Nueva cavilación sobre la paz
En 1970, don Daniel Cosío Villegas dio a leer a sus alumnos del doctorado en Historia de El Colegio de México un texto suyo sobre la situación que guardaba el país cien años atrás. Se titulaba «Cavilación sobre la paz». Lo leí con fascinación y extrañeza. Fascinación, por el amoroso detalle con que el maestro reconstruía la era de los liberales en la que parecía haber vivido; extrañeza, por el remoto asunto que abordaba. A pesar del movimiento estudiantil, la paz no era entonces un tema vigente. El país llevaba al menos tres décadas de ser una isla de tranquilidad en un mundo en guerra: fuimos puerto de abrigo para los perseguidos del racismo europeo, para los republicanos de la Guerra Civil Española y para otros refugiados de la Segunda Guerra Mundial, como los cientos de niños rescatados de campos de concentración soviéticos. Ni siquiera la Guerra Fría nos afectaba de manera directa. México parecía destinado a la paz perpetua.
Era difícil leer aquellas páginas de Cosío Villegas sin conmoverse por la angustia de los liberales ante la precariedad de su recién recobrada república. Cincuenta años de luchas los contemplaban, desde la guerra de Independencia hasta la Guerra de Reforma y la Intervención. No es casual que en las rugientes estrofas del himno nacional resonaran repetidamente las «horrísonas» erres de la palabra guerra, y toda suerte de voces en torna a ella.
En 1867, finalmente, Juárez y su inigualable generación habían restaurado la república, pero no la paz. ¿Por qué no llegaba una con la otra? A lo largo de aquel fugaz decenio democrático, conforme aparecieron los focos de violencia, los pensadores se hicieron esa pregunta, al principio con cierto paciente optimismo, luego con desesperación. ¿Por qué persistían los asaltos en los caminos y los secuestros en las plazas? ¿Por qué estallaban revueltas, rebeliones, revoluciones? ¿Cómo conquistar la paz, cómo arraigarla? Francisco Zarco, que murió al comienzo del periodo, advertía que la paz había que alcanzarla «sin prescindir del orden constitucional y legal» y la hacía depender del progreso material: caminos, correos, ferrocarriles y telégrafos, hospitales y hospicios, escuelas y colegios, fábricas y talleres garantizarían la paz. Pero ya en el conflictivo periodo de Sebastián Lerdo de Tejada (1872-1876), otros escritores invirtieron la fórmula: «Sin la paz —advertía el joven Justo Sierra— toda solución de nuestros problemas económicos [...] queda indefinidamente aplazada». Y una voz única se unió a la cavilación, la de José Martí, que queriendo arraigar en México, participó entre 1873 y 1876, con gran lucidez, en nuestra vida pública. Al precipitarse la revolución de Tuxtepec acaudillada por Porfirio Díaz, Martí fue su crítico más resuelto. México, sostuvo, es un país «naturalmente rico pero económicamente pobre». Por eso necesitaba «desviar la mirada ávida de la perniciosa vida pública y convertirla al seno de la tierra en riqueza honrada». Necesitaba también «una lenta labor educativa». Y necesitaba «las grandes reformas económicas que dieran animación y bienestar al pueblo». Pero nada de eso aparecía en el horizonte, dominado ya entonces por «un hombre que se declaró por su exclusiva voluntad señor de hombres». Martí abandonó México y siguió su peregrinar. Para Cosío Villegas la moraleja de aquella cavilación era clara: al caer la República Restaurada, el país retrocedió y fue menos democrático y representativo, porque los miembros del partido liberal no supieron ponerse de acuerdo.
Para Porfirio Díaz la paz fue una prioridad. La acompañó un notable progreso material, que se logró prescindiendo del orden constitucional y legal. Proclamado «hombre necesario», Díaz cogió las riendas del país abriendo paso a una era de poder personal sin precedentes. Para perseguir a los bandoleros que asolaban los caminos, consolidó al famoso cuerpo de los Rurales de la Federación (fundado por Juárez en 1861, a instancia del general Ignacio Zaragoza) y fue pródigo en ejecuciones sumarias: «Fuimos muy duros, algunas veces hasta llegar a la crueldad —declaró sin ambages a James Creelman, en la célebre entrevista de 1908—. Fue mejor derramar un poco de sangre para salvar mucha. La sangre derramada era mala sangre; la que se salvó, buena».
Ningún título emocionaba más a Porfirio que el del «Héroe de la paz». Esa paz propició la construcción institucional y física del país pero no se fincaba en una vida política sana. Era, como el propio Porfirio admitió, una «paz forzada».
Ese orden, como sabemos, estalló hace cien años. ¿Qué desató la violencia? Una vez más, la incapacidad de los actores políticos para ponerse de acuerdo. En 1910, Porfirio Díaz y su camarilla desestimaron el acuerdo sobre la transición paulatina que planteaba Madero. Después del fraude electoral que consumó la reelección ese mismo año, Madero descartó el proyecto de construcción pacífica de la democracia que él mismo había propuesto en su famoso libro. Y finalmente, en 1913, con el asesinato de Madero, muchos protagonistas que debieron defender la frágil y joven democracia, contribuyeron —con su silencio, sus alarmas, sus calumnias o su complicidad— a sepultarla.
México entró en un nuevo ciclo de violencia que duró dos decenios: desde la revolución maderista hasta la rebelión escobarista. La Revolución alumbró lo que parecía —y en buena medida fue— un orden nuevo. Dio tierra a los campesinos y derechos a las clases obreras. Desplegó por un tiempo una vocación casi religiosa por la educación. Tuvo el ánimo nacionalista de reivindicar las riquezas naturales y procreó un renacimiento artístico tan rico que aún ahora, pasado un siglo, nos ilumina. Pero dejó tras de sí una estela de hambre, terror y peste; un saldo de 750 mil muertos, una mitología de la violencia redentora y una cultura tenaz en torno a la muerte.
Al cerrarse el ciclo destructivo, la prioridad, como en 1867, era la paz. Y la paz llegó nuevamente, con un arreglo político no muy distinto al del porfiriano. México estaría lejos de ser una democracia pero volvió a la senda de la construcción material e institucional. El Estado retomó todas las riendas y aplicó de nuevo la máxima del «pan o palo». Creó un nuevo ejército, logró acotar la violencia delincuencial y casi acabar con la violencia política. Lo que se construyó fue mucho, y debemos valorarlo, pero cuando de pronto apareció un desafío externo al aparato de control (me refiero al movimiento estudiantil de 1968) el régimen, borracho de su propio mito y ajeno a la costumbre de dialogar o negociar, perpetró el crimen de Tlatelolco. Aunque el pretexto era la paz, en las avenidas de la ciudad un símbolo imborrable lo desmentía: la paloma de la paz, ensangrentada. Esa era la inquieta, incierta, engañosa paz interna de aquellos años, que no alcanzábamos a comprender.
En esas circunstancias leímos sus alumnos aquel texto de don Daniel. Y leímos sus ensayos críticos, que eran un complemento natural de su tarea como historiador liberal. El país —pensó entonces— había alcanzado un progreso económico y social tangible, pero a costa de otro progreso que no se medía en cifras sino en capacidad de convivencia, de civilidad: el progreso político. ¿No habría sido mejor —se preguntaba— confiar menos en el Estado, aún a costa del desarrollo, a cambio de tener una sociedad más vivaz y madura, que produjera ciudadanos más libres, autónomos, responsables y creativos, y por tanto más proclives a respetar el derecho y a fomentar la paz? No es casual que en ese tramo final de su vida, sus ideas convergiesen con las de otro gran pensador que defendía la «libertad bajo palabra»: Octavio Paz.
Han pasado cuarenta años desde aquella lectura. No han sido décadas dichosas. Han sido años de desorientación y crisis, con pocas zonas luminosas, una de ellas la transición ordenada y pacífica a la democracia. Y de pronto, la historia de la República Restaurada —la otra década democrática de nuestra historia— parece hablarnos, con un mensaje cifrado. Como entonces, nos urge retomar la ruta del crecimiento económico con vocación social. Y como entonces, vivimos perplejos ante un fenómeno que no esperábamos, pero que venía fraguándose —por fatalidad geográfica e irresponsabilidad política— desde hace mucho tiempo: la pérdida de la paz. Necesitamos volver a cavilar sobre ella.
México extraña la paz que perdió. No importa que las violencias del ayer revolucionario hayan sido mucho más generalizadas y mayores que las de ahora. No importa que la violencia no sea, como en Colombia, guerrillera o paramilitar. La paz civil, es decir, la seguridad de las vidas y los bienes en todo el territorio, debe recobrarse. Para lograrlo, sabemos —mejor dicho, deberíamos saber— que a diferencia de los dos antecedentes históricos, México no puede lograrlo mediante la aparición del «hombre que se declare por su exclusiva voluntad señor de hombres» ni a través de la imposible restauración del viejo sistema de partido hegemónico. Deberíamos saber también que la paz no será recuperada con un acto mágico ni con un pacto con el crimen organizado sino con un conjunto ampliamente aceptado de medidas prácticas, arduas y costosas, sostenidas por largo tiempo. La paz entre nosotros ha de reconstruirse además —como pedía Zarco— «sin detrimento del orden constitucional y legal», y con los instrumentos propios de la democracia que son la deliberación y el diálogo. Y ha de reconstruirse, en fin, con un acuerdo histórico entre las representaciones políticas sobre «las grandes reformas económicas que —como decía Martí— dieran animación y bienestar al pueblo».
¿Seremos capaces de aprender de los errores pasados? ¿Seremos capaces de arribar a acuerdos históricos? Los preclaros liberales coincidían en las vías para el progreso y llamaban al crimen por su nombre. Nosotros no coincidimos siquiera en el concepto (ya no digamos las vías) de progreso y no falta quien atenúe la responsabilidad que tiene el crimen organizado en la violencia que padecemos. La discordia política nos mantiene casi inmóviles. Es la misma incapacidad que desató casi todas las violencias de la historia mexicana, la incapacidad para ponernos de acuerdo, incluso en la forma de resolver nuestros desacuerdos. Y esa incapacidad tiene, a su vez, un origen profundo. Me refiero a la intolerancia, que comenzó por ser religiosa y clerical, luego fue jacobina, reaccionaria y revolucionaria, y hoy es ideológica —hija del fanatismo doctrinal— o meramente cínica: defensa sin cortapisa de los intereses creados, privados y públicos.
Esta es la tercera llamada (tercera) para la democracia mexicana. Las experiencias anteriores demostraron que es imposible construirla, consolidarla y sostenerla sin acuerdos y sin tolerancia. Confiemos que esta vez prevalezca el sentido común y se abra paso la concordia que no es uniformidad de pensamientos sino convivencia de pensamientos distintos, valiente resolución para enfrentar el mal y un corazón nacional que no se escinde.
Reforma
*Este texto apareció en el libro "Democracia en construcción, 2006-2016"