Nuestro Jeremías: Daniel Bell
En las páginas de la revista Vuelta, dirigida por su amigo Octavio Paz, Daniel Bell publicó en 1981 un ensayo luminoso, “El gran inquisidor y Lukács”. En él apuntaba que a todo intelectual de izquierda le llega tarde o temprano su Kronstadt y que, en su caso, “Kronstadt fue Kronstadt”. No pudo haberlo sido, desde luego, cronológicamente, porque Bell tenía un año de edad en 1920, cuando los bolcheviques –comandados por Trotski– reprimieron a los marineros de aquel puerto ruso en un acto que prefiguraba la larga sucesión de crímenes que distinguiría la historia soviética. Pero Kronstadt fue sin duda “su Kronstadt” en un sentido intelectual y biográfico, y –para mérito suyo– sobrevino mucho más temprano que en el grueso de su generación.
A Bell lo vacunó contra el fanatismo ideológico un clásico del anarquismo. Tras una filiación inicial a la Liga Socialista de los Jóvenes en su natal Nueva York, derivó al estudio académico de la sociología. En 1933, cuando la victoria electoral de Hitler impulsó a muchos de sus amigos a incorporarse al Partido Comunista, Bell visitó a Rudolf Rocker, quien puso en sus manos el opúsculo La tragedia rusa y la rebelión de Kronstadt, de Alexander Berkman. (Rocker, por cierto, sin ser judío, escribió parte de su obra en yiddish.) Esa lectura fue suficiente, si no para alejarlo del socialismo, sí para convertirlo en un perpetuo menchevique: socialista en economía y conservador en cultura. En cuanto a la política, Bell se volvió un liberal clásico. Asimiló muy pronto la lección del siglo XX contenida en la grave profecía de Max Weber contra el apego irracional a la “ética de la convicción”, ese fanatismo –a un tiempo asesino y suicida– que degradó moralmente a Lukács y sacrificó a Ernst Toller. En aquel ensayo de Bell entendí que las célebres conferencias de Weber en 1920 (su testamento político e intelectual) estaban dirigidas (como un llamado de desesperación) a aquellos dos discípulos suyos (Lukács y Toller) descarriados por la fuerza irracional de las ideologías totalitarias que dominarían al siglo XX y de las que Bell fue, a un tiempo, analista, crítico y profeta de su destrucción.
Yo también (como Bell y como el propio Paz, en la Guerra Civil española) había tenido mi anarquista personal que me vacunó contra la ilusión bolchevique y sus avatares chinos o cubanos en el siglo XX, un personaje de novela que me hizo leer a Rocker. Se llamaba Ricardo Mestre, y había sido juez civil en su natal Cataluña. Mestre profesaba religiosamente el anarquismo constructivo (tolstoiano, kropotkiniano) y salvó la vida a varios sacerdotes católicos. Su prédica, aunada a otras presencias y lecturas, y a la cercanía de Paz –primer y principal disidente de la izquierda latinoamericana en la segunda mitad del siglo XX– me permitió redescubrir la tradición liberal, acallada, minoritaria pero real en la América hispana. Esas y otras influencias fueron decisivas, pero aquel ensayo de Bell fue mi definitivo Kronstadt. Las opciones vitales de Lukács y Toller, las distinciones éticas de Max Weber, eran aún realidades vivas en el mundo pero aún más vivas en América Latina y México, donde los demonios e inquisidores de Dostoievski siempre han andado sueltos. El camino que proponía Bell articulaba admirablemente el sentido de nuestros afanes intelectuales en la revista Vuelta: “La ética de la responsabilidad –escribía–, la política de la civilidad, el miedo al fanático y al hombre moral que quiere sacrificar su moralidad en la decepción egoísta de la total desesperación, son las máximas que han gobernado mi vida intelectual.” Los escritores que abordábamos estos temas en Vuelta nos identificábamos con ese credo: compartíamos una pasión por la libertad y la democracia que no renunciaba a la preocupación por erigir activamente (o imaginar siquiera) una sociedad menos injusta y desigual.
A partir de 1981, Vuelta fue el vehículo principal donde Daniel Bell dio a conocer sus ensayos en habla hispana. A lo largo de casi dos décadas, publicó casi una treintena de textos memorables sobre el amplísimo registro de sus preocupaciones, una bitácora intelectual de primer nivel sobre los temas fundamentales del siglo XX: “Occidente y la fe”, “Estados Unidos: rebeldía y autoridad en los setentas”, “Gutenberg y la computadora”, “La vanguardia fosilizada”, “Viaje al país de la Perestroika”, “Nuevas visiones sobre el ‘excepcionalismo americano’”, “Nuevo prólogo a Las contradicciones culturales del capitalismo”, “Alemania: el temor permanente”, “El orden (y desorden) futuro del mundo”, “Guerras culturales en Estados Unidos (1965-1990)”, “La caída de las grandes empresas”, “El porvenir de Europa”, “El futuro de la población mundial”, “Las Naciones Unidas y el derrumbe del orden mundial”, “Reflexiones al término de una época”. De particular interés por su carácter profético fue el ensayo “El fundamentalismo islámico: ¿Cuán grave es la amenaza?” (agosto de 1994). Con la ponderación que lo caracteriza, recorrió uno a uno los países y regiones del mapa islámico así como las diversas vertientes del islam, señalando en todos los casos las importantes diferencias de fondo y matiz que entonces y ahora se desdeñan. Pero sensible como era a la sociología religiosa (no en balde fue uno de los principales sucesores de Weber) no dejaba de apuntar que “el islam es una religión que se presta particularmente al fundamentalismo”, y marcaba las tres zonas que, a su juicio, presagiaban estallidos de violencia radical: los Balcanes, Medio Oriente y el Asia Central. Si la sociología ha colindado alguna vez con la profecía (en el doble sentido de crítica social y clarividencia) es en estos ensayos de Bell. Roger Shattuck lo llamó “nuestro Jeremías”.
Cuando cayó el Muro de Berlín, Octavio Paz y yo congregamos en México a una treintena de intelectuales de todo el mundo en un encuentro que llamamos “La experiencia de la libertad”. Ahora me parece increíble el elenco: Czesław Miłosz, Cornelius Castoriadis, Adam Michnik, Bronisław Geremek, Leszek Kołakowski, János Kornai, Hugh Thomas, Hugh Trevor-Roper, Mario Vargas Llosa, Carlos Franqui, Jorge Edwards, Jorge Semprún, Ivan Klíma. De Estados Unidos vinieron tres amigos: Irving Howe (el socialista), Daniel Bell (el menchevique) y Leon Wieseltier (el talmudista liberal). Mientras Leon acompañaba a Irving a la casa de su admirado Trotski, Bell concentró su esfuerzo en preparar una argumentación a contracorriente del congreso: reafirmó sus críticas a la racionalidad económica del mercado y sostuvo que el socialismo seguía teniendo un horizonte posible: “Existen la equidad, la justicia, la dignidad, y todas estas cosas a veces el egoísmo las atropella”. En la galería, Irving Howe y Octavio Paz asentían con satisfacción. Tiempo después comprendí que nuestra reunión era, sin saberlo, el capítulo siguiente al Congreso para la Libertad Cultural en el que participó Bell en los años cincuenta y donde entabló relación con Raymond Aron, Melvin Lasky, Michael Polanyi, Ignazio Silone, Anthony Crosland, Czesław Miłosz.
Los argumentos de Bell en aquel encuentro impresionaron vivamente a un personaje político de México que buscaba el equilibrio entre el liberalismo democrático y el núcleo salvable del socialismo. Era Luis Donaldo Colosio, que al poco tiempo se convertiría en candidato del PRI (un PRI reformado) a la presidencia de México. Por invitación de Colosio, Bell dictó una conferencia que tuvo lugar en México hacia 1993. Iba pues en camino a convertirse en el ideólogo del cambio democrático en México cuando sobrevino el asesinato de Colosio.
En 1998 murió Octavio Paz y con él Vuelta, pero ese mismo año comenzamos la aventura de Letras Libres. En nuestra revista, Bell siguió publicando sus ensayos. Hace unos meses me sorprendió recibir un correo electrónico suyo proponiéndome, como en los viejos tiempos, un ensayo sobre la necesidad de fortalecer las artes y humanidades en el currículum universitario. Lo publicamos con enorme entusiasmo en nuestro número de septiembre. En sus últimos correos recordó pasajes de la historia revolucionaria de México, me narró la historia del fundador hindú del Partido Comunista Mexicano, preguntó por el destino de su amiga Anita Brenner y aun teorizó sobre las dificultades del combate al crimen organizado debido a la doble maldición del mercado de drogas y la provisión abierta de armas.
En 2009 acudí a Cambridge a su cumpleaños noventa. La penosísima enfermedad de Pearl, su esposa, lo había postrado pero no vencido. Un grupo de familiares y amigos de todas las edades y generaciones lo festejó alegremente. Entre ellos estaba una amiga de más de 80 años, que lo acompañó en el trecho final y de la que, evidentemente, se había enamorado. Esa tarde le cantó canciones en yiddish.
Cuando lo conocí, en los años ochenta, descubrimos que por el lado de mi abuela materna, Bell y yo proveníamos de familias nacidas en Białystok, la ciudad fronteriza polaca que hasta 1917 fue ocupada por Rusia. El hallazgo desató una vena formidable en Bell, uno de los muchos secretos de su vitalidad: los chistes, el humor. (“Una viejita de Białystok se entera de que la ciudad ha sido liberada y dice, con alivio: ‘Gracias a Dios, esos inviernos rusos me estaban matando’”). En uno de nuestros encuentros en Cambridge, me relató su viaje a México con Saul Bellow, recogido –si no me equivoco– en Las aventuras de Augie March. El recuerdo de ese viaje evocó una anécdota con Bellow: la traducción que ambos hicieron al yiddish de “The love song of J. Alfred Prufrock”. Le rogué que la recitara y era en verdad asombrosa la facilidad con que el poema se trasladaba al yiddish. Días más tarde, Bell me envió la grabación, que atesoro. A Eliot, estoy seguro, le hubiese disgustado esa licencia, pero ahora que yo mismo he llegado a la edad de preguntarme si “me atreveré a comer un durazno”, me consuela escuchar ambas versiones, una con la voz un tanto mayestática de su autor, y otra (en aquel extraño idioma de mi infancia, hoy casi muerto) con la dulce y risueña voz de mi amigo Dan Bell. ~
Letras Libres, núm. 147