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La ola democrática

Aunque quizá no se ha escrito la última palabra acerca de la querella en San Luis Potosí, es hora de sacar conclusiones preliminares sobre las elecciones de mitad de sexenio y el estado actual de nuestro (largo) tránsito a la democracia. No sólo por espíritu de justicia sino en abono a la objetividad y la claridad, es necesario reconocer de entrada los aspectos positivos. Desde una perspectiva histórica de no más de 15 años, la cosecha es buena.

En 1976 el PAN era un partido a punto de la extinción. Había sufrido escisiones y abandono dolorosos y no presentó candidato a la Presidencia. Las perspectivas de la izquierda en ese año no eran mejores. Entre el radicalismo y el desaliento esperaba la oportunidad de ingresar a Ia vida política normal. Dos años después, gracias a la inventiva política de Reyes Heroles, la izquierda entró a la Cámara pero el triunfalismo lopezportillista presagiaba para ella sólo un papel marginal, simbólico. No había más partido que el PRI que por fin nos llevaría, gracias al petróleo y los créditos, a la era de la abundancia. A nadie, salvo algunos escritores independientes, se le ocurría hablar de la democracia. El tema no pertenecía -como se dice ahora- a “agenda política" ni siquiera al debate en los diarios de mayor circulación. La debacle de 1982 cambió todo el cuadro. Desde entonces hasta ahora, su solución de continuidad, la "ola" de la democracia ha venido creciendo o, cuando menos, se ha mantenido. Junto con el TLC, las reformas económicas y el Pronasol, la democracia y su instrumento natural -las elecciones- ocupan el lugar central de la agenda y el debate en el país. Esto a 15 años de distancia es un gran logro. La afluencia de votantes en una elección como la del 18 de agosto -tradicionalmente menos concurrida por ser de mitad de sexenio- prueba el ascenso de la conciencia democrática. Se dirá -y es cierto- que muchos votos fueron cautivos, pero aun estos fueron votos reales, no fantasmales. La participación política en todos los enclaves modernos del país fue alta bajo cualquier criterio. Esto, en un país tradicionalmente apático y abstencionista, es un gran logro.

Otro resultado positivo, a mi juicio, es la ventana abierta a la democracia en Guanajuato. Se dirá, con razón, que la forma no fue justa ni legal, que apuntaló al presidencialismo, que los tirones del caso fueron casi de sainete. Todo eso es cierto, pero lo decisivo es que el gobierno interino de Guanajuato tendrá la oportunidad de propiciar de varias formas unas elecciones ejemplares cuyo efecto influya positivamente a los otros estados de la república. Guanajuato es un estado del "México viejo", del México tradicional, que suele plegarse fácilmente a las decisiones del centro. El 18 de agosto demostró que un líder cívico decidido puede cambiar costumbres e inercias centenarias. Que Baja California, Nuevo León, o Chihuahua luchen por la democracia no debería ser ya, a estas alturas, una sorpresa. Que Guanajuato afirme su voluntad "libre y soberana" sí lo es, y es un gran logro.

Se dirá que en el caso de Guanajuato lo que se reafirmó fue el presidencialismo mexicano. Una vez más, de Sonora a Yucatán, se hace lo que diga el presidente. Es verdad, pero en la situación actual de México estas paradojas son, a mi juicio, irremediables. Cuando en un país el poder político se concentra de modo casi absoluto en una persona -así sea una persona sexenal e institucional- los cambios tienen que provenir en principio de arriba. No es lo ideal, no es lo ético, no es lo democrático: es lo real.

En la ex-URSS fue Gorbachov quien desató la Glasnost que a su vez ha sido y será el soporte de la Perestroika. Fue Gorbachov también quien desató las cadenas de Europa del Este. Lo hizo desde una posición de autoridad incontrastada y antidemocrática pero con propósitos democráticos indudables: como una cesión a la sociedad civil que ahora disfruta, como nunca antes en su historia, de la libertad. Aunque nuestro sistema guarda sólo ciertas similitudes con el exsoviético (el peor día bajo el PRI fue siempre mejor que el mejor día del PCUS) la concentración de poder en la persona del presidente es similar. De allí que la concesión de Guanajuato arrancada o no, sea importante. Ahora corresponde a las fuerzas cívicas hacer su parte.

Hasta aquí los aspectos positivos. La ruta de nuestro progreso político es aún más larga que la del crecimiento económico. El mismo gobierno que con resolución, claridad inteligencia y eficacia conduce al país hacia la modernidad económica bloquea el tránsito hacia la modernidad política. La premodernidad o, más bien, el arcaísmo de nuestro sistema político, es evidente: países mucho más pobres que el nuestro, países de verdad postrados celebran elecciones creíbles. Nosotros llevábamos a cabo elecciones increíbles, elecciones en las que cada quien, en su fuero interno, imagina, conjetura, inventa las cifras.

Nuestras elecciones, además, se llevan a cabo en un marco profundamente inequitativo para los partidos de oposición, con los dados cargados -cargadísimos- a favor del PRlnosaurio. Para cambiar este cuadro vergonzoso, las fuerzas independientes de la sociedad civil, las que encarnan la ola de la democracia, deben resistir y persistir. Quizá en un futuro no lejano, el presidente de la República se decida a desatar la potencialidad democrática de México en una especie de 18 de marzo de la democracia que convoque alrededor suyo a toda la sociedad. Las fuerzas sociales independientes deben porfiar porque ese día en que confluyan en la iniciativa “de arriba" llegará. La ola democrática en el mundo apunta a una sola dirección. Sobre ella está montada la nuestra. Hacia la democracia nos empuja algo más fuerte que la voluntad, la inercia, la resistencia y la resaca: nos empuja el destino.

El Norte

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22 septiembre 1991