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Presencia de Cárdenas

En la casa de mis abuelos, el nombre de Lázaro Cárdenas tuvo siempre un prestigio mayor que el de cualquier otro Presidente. Aunque se habían refugiado en el país en tiempos de Ortiz Rubio, fue en el periodo de Cárdenas cuando asentaron sus vidas: aprendieron el idioma, establecieron sus pequeños negocios, enviaron a los hijos a escuelas públicas. El socialismo, en el que fervorosamente creían, parecía adoptar aquí una variante nueva, menos rígida y marcial que en la Unión Soviética, más libre, entusiasta y popular. En su vejez, todos recordaban los episodios culminantes de aquel periodo -la expulsión de Calles, el reparto agrario, las movilizaciones obreras, la solidaridad con la República Española, el estallido de la Segunda Guerra- pero había uno que volvía repetidamente a las conversaciones de sobremesa: la expropiación petrolera.

El discurso presidencial en la radio, las marchas de apoyo, el aporte que todos los estratos sociales hicieron en Bellas Artes para el pago de la deuda, quedaron en la memoria familiar como un acto de iniciación o, más precisamente, como una ceremonia de filiación: un bautizo mexicano. Para mis maestros, Cárdenas no era sólo un prestigio sino un misterio. Alrededor de su muerte, Daniel Cosío Villegas escribió un artículo notable: "Adiós mi general, adiós". Si no recuerdo mal, declaraba su admiración por el "instinto popular" de Cárdenas, pero en privado confesaba que su reconocimiento era tan grande como su perplejidad. Lo intrigaban, sobre todo, la entrada y la salida de Cárdenas: la integración de un gabinete con personas que Cosío consideraba mediocres y la sucesión presidencial de 1940. Era claro que don Daniel sangraba un poco por una doble herida: tan cerca había estado de ser Ministro de Relaciones Exteriores en 1935, como su amigo Múgica de ser candidato en 1940. Con todo, su curiosidad era genuina: "hay mil cosas -solía decir- que no entiendo de Cárdenas. Entre mis amigos, más que un prestigio Cárdenas era una leyenda. Por una amiga supe de su solidaridad con los estudiantes y maestros perseguidos en el 68. No sólo su instinto popular sino su instinto histórico le decía que en Tlatelolco se había roto la legitimidad de la Revolución Mexicana. Fue un amigo el que me dio una definición de Cárdenas que en aquellos tiempos de convicciones rotundas me pareció perfecta, y que aún ahora, a 25 años de distancia, me parece razonablemente cierta: "Fue el último Presidente que gobernó para el pueblo".

Sin haberlo conocido ni visto, me fui formando una imagen dual del presidente Cárdenas. Mis prevenciones frente a las izquierdas autoritarias (no había muchas otras antes de 1989) y mis convicciones democráticas, tenían que apartarme por fuerza de aquel gran tótem de la izquierda mexicana. Pero al mismo tiempo, el recuento más superficial de sus aciertos lo ponía por encima de las banderías ideológicas y me acercaba a él: dio libertad, no mató, fue generoso, fue humanitario, ejerció un liderazgo firme y auténtico. "No olvides que México fue más México a partir de aquel 18 de marzo", me señaló alguna vez Emilio Rosenbleuth. Desde entonces, no lo he olvidado. En un momento quise aventurar mi visión biografía del general Cárdenas. Revisé algunos archivos, leí libros y folletos de la época, consulté la prensa periódica (que para ese momento es todavía una fuente confiable y a menudo sorprendente), pero sobre todo intenté hablar con gente que lo conoció de cerca. Cuatro personas me aportaron testimonios invaluables: el ingeniero Heberto Castillo, sobre la vocación ingenieril que desarrolló Cárdenas; el Arquitecto Oscar Pérez Palacios, sobre las jornadas humanitarias del General por "los caminitos de Michoacán"; don Adolfo Orive Alva, sobre el memorable reparto agrario en La Laguna; y don Raúl Castellano, su fiel secretario particular, sobre el estilo y la calidad personal de su querido jefe. Conforme avanzaba la investigación, Cárdenas se fue volviendo un personaje cada vez más amable. Me dolía su difícil condición familiar y el modo en que lo arrasó el vendaval de la Revolución. Creí ver en la bonhomía de su padre, la piedad de su madre y la nobleza de su tía Angela una triple herencia que lo apartaría de ese vértigo de sangre que fue la revolución sonorense. Sus fracasos militares que alarmaban a Obregón lo enaltecían a mis ojos: revelaban una vocación histórica superior.

Al adentrarme en su ensayo de gobierno en Michoacán, descubrí un elemento que me pareció reprobable: el integrismo político, pilar de una dominación que se repitió más tarde, en escala nacional, durante su sexenio. En este sentido, fue Cárdenas y no Calles el verdadero fundador del sistema político mexicano, un sistema incompatible con la democracia. Y sin embargo, aún en esa etapa, sobraban argumentos salvadores. No era sólo el paliativo de los tiempos que corrían (en los treinta la democracia parecía un valor secundario aún para muchos hombres inteligentes de Occidente) sino los rasgos más personales de su actitud: su bondad con los indios, su dignidad en los revueltos tiempos del Maximato y, sobre todo, la limpieza de sus convicciones. Acaso por ser uno de los revolucionarios más jóvenes o por haber participado en tantos episodios de la lucha armada, Cárdenas se veía a sí mismo como la encarnación misma de la Revolución Mexicana. Su gestión no se entiende sin ese triple acto de fe: cumplir, hasta las últimas consecuencias, como un mandato sagrado, los preceptos agrarios, laborales y nacionalistas de la Constitución.

Desde entonces me pareció que Cárdenas adquiere su dimensión verdadera en un ámbito que colinda con la religiosidad popular. No el de la fe en el sentido estricto, sino el de una fe transformada en vocación de servicio a los pobres. Caridad y misericordia que no necesitan ostentar su filiación cristiana para reconocerse como tales. Cuando creyó que la tierra los redimiría, se las dio. Cuando creyó que en sus manos la industria funcionaría sin la codicia capitalista, se las dio. Cuando pudo gestionar "caminos que abren caminos'', escuelas y clínicas, se las dio. Cuando supo que no tenía otra cosa que darles más que su presencia y su atención, se las dio. Fue un misionero con investidura política y militar.

Entre los indios de Tzintzuntzan, un periodista descubrió hace tiempo un altar para "Tata Lázaro''. Como aquél otro Tata de la historia michoacana, el tiempo desgastará apenas, como la gota en la piedra, la memoria de Cárdenas. No es entre aquellos indios donde importa retener la memoria y transformarla en legado vivo: es en la sociedad civil. Cuauhtémoc Cárdenas ha luchado con valor y dignidad ejemplares por servir a la sociedad civil. Aunque busca instaurar un régimen político distinto al que fundó su padre, no lo mueve el instinto parricida sino la convicción democrática. El General, en su momento, pudo haber partido en dos el duro tronco del PRI. No lo hizo, quizá porque se sabía heredero y creador de un sistema que sin haber sido democrático rindió al país servicios indudables. Si hijo tomó la piqueta en 1986 y es, en estos tiempos oscuros, una de las pocas figuras limpias en nuestra vida pública. Si contribuye a lograr que el Partido de la Revolución Democrática abandone para siempre las pulsiones revolucionarias, si lo ayuda a orientar sus métodos y metas al futuro y no al pasado, si abre las puertas a las generaciones nuevas con más ideas y menos ideología, si favorece hacia dentro y fuera el ejercicio de la tolerancia y la autocrítica, México contará con el partido de izquierda que con urgencia necesita. En la casa de los Cárdenas vive Doña Amalia, la esposa del General, sus hijos Celeste y Cuauhtémoc y sus nietos, Lázaro, Cuauhtémoc y Camila. Los cobija la buena sombra de aquel caudillo que encarnó el espíritu humanitario de la Revolución, ese árbol plantado en el centro de la historia mexicana: Lázaro Cárdenas.

*Texto que formará parte del libro conmemorativo que prepara la familia Cárdenas en el Centenario del natalicio de Lázaro Cárdenas.

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