Pearl Harbor en el Hudson
Nueva York.- "¡Qué suerte tienen los historiadores!", me escribe Fernando García Ramírez en un correo electrónico que milagrosamente llegó a la incomunicada isla de Manhattan. "Te tocó la Revolución de Terciopelo, la caída del PRI y ahora la lluvia de aviones sobre Nueva York". Agradecí el humor negro de mi amigo pero me hubiese ahorrado este momento, no sólo por el estado de pasmo en el que me encuentro sino por la vaga sensación de que la tercera guerra mundial puede haber comenzado. Pearl Harbor en el Río Hudson. Hipnóticamente, desde hace horas no ceso de mirar a lo lejos la poderosa columna de humo que avanza inexorable y lenta sobre la ciudad, como un manto gris, mortífero y premonitorio, por un cielo cruelmente azul.
Salía de un gimnasio al filo de las nueve, cuando noté el estupor de algunas personas congregadas alrededor de esos televisores que se colocan arriba y al frente de las caminadoras: un rascacielos ardía en llamas. Creí que había ocurrido en otra ciudad. ¿Aquí?, pregunté. Sí, aquí, De pronto, en vivo, vimos planear sobre el Hudson al segundo avión e incrustarse en el cuerpo superior de la segunda torre. Era obvio que se trataba de un ataque terrorista. Pasaron unos minutos. No sé cuántos. La primera torre se había derrumbado. Mirando ya directamente a las torres, clavé la vista en el lugar y vi cómo desde dentro de la segunda aparecía una llama intensísima, como un cráter vertical. Inmediatamente el edificio se derrumbó generando desde el suelo un hongo pavoroso y disforme.
Salí a la calle, llegué a la zona del Lincoln Center y vi caravanas de gente en marcha hacia el norte. Con los teléfonos públicos inservibles, las personas intentan comunicarse con sus familias a través de los celulares. En los supermercados grandes y pequeños hay colas inmensas: un señor acopia dos cajas enormes de agua, una mujer empaca varias hogazas de pan. Las escuelas cierran, las ambulancias vienen y van, y no hay taxis en Nueva York. Camino un trecho a contracorriente, veo los carteles cinematográficos. El primero, previsiblemente, tenía que ser "Apocalypse now redux".
Llamo a mi amigo Pete Hamill, que vive en Nueva York. Si los historiadores tenemos "suerte", los periodistas la tienen más. Hamill estuvo en la línea de fuego. Vive cerca del lugar y presenció toda la escena. Vio una persona tirarse de ochenta pisos, la vio desaparecer en el horizonte: prefería morir en el vacío que en el fuego. Vio residuos dispersos del avión, vio millones de hojas de papel sobrevolando el edificio "como fantasmales copos de nieve", vio las calles, los árboles, los edificios blanqueados.
En un cierto momento, a él y a su esposa los sorprendió el derrumbe y tuvieron que refugiarse, angustiosamente, en una bodega. Como buen reportero escribió de inmediato su texto. "Es una guerra religiosa: estos lunáticos la viven como un melodrama del martirio, como una anticipación del paraíso". Hamill sostiene que éste es el mayor desastre en la historia de Nueva York y agrega: "lo peor es la sensación de que la tragedia de muerte apenas comienza".
Son las 7 de la tarde en Nueva York. Antes de ponerse, un sol cálido y dorado ilumina la fachada de los rascacielos. La columna se ha vuelto horizontal, rojiza, sangrienta. Nadie circula por Riverside Drive. Un barco solitario cruza el Hudson. ¿Quién tiene certezas en este momento? La guerra ha tomado una nueva, inimaginada, impredecible dimensión. Terrorismo globalizado, kamikazes en el Pentágono, fundamentalismo contra posmodernidad, la técnica más sofisticada al servicio de la guerra santa. Pienso en una línea de Paul Valéry: "Las civilizaciones sabemos ahora que somos mortales".
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