Ponderación de Álvaro Matute
El nombre de Álvaro Matute, admirable por tantas razones, me es personalmente entrañable por estar ligado al despertar mismo de mi vocación intelectual. A mediados de los sesenta, en las horas que me dejaban libre los inescrutables misterios de la regla de cálculo, prendía Radio Universidad y escuchaba mi programa favorito: Los libros al día. Su redactor era Álvaro Matute. Por aquella cartelera no solo desfilaban los libros de historia, sino toda la producción bibliográfica nacional: temas de teatro, novela, cine, política, sociedad.
El programa tenía la virtud de ser vivaz sin ser frívolo, informado sin ser tedioso, claro sin ser superficial. Estaba hecho con una rara mezcla de equilibrio y pasión, por un hombre que no leía las solapas de los libros: leía los libros. Entonces me lo imaginaba viejo y de larga barba. Un prototipo de madurez. Años más tarde, cuando lo conocí, me llevé la gran sorpresa: aquel promotor del noble arte de la lectura era apenas unos años mayor que yo y llegaría a ser un miembro destacado de nuestra generación. Álvaro Matute, el maestro, el historiador, ha sabido ser fiel a esa vocación humanista que apuntaba en aquel remoto programa de los años sesenta. Un hombre de libros que entiende la vida intelectual como servicio público; cívico. Por más de un cuarto de siglo, Matute ha sido, ante todo, un maestro, en la más alta tradición de la Universidad Nacional Autónoma de México, un digno heredero de sus grandes mentores, sobre todo de dos a quienes, si no me equivoco, debe los perfiles específicos de su vocación: don Eduardo Blanquel –brillantísimo profesor que por desgracia se nos fue prematuramente– y don Edmundo O’Gorman, cuya obra, plena de ironía, conocimiento e inteligencia, no palidece frente a los escritos históricos de su abuelo intelectual, José Ortega y Gasset. Como sus maestros, Álvaro Matute no solo ha escrito libros, ensayos y artículos valiosos sino que ha pasado buena parte de su vida transmitiendo su conocimiento a las generaciones jóvenes. Recuerdo el entusiasmo con que hace algún tiempo me hablaba de un curso que ha impartido sin interrupción por decenios a los recién llegados de las escuelas preparatorias. Al escucharlo, confirmé que Clío, musa exigente, admite muchas formas de servirla.
Una de ellas, representada ejemplarmente por Matute, es profesarla en coloquios, congresos, conferencias, seminarios, cátedras, mesas redondas y, sobre todo, cotidianamente, en las aulas. Estoy seguro de que detrás de cada ficha de participación profesoral incluida en su currículo –y son cientos de ellas– hay un acto auténtico de compromiso con el tema y con el auditorio. Matute no llena expedientes, busca conocer y dar a conocer, así hable de asuntos tan disímbolos como el Ateneo de la Juventud –uno de sus temas favoritos–, los militares del siglo XIX, los caudillos de la Revolución, el teatro en México, la tarea del historiador, la obra de Ramón Iglesia, la historiografía mexicana o la literatura del siglo XX. Este compromiso con la historia, y con la historia de la historia, ha sido un imán para los alumnos de Matute. Así se entiende la riqueza y variedad de las casi cincuenta tesis que ha dirigido en la Universidad, desde una biografía de Ignacio Chávez hasta una monografía sobre el Colegio Madrid. Como corresponde a un historiador genuino, Matute sabe que todo es susceptible de ser historiado: lo grandioso y lo nimio, lo ideal y lo material, lo social y lo individual. A sus 55 años, ha seguido siendo el joven y omnívoro redactor de “los libros al día”. Todo despierta su curiosidad y sabe plantar esa semilla en sus alumnos.
Pero Matute no solo sirve a la musa de la historia en el papel ejemplar de maestro universitario sino como un historiador cumplido y maduro. Además de participar puntualmente como editor y consejero en numerosos cuerpos colegiados, editoriales, comisiones y proyectos ligados al trabajo histórico, ha escrito cinco libros: el original estudio sobre Lorenzo Boturini y el pensamiento histórico de Vico, editado por la UNAM en 1976; La carrera del caudillo y Las dificultades del nuevo Estado, dos libros claros y sustanciosos editados por El Colegio de México dentro de la serie Historia de la Revolución Mexicana; la obra La Revolución mexicana. Actores, escenarios y acciones, que dio a luz el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana; y, recientemente, el breve pero excelente panorama de la historiografía mexicana llamado Estudios historiográficos. Además de estas aportaciones, a la pluma de Matute se deben 12 libros coordinados, antologías y ediciones de fuentes (entre ellos el utilísimo sobre la teoría de la historia en México, el revelador sobre el contraespionaje político en la época de Obregón, los conmovedores documentos sobre esa especie extraña de santo laico y militar que fue Felipe Ángeles, y las indagaciones sobre la huella española en América); 10 estudios y prólogos; 28 capítulos de libros colectivos y ponencias en memorias; 21 artículos en revistas académicas; 15 textos en revistas de divulgación; 9 colaboraciones en tomos enciclopédicos; 52 textos de divulgación y docencia, y 48 reseñas críticas sobre la producción histórica de los últimos veinticinco años en México.
En el universo de sus curiosidades destacan dos campos: la historia de la Revolución y la historia de la historia, es decir, la disciplina que José Gaos, en un memorable artículo de Historia Mexicana, denominó historiografía. Todos los historiadores tenemos una clave secreta, a veces familiar, que explica nuestra vocación. La inclinación de Matute por estudiar la Revolución mexicana tiene su origen más claro en la cercanía de Eduardo Blanquel, quien era la excepción a la regla universitaria de no tocar la historia contemporánea. Pero quizá exista una presencia anterior, la de su antepasado (abuelo) el general Amado Aguirre, de quien Matute publicó y prologó su obra Mis memorias en campaña. Apuntes para la historia en edición facsimilar en 1985. Este gran revolucionario jalisciense, maderista de primera hora, no solo fue Constituyente del 17, sino que pudo servir sin contradicción al gobierno de Carranza y al de Obregón, fue embajador en varias repúblicas sudamericanas y escribió –además de la obra publicada por su nieto– estudios sobre los territorios de Quintana Roo y Baja California de los que fue gobernador. Murió a los 86 años, en 1949, cuando Álvaro tenía alrededor de seis años de edad. Tal vez su recuerdo perduró en la casa familiar. Así nacen las vocaciones cuando son de verdad. No del interés sino de las entrañas.
Otra influencia dominante fue la de don Edmundo O’Gorman, que abrevó a su vez el interés historiográfico en su maestro José Gaos. Gaos solía decir que había cabalgado toda su vida entre la historia y la filosofía, y la historiografía representaba una síntesis de las dos disciplinas. Matute, que estudió primero en Ciencias Políticas y luego Historia en la Facultad de Filosofía y Letras, se ha inclinado cada vez más hacia el territorio fascinante de historiar a los historiadores. Próximamente aparecerá, editada por el FCE, su obra sobre el Pensamiento historiográfico mexicano del siglo XX (1910-1935) y está avanzado en un 75% el libro que complementa esta edición de 1940 hasta 1968. Los lectores esperamos con gran interés estos libros. Estamos seguros de que estarán a la altura de aquellas obras de los grandes historiadores de la historia que, por influencia de los transterrados españoles (de quienes todos somos deudores intelectuales), se publicaron en la misma casa editorial en los años cuarenta.
El texto que Álvaro Matute ha leído hoy pertenece al género referido y prueba la calidad de sus investigaciones. Se concentra en un momento olvidado de nuestra vida académica, un encuentro de 1955 que todos nosotros, estoy seguro, habríamos querido presenciar. ¡Qué formidable desfile de escritores y pensadores! Entre ellos, Matute destaca la figura modesta de Juan Hernández Luna, el historiador de las ideas de origen michoacano que escribió una buena historia del Ateneo de la Juventud pero que en aquel congreso atisbó avenidas de revisionismo que se ampliarían asombrosamente en los años sesenta. Matute rescata también las ideas de Manuel Moreno Sánchez, no hay que olvidarlo, sirvió al gobierno del general Benigno Serrato, que sucedió al general Cárdenas en Michoacán y murió en circunstancias sospechosas. Debido a esa experiencia, Moreno Sánchez pudo perfilar una crítica francamente heterodoxa y, a mi juicio, muchas veces certera, del cardenismo.
Pero tal vez el rescate más justo y notable es el de un ensayo: “La ideología de la Revolución mexicana” escrito por nuestro querido maestro Moisés González Navarro y publicado en Historia Mexicana en 1960. Se trataba, en efecto, de un acto a contracorriente. Mientras el gobierno lopezmateísta festejaba con bombo y platillo los cincuenta años de una revolución que no solo no tenía fin sino que, supuestamente, recomenzaba siempre, González Navarro hablaba del Termidor, y aplicaba categorías extraídas de sus estudios sociológicos para mostrar la trayectoria y el agotamiento de la ideología revolucionaria. Matute apunta, con toda razón, que ese valeroso artículo de González Navarro fue un antecedente del revisionismo histórico que tocaba a la puerta de nuestra historia escrita. Y si se me permite dar una pequeña confirmación personal de este hallazgo historiográfico de Matute, diré que al escribir Caudillos culturales en la Revolución mexicana, leí aquel ensayo como una inspiración. Ese era el tono y la distancia crítica que necesitaba. Mi ejemplar de aquel número 40 de Historia Mexicana está subrayado con pluma, lleno de admiraciones y apostillas.
Matute toca un instante del pensamiento historiográfico, el momento en que la Academia descubre, por así decirlo, que la Revolución no es una realidad suprahistórica intocable, y que por tanto la historia de la Revolución es historiable. En este sentido, me parece importante señalar la influencia del ensayo seminal de Daniel Cosío Villegas, “La crisis de México”, ese acto de revisionismo histórico avant la lettre escrito fuera de la Academia y que sin embargo fructificó, años más tarde, en los escritos de las jóvenes generaciones. De hecho, el ensayo de Moreno Sánchez que recuerda Matute puede leerse como una respuesta a Cosío Villegas. Por otra parte, Matute tiene razón en señalar de paso la importancia de Frank Tannenbaum en la historia de nuestra historia, pero tal vez discrepo un tanto de él en cuanto a considerarlo un autor ortodoxo. Creo que en los libros de Tannenbaum, y en ensayos poco conocidos, hay al menos un embrión de revisionismo histórico.
Clío, dije al principio, es una musa exigente pero generosa. Se le puede servir como maestro, como editor, como historiador en los géneros y los campos más diversos. Se le puede servir dentro y fuera de la Academia. Matute le ha sido fiel dentro del ámbito universitario: ha contribuido decisivamente –y seguirá contribuyendo, estoy seguro– a la propagación, edición y descubrimiento del saber histórico. Pero para apreciar su mayor cualidad como historiador basta acercarse a nuestro nuevo académico como persona: en una generación arrebatada por las pasiones, Álvaro Matute es la imagen misma del equilibrio, la suavidad, la ponderación, la honestidad. Clío misma las tendría como prendas principales. Porque en una mano sostiene un reloj de arena pero en la otra la balanza de la justicia.
*Respuesta al discurso de Álvaro Matute al ser elegido miembro numerario de la Academia Mexicana de la Historia