Odios teológicos
Explicar la guerra es explicar al hombre -misión imposible-, pero conozco una sencilla anatomía para describir sus motivos. Parte del cerebro: los hombres matan por las ideologías pero no por las ideas puras (Kant nunca ha producido un casus belli). Mueren por razones del corazón, por amor sentimental a la patria o la libertad (Byron estaba en lo cierto). Matan por apetitos, por codicia o hambre de territorios, recursos, o por el hambre misma (Marx también tenía razón). Las vísceras abrigan, en efecto, mortíferas pasiones raciales, regionales, nacionales (Nietzsche resultó el profeta mayor del siglo XX). Y finalmente, matan desde aquella zona oscura en la que otro certero profeta (Freud) radicó los impulsos primarios y opuestos de Eros y Tánatos. El esquema funciona: las revoluciones de independencia en América y la revolución francesa, las revoluciones sociales y socialistas, las guerras civiles (norteamericana, española), las dos guerras mundiales, las guerras de los Balcanes y la de Troya ocurrieron dentro de ese marco "corporal". Pero hay una dimensión que engloba todos los órganos y facultades, los rebasa, exacerba y desquicia: la religión.
El actual régimen Talibán -practicante de todos esos impulsos, represivo de su propia población femenina, guardián de la limpieza étnica, creyente en la Guerra Santa- no es representativo de la gran civilización islámica a la que Occidente debe buena parte de su legado científico y humanístico; tampoco del imperio turco-otomano que fue tolerante con sus minorías cristianas y judías. "Pero la Edad Media -explica el historiador Fouad Ajami- está muy lejos y explica poco." A su juicio hay dos factores decisivos en la revuelta del mundo islámico: la podredumbre política de sus gobiernos autoritarios, impermeables a la democracia, y la impresionante explosión demográfica. Son 250 millones de personas, constituyen la mayoría en el centro y el norte de Africa, en buena parte de Asia hasta Indonesia, y tienen enclaves crecientes en Europa Occidental. "Híbridos entre dos mundos -agrega Ajami- miles de jóvenes errantes cruzan los mares y penetran en el corazón de Occidente sin posibilidades reales de integrarse a él. Han dejado atrás otras multitudes juveniles, igualmente enardecidas y frustradas. ¿A dónde voltean? Algunos se sienten atraídos por el mito de Bin Laden, pájaro o fiera en libertad que no responde a los dictados de ningún estado. Voltean a la fe, pero la fe ha sido secuestrada por los guerrilleros y los gobiernos. Todos afilan sus espadas."
Tal vez la Edad Media esté muy lejos. Seguramente hay mucha mistificación en torno a la cultura islámica de la guerra. Pero el hecho palpable es que las autoridades espirituales del Islam no han condenado el ataque a Nueva York y a Washington, ni han desautorizado las proclamas de Bin Laden que, sin ser él mismo un clérigo, desde hace dos años (contra indicaciones expresas de las escrituras islámicas) decretaba la licitud de la guerra santa contra poblaciones civiles indefensas en Occidente. Al margen de un determinismo fácil, hiela la sangre leer -con ese espíritu- algunas proclamas atribuidas a Mahoma: "En el Islam hay tres reinos, el bajo, el alto y el altísimo. El bajo alberga a la generalidad de los musulmanes, aquellos que dicen 'soy musulmán'. En el alto los hay de méritos diversos, algunos mejores que otros. Pero el altísimo es el de la jihad en nombre de Dios, y a él sólo los mejores acceden." (Al-Muttaqi, citado por Bernard Lewis en Islam, Harper Collins, Vol. 1, 1974.).
Como observó Ibn Jaldún (ese remoto Toynbee del siglo XIV), la historia del Islam se mide en ciclos y ritmos de larguísima duración. Ha sido, también, una historia surcada constantemente por la guerra. En la raíz de toda guerra, escribe, está "el deseo de venganza": "inicuo y perverso" si lo mueve el espíritu de agresión o de envidia, pero "justo y santo" si "busca castigar a los enemigos de Dios y su religión" (Ibn Jaldún, Introducción a la historia universal, Al-Muqaddimah, Fondo de Cultura Económica, p. 493). Luego del ciclo de esplendor y decadencia que duró ocho siglos y cubrió una ancha franja desde el Asia menor hasta España, siguió el ascenso y repliegue del imperio turco-otomano, que duró otros cuatro. En 1920 pareció anunciarse la relegación definitiva del poderío islámico, con dos salvedades importantes: la reacción árabe y palestina al establecimiento de Israel y la importancia creciente de su riqueza petrolera. En 1973, ambas convergieron en un proceso de afirmación nacional y regional frente a Occidente que, sin embargo, no parecía esconder tintes religiosos. De pronto, a fines de los setenta, ocurren dos hechos axiales: la llegada al poder del Ayatollah Khomeini y la invasión soviética a Afganistán. Entonces hablábamos con cierta fascinación del "retorno de lo sagrado", esa inexorable vuelta de los valores religiosos en un mundo que había dado por muerto a Dios sin que Dios se diera por enterado. Y nos sorprendía el uso que el Ayatollah y sus seguidores habían dado a la tecnología moderna, sobre todo a los casetes que circulaban con sus mandatos y profecías. Pero en el fondo pensábamos que aquel era un mundo caótico, ensimismado, dividido en múltiples banderías, volteado contra sí mismo (recuérdese la guerra Irán-Irak) y, a fin de cuentas, inofensivo.
En la última década del siglo, un sector en la galaxia islámica comenzó a mostrar "deseos de venganza", "voluntades colectivas de dominio" y ánimos de "castigar a los enemigos de Dios y su religión", incluso en sus ámbitos internos. El asesinato de Annuar el Sadat (1981) por su propia milicia fundamentalista fue, a la distancia, una señal inequívoca que pocos entendieron. El proceso de radicalización se avivó con la disputa por el petróleo en la Guerra del Pérsico (el factor Marx) y la sorpresiva exacerbación de los odios raciales y nacionales contra los musulmanes en los Balcanes y la antigua Unión Soviética (el factor Nietzsche). (El hecho de que Europa y Estados Unidos los defendieran de los serbios en Kosovo no los conmovió mayormente.) La ira siguió su curso con un fondo cada vez más religioso, fundamentalista en sentido estricto. Con la segunda (y aún inconclusa) Intifada -cuyas reivindicaciones no son, desde luego, sólo religiosas sino territoriales y nacionales- el proceso cambió de escala: descubrió el uso tecnológico y bélico del suicidio. Los ataques a la embajada norteamericana en Sudán y el kamikaze contra el barco Cole fueron otra llamada. La última. Y por fin, el 11 de septiembre el mundo entero vio la jihad globalizada.
Pero hay, no cabe duda, otra cara en la moneda. Los Estados Unidos (sus gobiernos, sus agencias de inteligencia, sus complejos militares) tienen una gran responsabilidad, al menos indirecta, en el dramático proceso que ahora les afecta. Para su propia guerra santa contra la Unión Soviética ("el imperio del mal") armaron a los radicales islámicos. (¿Recuerda usted Rambo III?: combate junto con los talibanes para vencer a los rusos.) El Sha era el homólogo iraní de nuestros dictadores útiles. La sociedad y los medios estadounidenses tienen también su cuota de responsabilidad: prefirieron ignorar este desarrollo que ahora se les revierte como un boomerang. Cuando cayó el Muro de Berlín y se derrumbó la Unión Soviética, decretaron el fin de la historia y volvieron a sus viejos instintos aislacionistas. "¡Qué absurdos y patéticos parecen ahora los escándalos nacionales en torno a O. J. Simpson y Mónica Lewinsky!", apuntó hace unos días David Halberstam, uno de los más agudos observadores autocríticos de la vida norteamericana, agregando que podían haber empleado esos recursos, ese tiempo, ese esfuerzo en reportear, estudiar y conocer al mundo islámico. Y mientras la CNN "rompía las noticias" con la última declaración sobre esos temas inocuos, Osama Bin Laden (azuzado originalmente por los norteamericanos) armaba sus campamentos y la red terrorista crecía.
En el imaginario popular norteamericano hay (o había, porque hasta Hollywood tendrá que reorientar radicalmente su filosofía y sus temas) una película repetida hasta el infinito: el enemigo -del segundo o tercer mundo, de otro mundo y, sobre todo en los últimos años, del mundo árabe- amenaza y ataca. Hay confusión y temor. A la mitad de la película se ignora quién vencerá. Aparece el valeroso líder que encabeza el contraataque. No sin suspensos periódicos triunfan las fuerzas del bien. Parte del estado de shock en los Estados Unidos tiene que ver con esta fantasía colectiva vuelta realidad y sin desenlace seguro. La invulnerabilidad ha sido desmentida no con operaciones billonarias de misiles sino de la manera más directa y simple: aviones-bomba contra los símbolos financieros y militares del país. Los terroristas sí habían estudiado al enemigo: presumiblemente, la otra sede hubiera sido la Casa Blanca. Golpe múltiple y directo contra la simbología nacional.
No hay un Clausewitz para el terrorismo, menos aún si lo impulsa el odio teológico. "Es el cáncer de nuestro tiempo", ha dicho Shimon Peres y no hay cura contra él. Por su dimensión y naturaleza parece tan difícil de erradicar como el narcotráfico (y quizá más, porque éste se abatiría con la legalización). Occidente tiene recursos y fuerza para desmontar paulatinamente la bomba histórica: afianzando alianzas con sus antiguos adversarios (Rusia, China) que enfrentan, en diversa medida, el mismo desafío; tendiendo puentes de convivencia y hasta de compatibilidad (no sólo económicos, militares y políticos) con los países árabes moderados; cuidando a su población islámica interna y -punto clave- presionando para un arreglo definitivo del conflicto palestino-israelí. Esa salida política y diplomática (aunada a una acción bélica precisa, controlada, contra un enemigo al que se le haya probado culpabilidad) sería la opción inteligente y sensata, pero también difícil y quizá impopular. En contraste, si el imaginario popular norteamericano empieza a operar, reaccionarán sin consulta ni discriminación. Es la salida espectacular pero también, potencialmente, la más costosa. Si desembarcan tropas en Afganistán los espera una guerra atroz. Si intentan una expedición punitiva contra Bin Laden, quizá les ocurrirá lo que a Pershing con Pancho Villa en las cuevas y montañas del norte de México hacia 1916: "el fugitivo está en todas partes y en ninguna". Y si en un extremo recurren al poder nuclear (tras Pearl Harbour, Hiroshima) radicalizarán al resto del mundo árabe que destronaría en un santiamén a sus gobiernos moderados. No sería el fin, ni siquiera el comienzo del fin, tampoco el fin del comienzo, sino el comienzo sin más de una Tercera Guerra Mundial entre las dos galaxias. En esa guerra no sólo los pilotos se suicidarían matando: también los países.
El mapa mundial se ha nublado ominosamente. ¿Cuál es el papel, y sobre todo el lugar, de los latinoamericanos en este conflicto? A los gobiernos les corresponde apoyar y aun mediar en la opción de la prudencia. A los escritores, distinguir, ante todo distinguir. Una cosa son los agravios históricos con los Estados Unidos y otra es la irresponsable amalgamación (que ya se empieza a hacer) de esos agravios con la causa del terrorismo islámico, como si Bin Laden o el Talibán (a quienes el bienestar social y económico de los pueblos -empezando por el suyo- les importa un bledo) fuesen los campeones de la causa anti-imperialista. Ciego de odio ideológico, un sector intelectual latinoamericano (y mexicano en particular) cometió alguna vez la falta imperdonable de apoyar a Hitler y a Stalin por el solo hecho de que representaban el enemigo de los yanquis. Cuando se conoció el saldo mortal de esos regímenes (cientos de millones de muertos) esos mismos intelectuales escondieron la mano pero ya era tarde: habían hecho el juego a los mayores criminales de la historia. Hoy que Latinoamérica (con todas sus carencias) vive un experimento inédito de democracia continental, no podemos aplicar un doble criterio moral a la tragedia que ha ocurrido. Somos tal vez, como escribió Octavio Paz, "un polo excéntrico de Occidente", pero somos Occidente. Nuestros valores son antivalores en amplias zonas del mundo musulmán: la libertad, la tolerancia, la democracia. Renunciar a ellos no sólo es suicida: es criminal.
Reforma