¿Qué piensa el orbe islámico?
"Nunca debe subestimarse la fuerza de las ideas", decía Isaiah Berlin. Se refería, por supuesto, a las ideas políticas o, más bien, a las ideologías políticas que heredaron el espacio intelectual de Occidente luego de la "Era de la Razón", cuando el ocaso de las religiones tradicionales parecía tan definitivo como la marcha incesante del progreso y la perfectibilidad asequible del género humano. Berlin, que sobre este último punto tenía sus serias dudas, estudió el funcionamiento de las ideologías revolucionarias, esas "doctrinas armadas" (como las llamó Edmund Burke): socialismo, comunismo, nacionalismo, populismo. Frente a ellas vindicó al liberalismo clásico que es, en cierta medida, una idea sin ideología, o una idea contra las ideologías: la defensa de la persona individual frente a los poderes colectivos de la Historia. Pero con toda su sabiduría, Berlin (que murió en 1997) no alcanzó siquiera a entrever la fuerza con que una vieja idea, una milenaria ideología, se decantaría en odres nuevos y marcaría de manera traumática e impredecible los comienzos del siglo XXI. Esa ideología no es social ni económica ni étnica ni nacional, ni siquiera política, porque sus causas, conjeturas, justificaciones y proyectos (en la medida en que los tiene) no corresponden a la matriz habitual en las revoluciones de Occidente. La nueva idea, la nueva ideología, es esencialmente religiosa, fundamentalista, apocalíptica: el radicalismo islámico.
Los atentados del 7/7 en Londres son una señal más de que esa vieja y nueva ideología se reproduce como un cáncer con metástasis planetarias. Aunque el número de víctimas fue menor al del 11/9 neoyorquino o el 11/3 madrileño, la naturaleza del acto es, si cabe, aún más preocupante. Detrás la destrucción de las Torres Gemelas estaba Al Qaeda, una corporación internacional más elusiva que un Estado, pero que al menos tenía ciertas características que la acotaban: un territorio hospitalario (Afganistán), un jefe visible aunque evanescente (Bin Laden), una red de financiamiento sutil, profusa, pero relativamente susceptible de ser controlada. El crimen colectivo de Atocha agregó un elemento de complejidad a la ecuación, porque a diferencia de los terroristas suicidas de Nueva York, los de España (si bien ligados a Al Qaeda) eran en buena medida inmigrantes marroquíes. En esas dos categorías cabía insertar también a los autores de otros atentados atroces, como el de Bali. Pero las bombas suicidas de Londres dan una vuelta más a la tuerca porque, como ahora se sabe, los terroristas no eran turistas del terror ni inmigrantes recientes sino ciudadanos británicos, algunos de segunda generación. Estos hombres actuaron por su cuenta o coordinándose en células pequeñas y casi autosuficientes, quizá con poco contacto directo (financiero, logístico) con Al Qaeda, pero intensamente motivadas por la ideología del extremismo islámico globalizado a través de una vía de comunicación, el Internet, que apenas comenzaba a desarrollarse en el ya remotísimo siglo XX.
Occidente sigue perplejo ante el fenómeno. No sabe cómo explicarlo. Dejemos a un lado las necedades de grandes artistas como Karlheinz Stockhausen, para quien la destrucción de las Torres Gemelas fue la "mayor obra de arte imaginable en el cosmos". Olvidemos también (aunque es menos fácil) los sofismas de los farsantes como Darío Fo, para quien los miles de muertos del terrorismo nada significan porque la economía globalizada "mata de pobreza a decenas de millones". A pesar de la notoriedad de estos opinantes, hay otros análisis más insidiosos. Pueden leerse, por ejemplo, en diarios londinenses como The Independent. Algunos de sus articulistas han encontrado el fácil expediente de culpar a Blair de todo lo ocurrido. "En su intervención pública antes de la elección presidencial estadounidense del 2004 -apunta Nick Cohen en The Observer, julio 10, 2005- Bin Laden alabó a Robert Fisk de The Independent, cuyo periodismo admiraba. 'Lo considero neutral', dijo Bin Laden; así que supongo que todos debemos cuidarnos de usar el Tube a menos de que podamos sentarnos al lado de Fisk." Fisk representa una corriente de opinión que, olvidando la cronología (el 11/9 fue anterior a Irak), responsabiliza por entero a los gobiernos de Bush y Blair del terrorismo internacional. Este freudiano desplazamiento del verdugo, esta distorsión de los hechos, es -no nos engañemos- una corriente poderosa, sobre todo en Europa continental, donde los manifestantes equiparan con frecuencia a Bush con Hitler, pero no se atreven a salir a la calle con una pancarta levemente adversa a Bin Laden. "Tu enemigo es nuestro enemigo", parecen querer decirle; a lo que Bin Laden, como Lenin en su tiempo, podría replicar: "son los idiotas útiles".
Los estudiosos serios (los franceses Oliver Roy y Gilles Kepel, el inglés Jason Burke, el español Antonio Elorza, entre otros) han insistido en la importancia capital que la ideología religiosa fundamentalista tiene en el fenómeno. Más que el desempleo o la marginación social, lo que alienta decisivamente a los jóvenes islámicos en el corazón de Europa es una sensación de agravio cósmico (anterior al 11/9) cuya única salida es la autoinmolación asesina. Es claro que la solución difícil pero no imposible del conflicto palestino-israelí reduciría el agravio. Es claro también que la ocupación permanente de Irak lo ha alentado. Pero aun si ambas encrucijadas se resolvieran de improviso, el terrorismo de este nuevo cuño no desaparecería, porque su fuerza -como vio Berlin- reside en el poder de las ideas apocalípticas.
Para probar este punto decisivo no basta consultar la prensa diaria, menos en México, donde los hechos nos parecen absolutamente ajenos. (No lo son, y esperemos que nuestros servicios de seguridad y la Divina Providencia nos salven de que un terrorista cruce a Estados Unidos por nuestro territorio, provocando un cierre de fronteras o la erección de una muralla china.) Es verdad que cualquier persona interesada en el terrorismo cuenta con los buenos reportajes y análisis que aparecen en los principales diarios europeos y estadounidenses, pero esa apreciable oferta no basta, porque no refleja de modo suficiente la mentalidad de los propios musulmanes. ¿Qué piensa, en definitiva, el orbe islámico, tanto en Europa como en sus vastos dominios, desde Marruecos hasta Indonesia? Por suerte, una respuesta está en el Internet, esa red por la que pueden transitar lo mismo recetas de cómo hacer una bomba casera o mensajes apocalípticos sobre la restauración universal del Califato, que información que facilita el conocimiento. En el caso específico de la ideología fundamentalista, hay un sitio muy útil. Lo edita The Middle East Media Research Institute (MEMRI), una organización independiente y no lucrativa que traduce y analiza los medios en el Oriente Medio. Su dirección electrónica es www.memri.org. En esa página el lector encuentra la voz del mundo islámico, no sólo la de los órganos oficiosos, oficiales y los medios (televisión, radio, periódicos, revistas) sino hasta los sermones del viernes en las mezquitas de diversas ciudades. Aunque con frecuencia la lectura de esas páginas provoca repulsa y vértigo, sorprende la variedad y volatilidad de muchas posturas, un haz de opiniones en el que caben desde las ideas moderadas y aun liberales hasta las irreductibles.
El 11 de julio se podía leer en las páginas de MEMRI la carta desesperada del prisionero político iraní Akbar Ganji, que languidece en la mazmorra donde se le tiene confinado: "Quizá moriré, pero el amor a la libertad, la sed de justicia política nunca morirá." Al día siguiente, la misma agencia publicó estas opiniones del doctor Hani Al-Siba'i, director del Centro de Estudios Históricos Al-Maqreze, de Londres: "No hay 'civiles' en la Ley Islámica ... las bombas son una gran victoria para Al Qaeda ... hizo que las ocho naciones más poderosas del mundo frotaran sus narices en el lodo." Un debate intenso ocurre dentro del orbe islámico, un debate sobre su lugar en el siglo XXI. De su resultado depende buena parte de nuestro destino. Si poco podemos hacer para influirlo, al menos vale la pena conocerlo, entenderlo, seguirlo.
Reforma
El País (22 de julio)