La palabra liberal
En Estados Unidos, los conservadores detestan la palabra "liberal" al grado de decretarla impronunciable. Es "the L word". Como en lo religioso y lo político aquella sociedad nació "liberal", es decir, abierta y tolerante, el significado del término ha emigrado a zonas económicas, sociales y morales de la vida pública. "Liberal", en Estados Unidos, es quien favorece la intervención del Estado en asuntos de bienestar social, quien adopta posiciones de tolerancia en temas raciales o sexuales, quien se opone a las políticas fiscales que atizan la desigualdad. Porque en Estados Unidos el poder incontrastado pertenece a las grandes corporaciones, el liberalismo suele ser igualitario, pero aun en ese aspecto no es un cuerpo predeterminado de doctrina sino un conjunto plural de actitudes y puntos de vista que, de manera más o menos casuística, responde a los temas de interés general.
En la tradición europea, marcada durante siglos por opresiones de raíz teológica y política, la palabra "liberal" mantiene su significado clásico. En términos religiosos, liberal es la persona "sin prejuicios, de mentalidad abierta, en especial quien está libre de intolerancia fanática y de prejuicios irracionales a favor de opiniones tradicionales o de instituciones añejas, y se abre a ideas nuevas". En términos políticos, "liberal" es quien "favorece o respeta los derechos y libertades individuales... quien impulsa el libre comercio y las reformas políticas y sociales graduales, que tiendan a la libertad individual y la democracia" (The New Shorter Oxford Dictionary, 1993). En el paradigmático caso inglés, el liberalismo está ligado al partido Whig que combatió la excesiva autoridad real o aristocrática y defendió a la democracia y los cuerpos parlamentarios.
En España la palabra liberal no sólo es de antigua prosapia sino que allí encontró su uso como sustantivo. Originalmente, en la literatura del Siglo de Oro, se empleaba en el sentido del original latín, liberalis (desprendido). Según el Diccionario de Autoridades, el adjetivo liberal significa "generoso, bizarro, y que sin fin particular, ni tocar en el extremo de la prodigalidad, graciosamente da y socorre, no sólo a los menesterosos sino a los que no lo son tanto, haciéndoles todo bien".
Así lo utiliza Cervantes en el Quijote: "No quiso aceptar ninguno de sus liberales ofrecimientos". Según el Diccionario de Corominas, el paso del adjetivo liberal a la esfera política ocurrió a fines del siglo XVIII a partir del pensamiento del Abate Sieyés y Benjamin Constant (muy leído en México). Pero fue en 1810, en el contexto de las guerras napoleónicas en España, cuando la palabra comenzó a aplicarse a un partido político cuyos miembros se denominaban "liberales" por oposición a los "serviles" (paralelamente también en España se acuñó otra palabra, de no menor importancia: "guerrilla"). A partir de la Constitución de Cádiz (1812) los liberales comenzarían su larga y sinuosa trayectoria en la historia española, luchando contra los carlistas y la Corona, y contra sí mismos, desgarrados en la vertiente moderada y la radical. A fin de cuentas, su legado fue sustantivo aunque desigual: contribuyeron a instaurar un orden más igualitario, una economía más abierta, un organismo judicial uniforme, abolieron los gremios y, ante todo, desamortizaron la propiedad de la Iglesia.
Lamentablemente, no consiguieron modificar de fondo la cultura política española, ni arraigar las costumbres democráticas. Ya en pleno siglo XX, la guerra civil ahogó al liberalismo clásico en un encrespado mar de ismos intolerantes. Hace treinta años, tras la dictadura franquista, España pareció haber reencontrado el liberalismo, no como patrimonio ideológico de un partido sino como terreno común de democracia, legalidad, civilidad, y también de tolerancia entre dos fuerzas históricas, el PP y el PSOE. Hoy, por desgracia, la crispación entre ellas amenaza nuevamente con relegar al liberalismo al triste papel de espectador en la eterna lucha entre hermanos que plasmó Goya.
En México, el prestigio político de la palabra liberal duró un siglo: de 1812 a 1921, del nacimiento de la nación al triunfo de la Revolución. Liberales puros fueron Mora, Rejón, Gómez Farías, Ocampo, Ramírez, Prieto, Riva Palacio, Altamirano, Juárez, Vallarta, Zarco. Pero liberales fueron también los moderados Otero, José Fernando Ramírez, Mariano Riva Palacio, José María Lafragua, Ignacio Comonfort. Puros o moderados, el extraordinario legado de los liberales fue la Constitución de 1857, a la que México debe la separación entre la Iglesia y el Estado y el orden legal que, no sin dificultades, aún lo sostiene. El triunfo de la República en 1867 pudo y debió haber consolidado la unidad del grupo liberal (sin detrimento del conservador, canalizado en el parlamento), pero las rencillas internas y el advenimiento del dictador Porfirio Díaz lo impidieron. El liberalismo mexicano entró en un estado de confusión. Subrepticiamente, el México conservador (proclive al poder absoluto, receloso de los congresos y las libertades) se insinuaba en el cuerpo doctrinal liberal, al grado de que sus exponentes no tenían empacho en autodesignarse "liberales-conservadores".
En los primeros años del siglo XX, la palabra "liberal" presidió la fundación de cientos de clubes democráticos en toda la república. Era el emblema de la oposición a Díaz. Francisco I. Madero fue, en esencia, un liberal que buscaba la restauración del orden liberal consignado en la Constitución de 1857. Su victoria en 1911 fue fugaz. Su derrota repercutió a lo largo de todo el siglo XX. Su alternativa quedó abierta.
La Revolución mexicana fue "el primer ataque al bastión del liberalismo en el siglo XX" (Cosío Villegas). En sí mismos, los derechos sociales consignados en la Constitución de 1917 no representaban contradicción alguna con los derechos y garantías individuales de la carta de 1857. Pero el Estado que nació de la Revolución sí implicaba un conflicto directo con el ideal liberal. El activo papel tutelar que le asignaba la nueva ley, el poder que confería al Presidente sobre el Legislativo, la noción misma de la propiedad originaria de los bienes del suelo y subsuelo como perteneciente a la nación ("representada" a su vez por el Estado, "representado" a su vez por el Presidente) presagiaba el ocaso político de liberalismo mexicano.
Actualmente, en México padecemos una lamentable confusión sobre el sentido de las palabras "liberal" y "conservador". La comenzó el PRI, al autoidentificarse ilegítimamente con el legado liberal del siglo XIX, herencia que traicionaba en la práctica política. Pero ahora esa confusión continúa en muchos sectores de la izquierda que por un lado tachan a los liberales de conservadores, y por otro se invisten ostentosamente como herederos del liberalismo, cuando lo cierto es que (con excepción de algunos puntos de la agenda social) son, en lo político y económico, el vivo retrato de los conservadores del XIX.
La alternativa liberal no está representada en los partidos políticos de México y es minoritaria en los sectores intelectuales. Pero el liberalismo está vivo. Lo profesan, a veces sin saberlo, las mayorías silenciosas de México.
Reforma y Letras Libres España, núm. 104