o relativizaba la cruda verdad (los aviones nazis bombardeando Londres), Orwell acuñó el término "Fascifist".
En México, los propósitos políticos de la relativización son obvios: se piensa que identificar con claridad al crimen organizado como el responsable de la violencia juega a favor del PAN en el 2012. Yo no lo creo. En todo caso, esa relativización (el sólo hecho de hablar de "la Guerra de Calderón") tiene el efecto de confundir a la opinión pública induciendo la creencia anacrónica de que el Presidente lo puede todo: iniciar el conflicto, mantenerlo y acabar con él. Como en 1942, hay algo torvo en atenuar la responsabilidad de los verdaderos culpables mientras soldados, marinos y policías se baten a diario contra ellos. Y como entonces, la mera enunciación de buenos deseos (formulados de manera indeterminada, sin un destinatario claro) es, en el mejor de los casos, un acto de ingenuidad y en el peor de irresponsabilidad, porque amalgama la violencia criminal con la violencia que ejerce, por principio, el Estado mexicano para defender a la sociedad. Igual que en aquella circunstancia, ¿nos hemos preguntado si hay pacifistas entre los criminales? ¿Qué pasaría si se apoderan del país? En las poquísimas declaraciones que poseemos (dadas a órganos de oposición), no hay huella de remordimiento. Y por si fuera poco, tampoco ha faltado la fascinación ante el gran Capo, el hombre fuerte.
Antes de que el crimen organizado escale el conflicto y dé pasos adicionales de desestabilización como ocurrió en Colombia (homicidio de un candidato, asesinato de Ministros y Legisladores, etc.), los medios de comunicación, las universidades públicas, las ONG, los partidos y órganos de oposición y la sociedad civil en general deberían converger al menos en un punto: el rechazo nacional, expresado de manera total e inequívoca, contra el crimen organizado. Esa manifestación no resolvería el problema pero desharía vaguedades, aislaría moralmente a los asesinos, quitaría incentivos a la utilización política de la guerra y orientaría la atención nacional hacia las mejores propuestas en este delicado ámbito para el 2012. Los mexicanos podemos y debemos diferir en lo que se quiera cuanto se quiera, menos en ciertos valores esenciales. El más preciado, naturalmente, es la defensa de la vida, del derecho a vivir. Quienes lo atacan son los criminales, no el gobierno. Contra ellos debería crearse un sólido consenso social.
Reforma