Octavio Paz: de la revolución a la crítica
1984, el año en que Orwell situó su profecía, fue significativo para Octavio Paz. Cumplía setenta años y se hallaba en la cúspide de su “pasión crítica”. Ejercía esa pasión sin respiro y sin cuartel. Su adversario principal era el mismo de su contemporáneo Orwell, el totalitarismo, y su credo, como el del inglés, una fina y compleja mezcla de liberalismo y socialismo. La opresión lo indignaba tanto como a la mentira. Su crítica era múltiple: contra las dictaduras del Cono Sur, contra la “democracia imperial” estadounidense, contra el vacío hedonismo europeo, contra el fanatismo religioso, contra la “ideocracia” totalitaria soviética y sus cómplices: los “compañeros de viaje” en Occidente y en Latinoamérica. Pero el sujeto y objeto permanente de su pasión y de su crítica era México, su país, al que había vuelto a 1970 y en el que vivió, a partir de entonces hasta su muerte, desplegando una extraordinaria creatividad literaria, intelectual, editorial y política.
A mediados de aquel año, Paz publicó un importante libro de reflexiones sobre la política y la vida internacional, Tiempo nublado, y desplegó una intensa actividad pública, en la que destacó una serie de televisión titulada Conversaciones con Octavio Paz. Su director, Héctor Tajonar, me invitó a participar en un programa sobre la imagen histórica de México en la obra de Paz. Se me ocurrió entonces iniciar la enésima lectura del libro de cabecera del siglo XX en México: El laberinto de la soledad. Revisé cronológicamente las líneas principales del Laberinto y las comparé con las ideas posteriores de Paz. El resultado fue una suerte de historia oral paralela: por un lado, la biografía de Paz, por otro, la biografía de México según la visión de Paz. Y enmarcando ambas, el turbulento siglo XX.
Heidegger dice en algún lugar que el hombre no puede saltar sobre su propia sombra. Paz fue en muchos sentidos, un profeta, pero se movió dentro de los paradigmas vigentes durante su larga y fructífera existencia. Fiel a la estirpe orteguiana (derivada en parte del historicismo alemán), se empeñó en buscar la “naturaleza histórica” de los países y, dentro de ella, la significación o el “ser” de cada etapa, de cada movimiento. La historia como un laberinto que no sólo admite una indagación de sus significados últimos, sino que de hecho, la reclama para liberarse de sus fantasmas, para ser libre, para salvarse. Esa visión de la historia (y de la visión en la historia) convoca naturalmente a la poesía: “Sin visión poética”, decía Paz, “no hay visión histórica”.
Esta forma de acercarse a la realidad histórica (de parcelarla, evocarla, nombrarla) arrojó diversas interpretaciones a través del tiempo. A veces parecía haber cierta inconsistencia en zonas de su pensamiento histórico, pero se trataba de un pensamiento que volvía incesantemente sobre sí mismo para afinarse y corregirse. Paz fue el primer objeto de su propia crítica, de ahí su vitalidad. Otro aspecto permanente fue la fascinación por la dualidad. Lo atrajo siempre esa noción, no solo en el mundo prehispánico, sino en el género humano. Es una idea rectora de El laberinto de la soledad, por eso eligió como epígrafe una frase de Antonio Machado sobre “la esencial heterogeneidad del ser”. En la conversación con Paz (sostenida en el riguroso trato de "usted” que nunca pude, ni quise, romper), se dio una amistosa esgrima en torno a la dualidad: él la asumía como el hecho más natural, yo intentaba sugerir el riesgo de que, aplicada al conocimiento histórico, la dualidad podía convertirse en ambivalencia o en algo más grave, en contradicción.
Al pasar por la lente de Paz, cada periodo histórico de México es uno… y es otro, su doble y su contrario. “Otredad” esencial: la Conquista es un suicidio y una salvación, el periodo virreinal un orden opresivo y armónico, el liberalismo del siglo XIX una hazaña y una máscara, el Porfiriato un primer intento de modernización y una “simulación” colectiva. Sólo la Revolución mexicana parecía salvarse, disolver la “otredad” colectiva. Pero ¿qué revolución, de entre todas las que estallaron? ¿Cómo conciliar la fe en esa revolución con el régimen autoritario que engendró? ¿Y dónde, en fin, colocar la democracia, tan ajena al “ser” histórico de México, que Paz apenas se refirió a ella en El laberinto de la soledad?
Un pensamiento más lineal y empírico (más liberal) habría subrayado no la dualidad, sino la pluralidad de causas y significados en la historia. Sin rechazar las paradojas u oposiciones reales, las habría sometido un escrutinio más cercano y pausado. Pero Octavio Paz tenía un fondo dialéctico permanente; era su sombra existencial: “Las contradicciones, si son auténticas, puede ser fecundas”. Paz no escribió una historia de México, pero con esa clave concibió una anatomía poética del país.
La visión de paso recuerda la del otro poeta, Robert Graves, enamorado de una historia cuya sustancia última es la verdad, y no necesariamente la realidad. La verdad, en ambas concepciones, tiene que ver con una coherencia de símbolos antes que con los hechos. En el caso de Graves, la verdad eran los mitos bíblicos griegos, en el de caso de Pas —como en la pintura de Tamayo, cosmos de jaguares y serpientes— sólo mitos prehispánicos. Una verdad más allá de la historia. Ésa es la verdad que subyace y se esconde tras la realidad que, a su juicio, revela la Revolución mexicana. Me pareció entonces, y me ha parecido siempre, una visión muy sugerente y poderosa, pero limitada al zapatismo y, por eso mismo, arraigada en la biografía personal de Paz. (Recordemos que su padre fue secretario de Emiliano Zapata.) En la conversación con él traté de tocar estas fibras personales. Esa verdad ¿es la verdad? Lo era para Octavio Paz en 1984.
Cuando, diez años después, el neozapatismo surgido en Chiapas tomó esa misma idea (como si el subcomandante Marcos fuese un guerrero cuya Biblia fue El laberinto de la soledad), lo asaltó la perplejidad: esa verdad estaba bien en las páginas de su libro (como recurso de la imaginación o llamado moral), pero no como bandera revolucionaria en México que, a finales del siglo XX, necesitaba modernizarse con una urgencia. Paz, con toda razón, veía demasiados resabios marxistas en el movimiento neozapatista y en sus simpatizantes. Y, sin embargo, los rebeldes de Chiapas vindicaban la vuelta a la tradición que Paz había defendido tanto y —un punto central— eran indígenas mayas, indígenas puros, no sólo campesinos mestizos como los zapatistas en 1910. Fue así como Octavio Paz, al final de su vida, se enfrentó con el rostro cruel de la dualidad. “Hay que corregir el liberalismo con el zapatismo”, apuntó en nuestra conversación. Murió en 1998 pensando que había que “corregir el zapatismo con el liberalismo”.
ENRIQUE KRAUZE: México ha sido para usted objeto de pasión, contemplación, reflexión y crítica. Pero su obra no es la de un historiador que registra o recrea una época, sino la de un poeta que se pregunta por el sentido de la historia. Para usted la historia es un texto que hay que descifrar, cada etapa esconde un signo, un significado, una clave. Su historia no es una historia, es una versión de la historia. Su obra no es estática, porque no pienso ahora lo que pensaba en 1950 y, por momentos, parecía incluso que piensa cosas opuestas a las de entonces. Su obra dedicada reflexión histórica que tiene la misma consistencia que su poesía. En la terminología de Ortega y Gasset, las ideas pudieron cambiar, pero no las creencias. A mí me gustaría que esta plática fuese una historia paralela: por un lado, su historia personal y, por otro, su visión de la historia de México
OCTAVIO PAZ: Se trata, en efecto, de dos evoluciones paralelas. Yo nunca aspiré a ser un historiador, sino que, como mexicano, me pregunté qué hacía yo en este país, qué sentido tenía que ser mexicano hoy, en el siglo XX, cosa que me llevó a otra pregunta: ¿qué significa México en nuestra época? Siempre pensé que la reflexión sobre uno mismo colinda de alguna manera con la reflexión sobre la historia del país al que pertenecemos. A su vez, la historia de la nación de la cual somos miembros es parte de la historia universal. Nunca he creído que haya historias nacionales; siempre he creído que la historia era universal. Y por eso, cuando escribí aquel librito, El laberinto de la soledad, la palabra “soledad” tenía una significación claramente histórica: estar solos en el tiempo es estar solos en historia. Por lo que los demás, esté quizás el destino de todos los hombres y de todas las naciones.
Lo contrario de la soledad es, precisamente, la comunión. Leyendo El laberinto de la soledad muchos años después de que se escribiera, llegué a la conclusión de que para usted la Nueva España es el lugar histórico de una comunión, el lugar de donde, como dice usted: “Todos los hombres y todas las razas encontraron sitio, justificación y sentido”. El pueblo crea entonces formas religiosas, estética, éticas, es decir, una cultura que le ha dado fuerza en los siglos de penuria. Tiene usted en este momento una visión positiva del orden virreinal como una vida congruente y auténtica. Para usted, me parece, ése es el momento de nuestro origen.
Continúo glosándolo, ahora con respecto al siglo XIX: “La independencia se define como un nacimiento de espaldas y la Reforma es la culminación de la Independencia en que se funda México mediante una triple negación: la negación del pasado indígena, la de la herencia española y la del catolicismo. Lo que afirma esa negación: los principios del liberalismo, la igualdad la libertad, son ideas de una hermosura precisa, estéril y, a la postre, vacía. Ideas sin contenido histórico concreto”. Entonces pareciera que la Independencia y la Reforma sean una etapa en donde la historia mexicana fuese como ya un río que fuera de cauce. Me gustaría contrastar esa visión de 1950 con la que usted tiene ahora.
Vayamos por partes. Usted me pregunta algo complejo, difícil. En primer término, tendría que explicarle por qué vi en la Nueva España la imagen del orden y por qué el orden me pareció un valor que había que rescatar. Desde un punto de vista puramente biográfico, es muy simple. Después de todo, yo soy un liberal. Nací en el liberalismo, soy hijo de liberales y mis primeras lecturas fueron los enciclopedistas franceses y los liberales mexicanos. Así pues, por fatalidad familiar, pero también por origen y por vocación histórica, soy liberal. Pero nací en el gran desorden que fue, y ha sido, el siglo XX: guerras mundiales, conflictos civiles, quiebras del capitalismo y la democracia. Nací, en y con la crítica moderna, la de los revolucionarios y la de los conservadores, al mundo moderno. Por todo esto, los de mi generación sentimos nostalgia por lo que he llamado, sin mucha precisión, el orden. Nostalgia a veces llena de horror, porque ese orden fue muchas veces el orden de la injusticia y el despotismo. En la Nueva España fue una ortodoxia y una Inquisición. Así que en mi relación con ella había nostalgia por un orden vivo, social y espiritual, y reserva ante una sociedad jerárquica, con un sistema de privilegios y ausencia de libertad y de crítica. Por una parte, comunidad de creencias y valores, por la otra, una sociedad cerrada. No habría sentido esa nostalgia reticente y mezclada de aprensión si no hubiera sido un liberal..., pero un liberal decepcionado por las sucesivas crisis del primer tercio de este siglo. Ésta es la explicación de orden psicológico de mi ambivalencia frente al liberalismo y frente a la Nueva España.
Además, está el punto de vista histórico. Sí, creo que el liberalismo del siglo XIX fue una triple negación: negación del pasado indígena, negación del pasado español y negación del catolicismo. La síntesis precaria e injusta de la Constitución liberal de 1857 no podía, por sí sola, suscitar el nacimiento de un nuevo orden, una nueva sociedad y una civilización. El proyecto liberal demolió muchas instituciones del pasado, casi siempre con razón. Inauguró la separación entre la Iglesia y el Estado, suprimió muchos privilegios y quiso establecer la igualdad política de los hombres. Eso es admirable, pero México había tenido antes una revolución bastante más profunda que la del liberalismo.
En el siglo XVI, México cambia de civilización con ese gran hecho terrible que fue la Conquista; con ella comienza la evangelización, la introducción del cristianismo. El cambio del politeísmo al cristianismo fue, no menos, sino más profundo que la revolución liberal de Juárez. Abandonar a los dioses por el monoteísmo cristiano fue un paso mucho más radical que cambiar el orden católico por el liberal. El cristianismo penetró profundamente en la conciencia de los mexicanos. Fue fértil. Y si negó el mundo indígena, también lo afirmó, lo recogió, lo transformó y creó muchas cosas. Fue muy fecundo en el campo de las creencias y de las imágenes populares. Una de las grandes creaciones de la imaginación poética mexicana es la Virgen de Guadalupe. Y eso fue posible gracias a esta síntesis del mundo prehispánico y del cristianismo... Yo no encuentro esta fertilidad en los liberales. Fueron admirables, pero su revolución fue la de una minoría de la clase media y de sus intelectuales. Cambió las leyes y las instituciones; no logró cambiar al país profundo.
Supongo que no hay que temer a las contradicciones o a las incongruencias en las que uno recae, o al menos puede examinarlas, si es que son eso. Me explico: por una parte usted ha predicado continuamente la necesidad de volver a nuestras raíces novohispanas; por otra, lamenta usted —como un pecado capital— la falta de una tradición crítica y liberal entre nosotros. Estas dos afirmaciones son, o más bien pueden ser, contradictorias.
Creo que las fallas de nuestra tradición liberal —teñida de dogmatismo y jacobinismo— se deben a que nuestra Ilustración —hablo de la española— fue débil y derivada. El siglo XVIII de la cultura hispánica no fue un gran siglo, como lo fueron el XVIII inglés, el XVIII francés y el alemán. Tuvimos antes a un Cervantes, un Calderón, una Juana Inés de la Cruz, pero en el siglo XVIII no tuvimos a un Kant, un Hume, un Voltaire, un Rousseau... Pero lo que yo quería decir es otra cosa. ¿Por qué la negación de los liberales no logró recrear mitos ni crear imágenes o una cultura nueva?
La Revolución en Francia fue la heredera de una tradición intelectual propia. Esa tradición no existía en la cultura española. Nosotros la adoptamos, nos apropiamos de ella por un acto de conquista intelectual. No hubo un Voltaire, un Rousseau, un Hume ni un Kant porque tampoco hubo sociedad moderna. La ideología de la Enciclopedia correspondía a la ideología de una nueva sociedad y de una clase social que estaba decidida a cambiar el mundo. Había una burguesía (hubo varias, y hablar de una burguesía es simplificar), hubo varios grupos sociales y una voluntad de cambiar el mundo. Y, sobre todo, cuando se hizo la revolución política en Francia, ya se habían hecho la revolución económica, la revolución de las costumbres, la de la sensibilidad y la de la sexualidad. Piense usted lo que fue la sociedad europea en el siglo XVIII, piense en Sade, Laclos, Diderot. En realidad, la Revolución francesa es la consagración política de una profunda transformación social, cultural y económica. En Estados Unidos tenemos el otro gran modelo de los liberales mexicanos. Allá el fenómeno es mucho más claro; la Revolución de Independencia de los Estados Unidos la hacen grupos modernos y que encarnan la modernidad. Realizan lo que estaba ya en el aire: el destino del país. En México, en cambio, los liberales son una minoría intelectual que debe luchar contra un pasado hostil y también contra una realidad económica, cultural, moral y social sin relación con la modernidad. En México no había verdadera burguesía y... en fin, no existían ni social ni políticamente los antecedentes que había en Estados Unidos y en Francia, o en Inglaterra y en Holanda.
Usted, en sus escritos más recientes, parece aproximarse precisamente a ese liberalismo.
Cuando escribí El laberinto de la soledad sentía la necesidad de rescatar la Nueva España y lo que llamaba —de un modo inexacto, probablemente— el orden. Hay que pensar que, en aquella época, todos nosotros, hijos de la gran crisis del capitalismo en el siglo XX, sentíamos nostalgia por el orden. Algunos de mis amigos sintieron gran inclinación por el comunismo, porque la Unión Soviética era la imagen misma del orden. Otros hablaban de orden y pensaban en Mussolini e, incluso, en Hitler. La palabra orden, en los años treinta y cuarenta, tenía una vibración especial. De nuevo, orden en el sentido de comunidad de valores. Orden: comunión: comunismo... Pero volvamos a nuestros liberales del XIX: se encontraban frente a un dilema terrible: estrellarse o admitir el triunfo de la realidad. El triunfo del principio de realidad se llamó el Porfiriato...
Precisamente, usted se refiere a la nostalgia del orden en El laberinto de la soledad, pero, si hay un momento de orden, paz y progreso en este país, es durante el Porfiriato.
Mi idea del orden era orgánica, una armonía entre las creencias, las ideas y los actos. Pensaba, como arquetipos, en los momentos de mediodía de las civilizaciones, esas épocas de armonía... En cambio, en el Porfiriato encontramos un divorcio absoluto...
Entonces, si para usted la Nueva España es el lugar histórico de una comunión, y la Reforma liberal es el lugar histórico de una triple negación, el porfirismo ¿sería el lugar histórico de una simulación? ¿Cuál, es, en definitiva, su visión del Porfiriato?
En cierto modo, sigo pensando lo mismo que en aquella época, aunque, claro está, como en el caso del liberalismo, mi visión ha cambiado un poco. Lo importante, creo, no es negar; lo importante es explicar. Sigo pensando que el porfirismo fue el triunfo del principio de realidad. El Porfiriato no fue una dictadura de los conservadores mexicanos; fue la dictadura de los liberales, de los herederos del liberalismo. Una fracción del liberalismo tomó el poder y lo ejerció durante treinta años. El Porfiriato, en el ámbito de las ideas, modificó de una manera sustancial el liberalismo, porque cambió la doctrina clásica liberal por el positivismo. De un modo mucho más profundo, más total que el liberalismo y, además, con la máscara de la ciencia, el positivismo negó al mundo novohispano y al mundo indígena. O sea, a las dos grandes construcciones que hoy enorgullecen a los mexicanos. Pero en el siglo XIX parecía un infortunio haber sido primero indios y luego españoles. Después, el Porfiriato tiene una contradicción muy grande: por una parte busca la modernización, y en esto es heredero no solamente de Juárez, sino también de los españoles ilustrados del siglo XVIII; por otra parte, con la venta de los bienes de la Iglesia (que data de la época de Juárez) y con la destrucción de la propiedad colectiva de los pueblos mexicanos, nace y se fortalece una clase de latifundistas. Hay entonces una contradicción entre el propósito de modernización del Porfiriato y la realidad del latifundismo. Encontramos lo mismo en la política exterior: por una parte, Porfirio Díaz es un nacionalista y se enfrenta varias veces a Estados Unidos...
Mi opinión, Octavio, es un poco distinta. Creo que el Porfiriato modernizó a México en todos los aspectos salvo en el político y el agrario. Esta modernización "coja", por así decirlo, continúa en la Revolución y hasta nuestros días con el PRI y el ejido. Por otro lado, creo, en efecto, que lo más rescatable de la era porfiriana es su política exterior.
Exactamente. Pero, junto a eso, está su política económica de entrega al capital extranjero. Ésta es otra gran contradicción. Pero esas contradicciones son las contradicciones del país y las del propio liberalismo transformado en Porfiriato. La contradicción más grande fue política: la existencia nominal de una república democrática gobernada por un dictador durante treinta años. Sin embargo, yo no condenaría ahora al porfiriato. Creo que en él está el origen de muchas cosas buenas. Por ejemplo, Teodoro González de León, el arquitecto, me decía que los primeros intentos por rescatar y usar las formas indígenas en el dominio del arte moderno, sobre todo en la arquitectura, no se encuentran en el periodo revolucionario, como se cree generalmente, sino en la época porfiriana. Éste, y otros parecidos, son temas que deberíamos volver a pensar y a examinar... Finalmente, algo que no está en El laberinto de la soledad y que señalo en El ogro filantrópico: el Porfiriato es la primera tentativa en serio, desde el poder, de modernizar al país. Sí, hay que recordar a los virreyes ilustrados de Carlos III y, después, a Juárez. Los primeros no lograron sino comenzar. En cuanto a Juárez, se encontró con un Estado débil, terriblemente pobre. Un Estado que había sido saqueado y que, además, había sufrido mucho con la guerra civil y las dos guerras extranjeras. Porfirio Díaz fortalece al Estado mexicano. El actual Estado mexicano está ya en el Porfiriato.
Pero niega el liberalismo clásico...
Los liberales querían una sociedad fuerte y un Estado débil..., relativamente débil. Así pues, Díaz fortalece al Estado y lo convierte en el agente de la modernización. Aquí encontramos otra gran contradicción, pues al mismo tiempo él es un jefe, un caudillo. ¿Y qué hace? Continúa el patrimonialismo de la Colonia. He hablado de la parte positiva de la Colonia, pero podríamos hablar de la parte negativa. Por ejemplo, la herencia del régimen patrimonialista. Maquiavelo dice que hay dos tipos de gobierno, dos maneras en las que un príncipe puede gobernar a su país. La primera es cuando el príncipe gobierna con los barones, con sus iguales en la sangre. Esto se llama ahora feudalismo. El otro régimen es la monarquía absoluta, en el cual el príncipe gobierna la nación como si ésta fuera su casa y pone como ministros y ayudantes a sus parientes, a sus amigos, a sus esclavos...
Todo eso me suena familiar.
Esto fue una realidad en Europa en los siglos XVI, XVII y XVIII. El Estado moderno, en el siglo XIX, acaba con ello. En México se prolonga, Juárez intenta acabarlo, Lerdo también; Porfirio Díaz lo resucita. Y el patrimonialismo sigue siendo uno de los aspectos más porfirianos de la Revolución mexicana.
Yo tengo una curiosidad biográfica. Su abuelo, Ireneo Paz, ¿en qué sentido fue porfirista? Su abuelo fue porfirista y antiporfirista...
Como tantos mexicanos.
¿Por qué una cosa y después la otra?
Creo que fue el dilema de su generación. Él era joven cuando retomó la República, y todo un grupo de jóvenes, entre ellos Porfirio Díaz, no encontró acomodo en el nuevo régimen. Hubo un pleito de generaciones. Pero mi abuelo era liberal. Atacó a Juárez y a Lerdo porque le parecía que no eran bastante liberales y —he aquí la contradicción— terminó apoyando a Díaz durante años y años...
Para usted, la Revolución mexicana es el lugar y el momento histórico de una revelación. La historia de México es la de un pueblo que busca una forma que lo exprese. Con la Revolución, el mexicano encuentra esa forma. Ahora permítame citar un párrafo escrito por usted, uno de los más hermosos de la literatura mexicana: "Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido de alegría y desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado. Nuestra Revolución es la otra cara de México, ignorada por la Reforma y humillada por la Dictadura. No la cara de la cortesía, el disimulo, la forma lograda a fuerza de mutilaciones y mentira, sino el rostro brutal y resplandeciente de la fiesta y la muerte, del mitote y el balazo, de la feria y el amor, que es rapto y tiroteo. La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un sacar al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esa sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano". ¿Qué piensa usted ahora de este concepto de la Revolución? Desde un punto de vista psicológico, ¿no le parece a usted demasiado cercano al zapatismo de su padre? ¿Qué tiene que ver esta revolución con la de Obregón y Calles? Y, hablando de la manera en que los románticos alemanes entreveraban poesía e historia, como si tuvieran la misma sustancia, ¿no hay aquí, finalmente, una suerte de distorsión poética de la historia, una visión surrealista subyacente? Y en esta reconciliación de México consigo mismo, ¿no hay además la premisa de un supuesto fin de la historia?
Usted me ha hecho tres preguntas y las tres son muy difíciles. La primera es de tipo biográfico: ¿es demasiado zapatista mi visión de la Revolución? No lo creo. La Revolución es el momento en que nuestro pueblo busca la forma política e histórica que lo exprese. No es el momento en que los mexicanos encuentran esa forma, sino en el que se deciden a buscarla o a inventarla. ¿Y por qué? El orden de la Nueva España fue un orden impuesto, un orden español, no un orden nuestro. La negación del orden novohispano de los liberales tampoco fue mexicana, fue la adopción de una filosofía universal en una circunstancia concreta: México en el siglo XIX. El Porfiriato y la filosofía positivista fueron también la adopción de ideas universales. La crisis revolucionaria mostró que el pueblo mexicano estaba huérfano de esas ideas madre que simultáneamente fundan, alimentan y forman a una sociedad. Ante la petrificación o la invalidez de las ideas que le habían dado una raison d'étre, el pueblo mexicano busca, instintivamente y casi sin ideas, nuevas formas. No afuera, como antes, sino dentro de sí. Éste es el sentido profundo, para mí, de la Revolución mexicana. No las encontró, pero se conoció a sí mismo... Veo que la explicación biográfica se mezcla en este caso con una explicación de orden general.
La relación entre poesía e historia: sí son dos cosas distintas, pero hay un momento en que se cruzan. Un gran historiador dijo que los historiadores son profetas del pasado. Yo cambiaría un poco la frase: los historiadores son los poetas del pasado. Sin visión poética no hay visión histórica. Y esto se ve en todos los grandes historiadores, lo mismo en los griegos y latinos que en Vico y en Michelet. También Marx ve la historia con ojos de poeta y no solamente de economista o de historiador. En cuanto a mí, no soy historiador, pero sí un hombre que vive profundamente la historia. Para los hombres del siglo XX la forma del destino, y aun de la poesía, es la historia.
Finalmente, sí, la Revolución fue una fiesta. Ahora advierto algo que habría que añadir: las revoluciones son fiestas, pero son también resurrecciones de lo más antiguo de una sociedad. En general, se piensa en la Revolución como un proyecto de futuro. Sin embargo, en las revoluciones hay la aparición de lo otro: la revelación del rostro escondido de un pueblo.
Por esto mismo subrayo su visión zapatista de la Revolución: una especie de rebelión y de revelación de la realidad mexicana en el estado de Morelos. Y lo que allí se revela y se rebela no es sólo la realidad colonial sino algo incluso anterior, ¿verdad?
Anterior, claro: la realidad del mundo prehispánico.
Esto es, justamente, la revolución zapatista. Pero ¿y las otras revoluciones mexicanas? La de Villa, la de Obregón, la de Calles...
Creo que la revolución de Villa también es fiesta: revelación de lo escondido y enterrado. El villismo es, como aquel capítulo de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, "La fiesta de las balas". También en la Revolución francesa, y en todas las grandes revoluciones, aparece ese elemento trágico de la fiesta, en el sentido más profundo de la palabra fiesta: resurrección de lo más antiguo.
La Revolución nunca es una. No nos dábamos cuenta antes, pero hoy lo perciben cada vez con mayor claridad los historiadores modernos. Francois Furet ha mostrado que hubo varias revoluciones francesas: la de los intelectuales y la de los burgueses, la de los pobres (los sans-culottes) y una revolución anticapitalista, antimodema y antiliberal, la de los campesinos monárquicos en contra de la Revolución. Y así como hubo varias revoluciones francesas, hubo varias revoluciones mexicanas. La revolución democrática de Madero, que trata de rectificar el Porfiriato con un régimen liberal y que en el fondo quiere volver a la Reforma (y ésa es una revolución que todavía los mexicanos no hemos realizado, que está por hacerse y que tal vez estemos en vías de hacer). Después, tenemos la gran revolución de la modernización de México, es decir, la revolución de Obregón y Calles. La de Carranza, la del nacionalismo. Y por último está la antirrevolución, la revuelta de los que no quieren cambiar el país, sino volver al principio, al origen, permanecer: los zapatistas, la gran revuelta mexicana.
Yo quisiera dejar sentado el hecho de que en 1950, cuando publica usted El laberinto de la soledad, ésta es su imagen de la Revolución mexicana: una imagen básicamente zapatista.
Una imagen que es una interrogación. Un escritor siempre adivina a medias. Nunca es dueño de lo que escribe. Lo que vamos escribiendo nos va iluminando, por lo menos en mi caso. No sé lo que voy a decir, sino una parte de lo que voy a decir. Y cuando leo lo que acabo de escribir, me doy cuenta de que, sin saberlo, fui más allá; la pluma me va guiando y así llego a conclusiones diferentes de las que, acaso, preveía al principio. En lo que entonces escribí sobre México, está la idea de la vuelta al origen: el zapatismo. Y enfrente está la idea de la modernización. Dos ideas contradictorias pero que son la contradicción misma de México y de cada uno de nosotros. Las contradicciones, si son auténticas, pueden ser fecundas. Creo que en México sigue viva la herencia zapatista, sobre todo moralmente. En tres aspectos. En primer lugar fue una revuelta antiautoritaria: Zapata tenía verdadera aversión por la silla presidencial. Y esto es fundamental. Hay que rescatar la tradición libertaria del zapatismo. En segundo lugar, fue una revuelta anticentralista. Frente a la capital, frente a dos milenios de centralismo (es decir, desde Teotihuacan), el zapatismo afirma la originalidad no sólo de los estados y las regiones, sino incluso de cada localidad. Este anticentralismo es también muy rescatable. Y, por último, el zapatismo es una revuelta tradicionalista. No afirma la modernidad, no afirma el futuro. Afirma que hay valores profundos, antiguos, permanentes. Estos tres aspectos del zapatismo siguen vigentes en este final del siglo XX mexicano... La revolución que triunfó, la de Obregón y Calles, fue en realidad un compromiso histórico, como se dice ahora, entre el Porfiriato y la democracia. La invención del Partido Nacional Revolucionario, que hoy se llama Partido Revolucionario Institucional, fue un gran acto de imaginación política. Le dio al país la oportunidad de no caer en el cesarismo revolucionario y, al mismo tiempo, de escapar de la guerra civil y los pronunciamientos, como ha ocurrido en el resto de América Latina. No tuvimos una dictadura, sino el monopolio político de un partido, después convertido en "clase política". Este remedio a una enfermedad endémica nos dio un largo respiro, y ahora quizá permitirá el tránsito hacia una auténtica democracia.
Quisiera volver al motivo biográfico. En el poema "Canción mexicana" cuenta usted de su abuelo liberal que, en las sobremesas familiares, hablaba de las batallas de la guerra de Reforma, y de su padre, que le hablaba de Emiliano Zapata. El poema termina con estas palabras: "¿Y yo, de qué puedo hablar?" Me pregunto: ¿cuál es el compromiso de Octavio Paz? Yo creo que hay en usted una doble raíz, libera/y zapatista. ¿Con cuál se queda, de cuál «querrá hablar»?
Yo creo que hay que corregir al liberalismo con el zapatismo.
¿Es posible esto?
Durante los últimos treinta años, México ha intentado, con éxito a veces, modernizarse. No lo hemos hecho tan mal, pero ya no podemos ir más allá. Ahora está claro que el PRI, o estalla o se democratiza. Ése es el dilema, a mi juicio. México necesita más democracia... También, en el caso de la economía, la modernización tiene un límite. Hemos visto las consecuencias de la modernidad en los países desarrollados, y no queremos ese tipo de modernización para México. La modernidad necesita el correctivo del tradicionalismo; por eso es importante la idea de volver a proyectos más modestos y humildes. Debemos pensar en todos nuestros grandes fracasos, en los últimos años, en materia económica y social. Han sido los años de la desventura. Hemos querido demasiado y demasiado pronto, hemos administrado mal nuestra riqueza.
Sigamos con el itinerario histórico-biográfico posterior a la publicación de El laberinto de la soledad. En los años cincuenta usted empieza a preocuparse por la brecha del subdesarrollo. Y me parece advertir entonces una especie de pasmo. Por una parte, sospecha que no hay ni habrá revoluciones en los países desarrollados. Por otro lado —admite usted en 1959— no se puede optar por el modelo soviético, porque la acumulación se hace a costa de una cuota enorme de dolor y servidumbre humana. Entonces todo parece, dice usted, una enorme equivocación. "Hemos perdido la fe en la razón y en las utopías". En ese momento, no obstante, todavía conserva usted cierta fe en el surgimiento de una serie de revoluciones periféricas. A mediados de los años sesenta, siente usted el impulso de preguntarse de nuevo: "¿Qué es la revolución?"
Es muy interesante todo esto que ha dicho. Me obliga a reflexionar. Debo contestar de un modo histórico y de un modo biográfico. Escribí El laberinto de la soledad después de la segunda guerra mundial. Como tanta gente de mi generación, fui marxista... O estuve cerca del marxismo, aunque tenía mis dudas. Por ejemplo, nunca pensé que el arte fuese una superestructura. Pensaba que había realidades que el marxismo no tocaba: la muerte, el más allá y otras realidades importantes para la persona íntima. Pero, en fin, yo creí, como tantos, que habría una revolución, según Marx lo había predicho, en los países desarrollados. Pronto me di cuenta de que no sería así, y de que no había ya probabilidades para esa revolución. Si hubiese habido una revolución en las naciones desarrolladas, todos los problemas históricos de los países que llamamos, inexactamente, subdesarrollados —los países de la periferia— no existirían. Todo se habría resuelto con el advenimiento del mundo socialista. No fue así. Marx se equivocó radicalmente. En cambio, en un imperio atrasado, en un extremo de Occidente, pero que tampoco era un país totalmente subdesarrollado —puesto que había creado una industria, una gran literatura y una ciencia importante—, en Rusia, había triunfado una revolución. Sólo que esa revolución se había petrificado y se había convertido en algo completamente nuevo en la historia, en algo que no era ni capitalismo ni socialismo. Ya en esos años me había empezado a preocupar —aunque sólo toqué el tema de paso, en la segunda edición de El laberinto— problema de la naturaleza histórica de la Unión Soviética. Es un nuevo animal social y político. Es un Estado nuevo: no se parece a los Estados de la Antigüedad, ni al Estado socialista que pensó Marx. Nadie, que yo sepa, previó su aparición en la historia. Éste es el gran problema al que me enfrenté y con el que he dialogado toda mi vida.
En el ensayo "Revolución, revuelta, rebelión", publicado en Corriente alterna (1967), alude usted a la existencia de dos figuras históricas: el reformista, que busca lo mismo que el revolucionario, pero por vías no violentas; y, lo que es más interesante en este perfil biográfico, el rebelde individual: el inconforme. Luego llega el año axial de 1968. Y para mí, 1968 es, en usted, el momento de una rebeldía individual un acto de solidaridad con una generación de jóvenes que debieron de recordarle, nostálgicamente, las pasiones revolucionarias de su juventud.
Me reconocí de tal modo que... Vivíamos en la India. Como en aquel verano de 1968 hizo mucho calor, mi mujer y yo nos fuimos a un pequeño pueblo del Himalaya. Me llevé un aparato de radio con el cual podía oír lo que pasaba en París, y así seguí la rebelión de los estudiantes parisinos con una emoción increíble. Pensé que, si había fusión entre el movimiento estudiantil y la clase obrera, Marx no se había equivocado: podría ser el principio de la revolución en Occidente. Pero no hubo esa fusión y mis esperanzas fueron vanas.
En ese momento de 1968 se tendió un arco de solidaridad entre generaciones, por más que fuera efímero. Unos meses después, escribe usted Posdata, donde hace una lectura de lo sucedido en 1968, y hay palabras nuevas en su "discurso" —para usar la pedantísima expresión de los teóricos franceses—, y una de ellas es la palabra —democratización—, la gran bandera que guío al 68. Habla también de la búsqueda de otro modelo de desarrollo y la designa como la gran tarea de nuestro tiempo: "La carrera del desarrollo es mera prisa por condenarse". Y la gran novedad, la palabra crítica. Entonces, la primera crítica es un mensaje a los estudiantes con tentaciones autoritarias. Porque había esa doble cara, ¿verdad? Usted sabía que ese impulso antiautoritario podía convertirse fácilmente en la tentación contraria. Dice usted: "Toda revolución sin pensamiento crítico, sin libertad para contradecir al poderoso, para sustituir pacíficamente a un gobernante por otro, es una revolución que se derrota a sí misma".
Hablaba desde mi experiencia de las revoluciones del siglo XX, de la rusa a la cubana.
Veo allí un tránsito que desemboca en un descubrimiento: el de la crítica. Vuelve usted a ver a México y lo ve en forma de una pirámide. La "Crítica de la Pirámide". Me parece que es usted el primero en utilizar el arquetipo de la pirámide azteca para explicar la vida mexicana en todos sus órdenes, sobre todo el político. "La crítica", concluye usted en su libro Posdata, es el aprendizaje de la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo». Pregunto, en conclusión: ¿por qué nació la fe en la crítica? ¿Es ésta un reducto o una fe?, ¿una apertura o una última trinchera? ¿Se ha "curado" usted de fantasía?
No sé si estoy curado de fantasía. Nadie puede estarlo y ¡ay de nosotros si nos curáramos totalmente de la fantasía! Pero me pregunta usted si la crítica fue un último reducto. Creo más bien que fue producto de una evolución. Nació en mí cuando descubrí la dualidad entre la revuelta —que me parece legítima y sana— y la revolución propiamente dicha, que termina siempre en la guillotina, en el terror, en la GPU, en el Gulag. Después: ¿por qué la exaltación de la rebeldía? Porque soy un poeta, o quiero serlo, y pertenezco a la tradición de la poesía moderna, que es una tradición de rebeldía frente a la sociedad contemporánea y sus dos espejismos: el conformismo religioso y el conformismo revolucionario. De ahí mi exaltación de la rebeldía. La rebeldía me lleva a simpatizar, por una parte, con los estudiantes, con el movimiento juvenil; por otra, me lleva a la crítica y a redescubrir a los liberales a los que hacía diez o quince años había criticado (no sin justicia, pero quizá de un modo unilateral). Para mí fue capital esta recuperación del liberalismo. En cuanto a la palabra clave, "democratización", quise aplicar a los sucesos de México en 1968 lo que había pensado siempre: en un fenómeno histórico hay aquello que vemos, lo más superficial, y luego las fuerzas secretas que lo mueven. Lo que hacían los estudiantes era repetir la fraseología revolucionaria del siglo XX, pero esto no era lo esencial. Lo esencial —y por esto los escuchó el pueblo mexicano— era que hablaban de democracia. Dándose o no cuenta de ello, retomaban la vieja bandera liberal de Madero. ¿Por qué? Porque se trata de una revolución que en México no se ha hecho. Hemos tenido la revolución de la modernización, la revolución zapatista, muchas revoluciones, pero hay una revolución inédita.
Entonces, queda claro que usted se ha acercado ahora a la primera revolución mexicana, la democrática, la liberal, la maderista. Muy lejos ya de las premisas antiliberales de El laberinto de la soledad.
¡Claro! Porque el proyecto de modernización social y económica es imposible sin la democracia. Si no podemos criticar al gobierno, si no podemos decir: "En esto haces bien, pero en esto haces mal; estas medidas tuyas son buenas, pero estas otras son malas", no tenemos posibilidades de enmienda. Y sobre todo: si el gobierno no nos oye, si el Estado no oye al pueblo, la modernización es una farsa, una manera de esclavizar a la gente, como ha ocurrido en Rusia. Modernidad, para mí, significa más y más democracia y libertad de crítica. Para esto es fundamental el pluralismo. Fui uno de los que introdujeron esa palabra e incluso hicimos una revista llamada Plural. Ahora todo el mundo habla de pluralismo y me gusta, está bien, pero ese pluralismo hay que realizarlo realmente. Sin pluralismo no hay modernidad.
*Este texto forma parte de Travesía liberal