El olivo de la reconciliación
Por primera vez en la Historia, el duelo de los católicos del mundo por la muerte de un Papa es compartido plenamente por los judíos. En sentido estricto, no fue Juan Pablo II el que comenzó a reparar la antigua herida del antijudaísmo católico. Ese logro le correspondió al Papa Juan XXIII, que desde 1962 encargó al cardenal jesuita Agustín Bea la redacción de un documento dedicado a las "religiones no cristianas", con énfasis especial en la religión judía. "El problema bimilenario, tan viejo como la Iglesia misma, de las relaciones de la Iglesia con el pueblo hebreo (escribió en 1968 el propio Bea en La Chiesa e il popolo ebraico) se había vuelto más agudo y reclamaba la atención del Concilio Ecuménico Vaticano II, sobre todo a raíz del espantoso exterminio de millones de judíos por parte del régimen nazi en Alemania." Juan XXIII no ignoraba que, a lo largo de esos dos milenios, el papel de la Iglesia con respecto al pueblo judío se había caracterizado por una condena teológica (el supuesto repudio de Dios, la teoría del deicidio) traducida a su vez en una legislación civil discriminatoria e intolerante. Los judíos no podían ocupar cargos públicos, poseer bienes inmuebles, comerciar libremente, escoger su lugar de residencia. Durante las Cruzadas, la situación se deterioró, dando lugar a teorías conspiratorias que desembocaron en atroces persecuciones, conversiones forzosas, expatriaciones masivas, suicidios colectivos. Por increíble que parezca (porque las religiones, como sabemos ahora, son estructuras que miden su vida en milenios), ese vasto prejuicio llegó hasta el siglo XX, encarnado, por desgracia, en la figura de otro Papa (Pío XII) cuya aversión a los judíos y proclividad al Tercer Reich ha sido documentada por autores católicos de honestidad insospechable.
Por fortuna, tras él advino un Papa a la altura de los tiempos. Aunque no vio coronada su obra (murió antes de que concluyeran los trabajos del Concilio), Juan XXIII sentó las bases de un cambio histórico en la Iglesia, una puesta al día que el discreto Pablo VI continuó, como muestra la promulgación (en la clausura del Concilio, el 8 de diciembre de 1965) de la declaración "Nostra Aetate", aprobada dos meses antes con casi total unanimidad (2,221 votos contra 88). "Al investigar el misterio de la Iglesia -decía el párrafo Cuarto, dedicado a la religión judía- este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham ... La Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, en su inefable Misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los Gentiles." Además de recomendar el "mutuo conocimiento y el aprecio" y el "diálogo fraterno" entre ambas religiones por medio de estudios bíblicos y teológicos, un párrafo crucial exoneró a los judíos del cargo de deicidio: "lo que en su pasión [la de Cristo] se hizo, no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy". Por primera vez, en suma, "la Iglesia ... consciente del patrimonio común con los Judíos ... [deplora] los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y de cualquier persona contra los judíos". La semilla de aquel olivo de la reconciliación (evocado en la constitución "Lumen Gentium", del Concilio) se había plantado. Faltaba el valeroso pastor que lo regara y cultivara, con hechos, no sólo con buenas razones. Ese pastor fue Juan Pablo II.
Polonia es el lugar histórico de las nupcias entre la fe católica y la libertad. Los fervorosos polacos aman la libertad, entre otras cosas, porque la perdieron durante buena parte de los siglos XVIII, XIX y XX. Tenía que ser un polaco, y un polaco de la generación que sufrió la barbarie nazi y la opresión soviética, el que llevara a la práctica los preceptos del Concilio Vaticano Segundo. Pero la compasión específica de Karol Wojtyla con respecto a los judíos (compasión no generalizada, hay que decir, en el pueblo polaco) tenía, además de aquellas, otras raíces. En la escuela pública a la que asistió de niño, una cuarta parte de sus condiscípulos eran judíos, que fueron aniquilados. La mujer que amó era judía, lo mismo que otros amigos, incluido el que consideraba el mejor. Todos fueron deportados a los campos de concentración y exterminio. Siendo sacerdote, salvó la vida de judíos, y al terminar la guerra (revirtiendo un célebre caso de Edgardo Mortara, en la Italia de Pío IX), devolvió niños judíos, que habían sido recogidos y bautizados por piadosas familias católicas, a sus padres originales.
Uno de los primeros actos del nuevo pontífice fue visitar Auschwitz, donde hincado oró por las víctimas. "El antisemitismo es un pecado contra Dios", solía decir desde sus primeros peregrinajes. En abril de 1986 realizó un acto cargado de simbolismo: visitó la Sinagoga de Roma. Tras abrazar al Gran Rabino Elio Toaff, dijo: "Judíos y cristianos son los depositarios y testigos de una ética marcada por los Diez Mandamientos en cuya observancia el hombre encuentra su verdad y su libertad ... Por eso, con el Judaísmo tenemos una relación distinta que con las otras religiones. Ustedes son nuestros queridos, amados hermanos y, en cierta forma, puede decirse que son nuestros hermanos mayores."
En 1994, el Vaticano estableció relaciones diplomáticas con el Estado de Israel, hecho de alta significación no sólo política sino teológica, porque tradicionalmente la Iglesia había considerado que el exilio de los judíos era un castigo divino por haberse negado a reconocer al Mesías. Cuatro años después, y consciente de que -en palabras del propio Papa- "el Holocausto era una mancha indeleble en la historia del siglo que termina", el Vaticano publicó un documento largamente pospuesto: su postura ante el exterminio de los judíos. Lo tituló "Nosotros recordamos". A sabiendas de que "no hay futuro sin memoria", y con el objeto de "ayudar a curar heridas de antiguas injusticias y malentendidos", el Papa, en un acto de un valor absolutamente inusitado, pidió perdón por los católicos que permanecieron indiferentes a la destrucción de los judíos.
El capítulo final de la historia de auténtica contrición tuvo lugar en marzo del 2000 en Jerusalén. En su visita a Yad Vashem -el museo en memoria del Holocausto-, visiblemente conmovido, el Papa dijo: "Como obispo de Roma y sucesor del apóstol Pedro, yo aseguro al pueblo judío que la Iglesia Católica, inspirada no por consideraciones políticas sino por la evangélica ley de la verdad y el amor, se entristece profundamente por el odio, los actos de persecución y las muestras de antisemitismo dirigidos contra los judíos por los cristianos en cualquier tiempo y cualquier lugar." Luego de visitar los lugares santos y pronunciarse a favor de la creación de un Estado Palestino, escribió una carta con estas palabras: "Dios de nuestros padres, tú escogiste a Abraham y a sus descendientes para traer tu nombre a las naciones ... te rogamos el perdón y deseamos comprometernos a una genuina hermandad con el pueblo de la Alianza."
El diálogo entre el Cristianismo y el Judaísmo, que tanto promovió Juan Pablo II, debería profundizarse con el esfuerzo de representantes de ambos credos. Es más lo que los une que lo que los separa. Sobre la piedra fundadora del perdón y la verdad, los creyentes pueden consolidar un vínculo de creciente armonía y revertir poco a poco siglos de incomprensión moral y desconocimiento histórico. Si, respetando las diferencias teológicas, esa convergencia se consolida, puede por sí misma acercar paulatinamente al tercer hijo de Abraham, ahora reticente, violento y resentido: el Islam.
Lo recuerdo ahora en dos imágenes: una, besando por primera vez, de hinojos, la tierra mexicana que tanto quiso, y donde tanto se le quiso. La otra, colocando aquella carta en los intersticios del Muro de los Lamentos. Obras paralelas del amor y la reconciliación.
Reforma