Pactar y negociar
Los males de nuestra cultura política se reflejan en las palabras. Pactar, en México, no es una voz positiva, razonable, loable; un instrumento que conduce a acuerdos que prevengan males mayores o abran nuevas etapas históricas; pactar, en nuestro medio, es sinónimo de transar. "Ya pactó", decimos, esbozando la sonrisa maliciosa de quien sabe que algo malo, sucio, inconfesable, se cocinó "en lo oscurito", "en la tenebra", "debajo de la mesa", "tras bambalinas". Negociar es otra palabra turbia. En países de cultura política abierta es una práctica absolutamente normal, pero nosotros, herederos de la tradición cortesana, mafiosa y corporativa del PRI, lo consideramos equivalente a vender o venderse a cambio de dinero, favores o prebendas. Durante las décadas de hegemonía priista, en las que el poder no se compartía, todo acercamiento a la autoridad se hacía de espaldas al público y bajo la premisa de la cooptación y el sometimiento. Por eso "ya negoció" equivale a "ya se corrompió". El "sospechosismo" es un componente esencial de la política mexicana. Todos son sujetos de sospecha a menos de que prueben lo contrario: que nunca pactaron, que nunca negociaron, que se mantuvieron "puros".
Esta práctica es moneda corriente en círculos políticos. Los líderes del PRD la utilizan con frecuencia cuando hablan del "PRIAN". Aunque para ellos no existen diferencias entre el PRI y el PAN, en su caso la referencia al "pacto sucio" parece sobre todo una táctica electoral similar a la teoría del complot que finalmente les ha dado buenos resultados. Es de esperarse que, si el PRD alcanza la Presidencia, entienda la necesidad de pactar y negociar para poder gobernar con eficacia. Pero lo que preocupa no es que los políticos recurran a la descalificación del contrario arrojando sombras de sospecha sobre sus actos reales o imaginados. Lo grave es que aun los voceros mismos de la democracia, y algunos medios impresos, incurran en las mismas distorsiones.
En un artículo reciente, un destacado luchador democrático expresó su alarma ante las evidencias "de que durante este sexenio se mantuvieron negociaciones entre el PAN y el PRI sobre el ritmo de las reformas y el rumbo del país". Esas negociaciones le parecen una prueba del "laberinto del poder y del autoengaño" en el que "se perdió el panista guanajuatense que profetizaba la honestidad y el cambio...". El texto que menciono es comedido, pero en otras publicaciones periódicas el tema se vuelve materia cotidiana de amarillismo: "¡Pactaron reformas en un conocido Restaurant!", "¡Negociaron en un céntrico hotel!". Ante tales acusaciones, la pregunta es sencilla: en un complejo régimen tripartidista, como de hecho es el nuestro, ¿qué otra vía legal y política puede tener el Ejecutivo para proponer, defender y sacar adelante las reformas que a su juicio se requieren, si no es el pacto y la negociación?
La escena internacional está llena, día a día, de casos en que los partidos tienen que pactar y negociar. Tras el empate entre Schroeder y Merkel, Alemania ha dado un ejemplo de negociación política: abierta, dura, igualitaria, legítima. Otro caso ilustrativo es Israel. Si Sharon se hubiera aferrado a la coalición de ultraderecha que lo llevó al gobierno y lo sostuvo por muchos años, no habría dado el paso trascendental de "cruzar el piso" (como se dice en el sistema parlamentario inglés), y de negociar un pacto con sus adversarios históricos para formar un gobierno de sólida mayoría que permitiera retirar los asentamientos en Gaza. En el extremo contrario, cuando una votación se inclina de manera abrumadora por un partido, las consecuencias políticas pueden ser desastrosas. La mayoría parlamentaria que obtuvo Bush en el Congreso le ha permitido imponer a sus favoritos en la Suprema Corte de Justicia, sentando un precedente de monopolio político peligrosísimo para la vieja democracia estadounidense. Llevado al extremo, Bush, en efecto, no tendría que negociar ni pactar asuntos de trascendencia con sus adversarios porque sabe que cuenta con la mayoría del Congreso y ahora en la Suprema Corte. Así, por la vía de la manipulación de los terrores colectivos, Bush ha logrado lo que Nixon intentó mediante la manipulación electoral: la verdadera presidencia imperial.
En el México anterior al año 2000, incluso anterior al 1997 (cuando el PRI perdió la mayoría legislativa), los pactos y las negociaciones tenían al menos una sombra de ilegitimidad debido al marco antidemocrático en que se llevaban a cabo. Pero en el México actual, con todas sus limitaciones y problemas, esa ilegitimidad ha desaparecido. Ahora los pactos y negociaciones deben ser objeto de escrutinio público, pero es un anacronismo absurdo condenarlos de entrada. Cualquiera que sea el rumbo que el próximo presidente pretenda darle a la vida nacional, a partir del 1º de diciembre de 2006 el pacto y la negociación deberán volverse términos habituales de nuestra política. Aunque es teóricamente posible que un partido llegue a dominar por entero las dos Cámaras, las probabilidades de que eso ocurra son muy remotas. Por lo tanto, el Ejecutivo deberá hacer lo mismo que Fox ha intentado a lo largo de su sexenio, con poca destreza y menos éxito: pactar y negociar. De otra suerte, lo que nos espera es una reversión de la democracia por dos vías: la neutralización del Congreso mediante la movilización de las masas, o la inmovilidad legislativa.
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