El poder olvidado

México tiene varias citas con la modernidad pero pocas más urgentes que la que atañe al sistema de justicia. El título de aquel libro (injusto, por cierto) pagado por las compañías petroleras inglesas a Evelyn Waugh sigue siendo, en muchos sentidos, exacto: Lawless roads. México, el país donde la justicia se compra y se vende, se escapa y se burla. La tierra donde la “Revolución hizo justicia” a los generales, dotándolos de los mismos latifundios por cuya existencia se levantaron en armas. El lugar donde impera la Ley de Herodes y donde los mariachis entonan una y otra vez la famosa canción de José Alfredo: “y mi palabra es la ley”.

Hay algo de caricatura en todo esto, pero no demasiado. La mayoría de los análisis que circulan sobre México en el extranjero consignan repetidamente la fragilidad del estado de derecho. Un amigo norteamericano que no sólo no nos malquiere sino que participa activamente en una organización defensora de los inmigrantes mexicanos resumió el problema en una frase incomprensible todavía para muchos compatriotas: “si la señal dice que la calle es de un sentido, es de un sentido”.

El desdén del mexicano hacia la ley tiene orígenes diversos y remotos. Sospecho que, como tantas otras actitudes públicas,  proviene de la cultura política novohispana, desdeñosa de las leyes creadas por el hombre, respetuosa sobre todo de la ley natural. Desobedecemos las señales por una razón sencilla: la naturaleza no tiene calles de un solo sentido. Pero la degradación del sistema judicial tiene una razón menos inconsciente y más directa: la supeditación histórica del Poder Judicial al Ejecutivo.

Curiosamente, durante la Colonia había una división de poderes más efectiva que en tiempos del PRI: el virrey y la audiencia eran brazos distintos y opuestos de la Corona, y la institución del Juicio de Residencia (arraigo del virrey mientras se revisaban sus cuentas) nos hubiera ahorrado muchos escándalos sexenales. Durante el siglo XIX, en innumerables congresos federales y estatales, varias generaciones liberales intentaron arraigar entre nosotros el respeto estricto a la ley y aún probaron (en la Constitución de 1857) prácticas innovadoras como la elección popular de magistrados. Por desgracia, cada vez que el árbol de la legalidad comenzaba a florecer llegaba la asonada, el “pronunciamiento” del caudillo (Santa Anna, casi siempre) que lo cortaba de raíz. En tiempos de Juárez y Lerdo el Poder Judicial llegó a su cúspide de prestigio: se veía como algo natural que ganara amparos contra el Ejecutivo. Porfirio Díaz acabó con esa incómoda competencia y los regímenes de la Revolución Mexicana siguieron la misma pauta.

Hay otro sentido en el que el siglo XX mexicano desvirtuó el concepto original y puro de justicia: la introducción del término “justicia social”. El adjetivo era tan noble como la intención, pero esta magnificación de la justicia distributiva ocultaba (y en algunos casos propiciaba) el deterioro de la justicia sin más, la justicia conmutativa, la que busca a reparación del daño y la sanción al delito. Y lo que es peor, en la práctica se tradujo en una transferencia adicional de funciones del Poder Judicial al Ejecutivo.

Se dirá que modificar esta situación –sobre todo en tiempos de narcotráfico y ante la sofisticación de la delincuencia organizada- es como mover montañas, pero lo mismo se decía de nuestro sistema electoral que antes era materia de cinismo, chistes y folklore y ahora es un timbre de orgullo. ¿Quién se acuerda  ahora de la alquimia? Desvinculado del Poder Ejecutivo y dirigido por ciudadanos probos, el IFE ha alcanzado en pocos años una legitimidad universal. La solución para el Poder Judicial es similar: necesita encontrar su Cura Hidalgo y proclamar su Grito de independencia.

En una investigación dirigida por el Licenciado José Manuel Valverde Garcés en la Universidad La Salle, se apuntan varias medidas que fortalecerían en un breve plazo al Poder Judicial. Ante todo, el incremento sustancial de sus recursos. Todas las penurias del erario no justifican los montos casi irrisorios que se le destinan. En seguida, los nombramientos de jueces y magistrados: deben provenir de los pares, de barras de abogados, universidades y organizaciones cívicas, no de los otros poderes de la Unión. La inamovilidad -piedra de toque para los constituyentes del 1857 y por tanto suprimida desde tiempos de Porfirio Díaz- debe instituirse de nueva cuenta. Otra idea razonable en el mismo sentido es la de sacar la Procuraduría Federal de la República de la órbita del Ejecutivo y regresarla (casi 150 años después) al Judicial. Lo mismo se aconseja hacer con diversos tribunales que hiertrofian al Ejecutivo: el Fiscal de la Federación, el Agrario, las Juntas de Conciliación y Arbitraje etc... Sólo la administración de la justicia –no su procuración ni su impartición- quedarían a cargo del Ejecutivo.

Hasta aquí la investigación. En otro orden de cosas, así como el IFE logró la credibilidad mediante la independencia, el sistema judicial se beneficiaría también de la experiencia autónoma del INEGI. Aunque los medios masivos y sobre todos los periódicos (el Cuarto Poder) comienzan a ejercer ya con eficacia la función crítica e informativa que por tantas décadas restringió o corrompió el Ejecutivo, lo hacen con trabas inimaginables para un país moderno. Por eso, tal vez no sería utópico pensar en la creación de un Centro de la Información Ciudadana. A el podrían acudir los ciudadanos para dar y recibir información en aspectos de alto interés público. Piénsese, por ejemplo, en la inseguridad que preocupa a los mexicanos de todas las edades y clases. Un centro así proveería información fidedigna –que ahora nadie tiene o nadie cree-  sobre el universo de delito organizado en México: índices, estadísticas, geografías.

Por cerca de veinte años, los ciudadanos mexicanos luchamos por desplazar a un sistema político obsoleto e instaurar la democracia. Nos tardamos demasiado pero lo logramos sin derramamiento de sangre. Ahora necesitamos llenar de contenido el nuevo orden. Habrá quien piense que la prioridad está ahora en la educación o en el crecimiento económico. Sin negar la importancia de ambas esferas, pienso que la justicia sin más, la justicia sin adjetivos, puede ser el nuevo objetivo de construcción nacional.

Reforma

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