Poder y pureza
De los redentores políticos, ¡líbranos, Señor! Fascistas, comunistas o populistas, todos creen encarnar la pureza y se sienten con derecho a imponerla: yo soy puro, tú eres impuro, yo te purificaré. En la historia, ese delirio personal ha suscitado innumerables delirios colectivos, con resultados devastadores.
En el mundo físico, la pureza parece una condición deseable. Nadie en su sano juicio (y aun fuera de él) bebe agua contaminada, ingiere alimentos en estado de descomposición o se expone a contraer un virus mortal. Algo muy sabio contienen las reglas higiénicas milenarias, pero su propósito era menos la pureza que la salud. Y la naturaleza es sabia: un jardín sin impureza se vuelve un yermo.
La obsesión por la pureza empobrece al arte. En el ensayo "Lear, Tolstoi y el bufón", Orwell ilustra esta condición al hablar del último Tolstói, el autor de Resurrección, el viejo místico que abjuraba del sexo y con él de toda la textura de la vida, ese tejido de pasiones bajas o sublimes que había recreado en sus novelas pero que en la senectud optó por repudiar. Ese Tolstói enamorado de su imaginaria pureza detestaba a Shakespeare, cuya obra -no menos inmortal- es toda impureza: odio, ambición, celos, avaricia, envidia, pero también amor, lealtad, valentía, heroísmo. Orwell se pregunta: ¿quién es Lear para Tolstói? Y responde: es el propio Tolstói, queriendo imponer su dictadura purificadora a su esposa, a sus hijos, a sus sirvientes, a sus lectores, a la humanidad.
También en la conducta moral, la pretensión de pureza es problemática. Luis Buñuel realizó películas extraordinarias sobre el tema. En Nazarín, basada en una novela de Pérez Galdós, el padre Nazario, convencido de la pureza salvífica de su fe, sale al mundo, pero todo lo que toca se desquicia. Es un Quijote teológico. Su suerte es aún más desgarradora porque su delirio no proviene de los libros de caballería sino de aplicar cándidamente la ética absoluta, con resultados grotescos, atroces, para él incomprensibles. Otra cinta, El castillo de la pureza, de Arturo Ripstein (guión de José Emilio Pacheco), presenta una variante del tema. Un padre tiránico aísla a su familia hasta asfixiarla, y les predica: "sean puros, felices, no corrompidos". Dice protegerlos contra los pecados del exterior, pero él mismo, cuando sale a la calle, cobarde y torcidamente, incurre en ellos. Solo el natural instinto de libertad salvará a la familia del monstruo.
Para las religiones, la certeza de ser depositario y vehículo de la pureza es herética. La santidad siempre ha sido reconocida por los otros, no por uno mismo. Y, sobre todo, es santidad por la gracia de un Ser que no es de este mundo. No obstante, las formas del fervor religioso suelen estar llenas de patología. Quizá la más famosa sea la locura iconoclasta de Savonarola. En temas como el sexo y la virginidad hubo siempre y sigue habiendo, sobre todo en las religiones monoteístas, una tensión irresuelta entre la impureza natural y la antinatural pureza. La Santa Inquisición fincaba su derecho a perseguir, juzgar, condenar, quemar en la hoguera a quien por culpa de sus antepasados incurriera en la "impureza de sangre", en particular la sangre judía. Esa infamia, transferida a la identidad racial y nacional, fue retomada por los nazis y condujo directamente al Holocausto.
Los aires de pureza cultural, lingüística, identitaria, no son menos peligrosos que los de índole teológica o étnica. El movimiento woke es su versión actual. Ha entronizado el narcisismo universal de lo particular: "lo importante es la pureza de lo que yo siento y el daño que a mi impoluto yo le hace tu impureza". Lo woke ha encarcelado al sentido común y excomulgado a la razón. Ha instaurado la Santa Inquisición educativa, académica y digital.
Pero es en la política donde el imperio de la pureza revela su cara más diabólica. Su invariable desenlace es totalitario. El objetivo de los redentores políticos (y sus secuaces envilecidos) no es la salvación sino la lobotomía de sus pueblos, para hacerlos esclavos de la más antigua, turbia y violenta de las pasiones: el poder.
Los redentores en el poder se dan baños de pureza, pero a menudo su vida esconde impurezas extremas, oscuras, inconfesables. Su prédica busca callar a sus demonios internos, pero no pueden. Son voces inextinguibles.
Liberados de los redentores, los pueblos descubren que la vida no se purifica: se mejora. Con diálogo y tolerancia, con instituciones y leyes, con libertad y responsabilidad, la vida se humaniza.
Publicado en Reforma el 20 de julio de 2025.