Palafox: obra y mortificación
No todo lo que ocurre tiene que ver con la violencia. La prueba está en un acto reciente que apenas recibió atención. La merecía. Me refiero a las Jornadas Cívico-Culturales que organizó el Gobierno del D.F. en honor a don Juan de Palafox y Mendoza, Obispo, Arzobispo y Virrey en Nueva España, sin duda una de las figuras más trascendentes del más olvidado de nuestros siglos, el XVII.
Nacido en 1600, Palafox fue hijo bastardo de un noble y una mujer que decidió purgar su culpa mediante una absoluta reclusión conventual. Su madre -según recuerda en su Vida interior- quiso matarlo "antes, durante y después" de su nacimiento. "Salvado" por Dios y reconocido por su padre, estudió en las universidades de Alcalá de Henares y Salamanca. Una crónica lo describe "hermosísimo de rostro y perfectísimo de cuerpo, y en lo intelectual de gran sazón, donaire y agudeza". Al concluir la Universidad, según sus Confesiones, se dio a todo género de "entretenimientos y desenfrenamiento de pasiones... de suerte que llegó un año a no cumplir con la Iglesia... a perseverar y proseguir en una tan perdida y desbaratada vida". A temprana edad y por voluntad de Felipe IV, fue fiscal del Consejo de Indias.
Se dice que al contemplar la muerte de un ser querido, el caballero galante sufrió una conversión y entró al sacerdocio. Según sus biógrafos, acostumbraba levantarse a las tres de la mañana para llorar a voz en cuello sus culpas, pedir misericordia y cantar himnos y alabanzas al Señor.
Dormía en tabla con un hábito de San Francisco... rogando al santo le alcanzase el perdón; ayunaba frecuentemente... se daba todos los días muy ásperas disciplinas... traía cilicios de latón, de cuerdas, de cadenillas... todo en el consejo de su confesor....
En 1640, recibió del Rey el nombramiento de obispo de Puebla de los Ángeles. Quiso tanto a aquella seráfica capital de su diócesis, que la llamó "mi amada Raquel". Allí restauró la exacta observancia del culto, uniformó y acrecentó las ceremonias, publicó ordenanzas y obras sagradas. Construyó o reparó no menos de cincuenta iglesias y erigió 140 retablos. Estableció el Seminario Tridentino dotándolo de una cátedra en idioma indígena y la biblioteca de seis mil volúmenes sobre temas fundamentalmente sacros (la maravillosa Palafoxiana, que conocemos). Fundó los Colegios de San Pedro y San Pablo y reorganizó el de San Juan, integrándolos como una universidad. Reconstruyó asimismo el Palacio Episcopal, fundó un Colegio para niñas huérfanas, equipó el Hospital de San Pedro y, para coronar su misión, completó en sólo ocho años la construcción de la impresionante catedral comenzada un siglo atrás.
Escribió vidas de santos y glosó a Santa Teresa. Algunos de los títulos de su obra (reunida en 1762 en quince volúmenes) son elocuentes: Diario espiritual, Bocados espirituales, Exhortación a la vida espiritual, Año espiritual, Cinco discursos espirituales, Semanas espirituales, Gemidos espirituales, Dictámenes espirituales, Respuestas espirituales. A sus fieles les predicaba: "En la vida del deleite, el gozar es penar, y el penar pecar" y "Vomita penando, lo que comiste pecando". Prohibió las comedias y el teatro. Invitado en su carácter de visitador a un festejo, se excusó. Persiguió de manera implacable a los criptojudíos portugueses avecindados en México.
Practicó con tenacidad la penitencia. No tocaba el dinero ni las joyas, no tenía muebles, tapicerías o cosas preciosas fuera de su oratorio. No usaba la seda ni el lienzo; comía en platos de barro, con manteles y servilleta gruesa; se servía a sí mismo; excusaba en lo posible el uso del coche y del caballo, visitaba cada semana a los pobres del hospital, ayudándolos y consolándolos... se abstenía de comer fruta y hasta de tomar agua los viernes... a veces sufría grandes combates, pues "ya desde este tiempo comenzó el demonio abiertamente a perseguirle y haciéndose dueño de sus sentidos exteriores le afligía, oprimía y maltrataba".
Entabló una célebre querella con los jesuitas y peleó con otras órdenes. La inauguración solemne de la catedral, el 18 de abril de 1649, parecía signo de victoria, pero muy pronto la presión jesuita doblegó al rey, quien le ordenó regresar a España, donde murió en 1659, en la modesta diócesis de Osma.
Palafox es el primer virrey y arzobispo mexicano beatificado. Los grandes religiosos del siglo XVI (Las Casas, Motolinía, Quiroga) han permanecido mucho más en la memoria mexicana por su devoción a los indios. Pero Palafox (que no se interesó propiamente en las culturas indígenas y su historia) se empeñó en conocer de primera mano la vida cotidiana en las serranías de su obispado. La servidumbre apenas disimulada de los indios fue su preocupación mayor. De vuelta en España compuso su famoso tratado De la naturaleza del indio.
Palafox representó un momento extremo en la matriz teológico-política de México. Compensó la inaudita mortificación de su espíritu (nacida de una culpa original) con una obra perdurable. Ahora recorremos la hermosa Puebla como si fuera un museo, sin escuchar la cantiga de sus piedras evocando a su benefactor.
El liberalismo mexicano (del que provengo, en el que creo) desdeñó el conocimiento de ese pasado cuyo representante emblemático fue Palafox. No sin razón, lo consideraba intolerante, represivo, dogmático, cerrado a la ciencia, la creatividad filosófica y las ideas seculares. Ese pasado sin libertad nos es ajeno y remoto, pero fue un capítulo fundamental en la historia de México. Y sus valores y actitudes dejaron huella.
Es buena señal que un gobierno de izquierda, en un acto de genuino pluralismo, promueva el conocimiento de ese mundo, busque comprenderlo y dialogue con él. Ojalá ese diálogo impensable en Palafox (diálogo con otro, con lo otro) arraigue alguna vez entre nosotros.
Reforma