La presidencia imperial

Para Carlos Castillo Peraza.

Todo libro de historia tiene su prehistoria. La de La Presidencia Imperial, último tomo de la trilogía que incluye Siglo de Caudillos y Biografía del Poder, comenzó en el ya remoto año de 1968. Fui un participante fervoroso del movimiento estudiantil, y como tantos otros jóvenes de entonces sentí de manera directa y visceral la presencia excesiva del poder en México, el modo en que sutil o brutalmente coartaba libertades políticas esenciales como la de expresión y manifestación, la de criticar y también la de elegir a nuestros gobernantes.

El crimen colectivo del 2 de octubre fue nuestro bautizo de fuego. Al día siguiente despertamos con la convicción de vivir en un país secuestrado, hasta cierto punto, por una oligarquía política. ¿Qué hacer?

Algunos se fueron a la sierra y allí malograron sus vidas; otros se hundieron en la desesperación o el cinismo; otros más sufrieron condenas injustas en la cárcel. Unos cuantos, en fin, entrevimos que nuestra vocación sería la de procurar entender lo que había ocurrido. Por eso comenzamos a mirar hacia atrás. Por eso nos hicimos historiadores.

El paso de los años y el saldo cada vez más desastroso de los sexenios confirmaron puntualmente la tesis de un maestro entrañable de nuestra generación: don Daniel Cosío Villegas. El poder casi absoluto de los Presidentes -afirmaba- los convierte en monarcas sexenales con ropajes republicanos.

Como en la era de los Césares, el tiempo de los Enriques y Ricardos de la Inglaterra medieval o el de los Carlos y Felipes en la España barroca, así también en el México moderno y contemporáneo la psicología particular de los poderosos se transmite a la historia nacional limitando sus opciones y reduciendo su horizonte, por momentos decisivos, al de una biografía.

Cosío Villegas descubrió esta gravitación biográfica, pero es obvio que no la admiraba. Por el contrario: veía en ella una de las llagas mayores de la vida mexicana. Por eso ejerció la crítica y practicó la historia como dos vocaciones paralelas con un mismo objetivo: entender la naturaleza del poder en México -sobre todo del poder presidencial- y limitar así su influencia.

En la obra y la actitud de Cosío Villegas quisiera imaginar otro antecedente de este libro. Al exhibir hasta qué grado el destino político de México ha dependido de las pasiones, los conflictos, el carácter, el temperamento, las ideas, las obsesiones y hasta las enfermedades físicas o morales de los monarcas en turno (o de sus familiares cercanos), intenté practicar una suerte de exorcismo: confrontar al País con esa dependencia para así contribuir, un poco, a liberarlo de ella.

La trilogía histórica no fue una obra construida con premeditación, sino que se fue construyendo a sí misma a lo largo de tres lustros, en diálogo y tensión constantes con el presente de México. No partí de una filosofía de la historia: la descubrí haciéndola.

Si bien creo firmemente en la libertad de la persona para forjar, enaltecer o destruir su propio destino, conforme avancé en el estudio de nuestra historia política creí descubrir, para mi sorpresa, que en el pasado mexicano no sólo hay azar y espontaneidad, invención y voluntad, sino también una suerte de misteriosa escritura que nos deletrea y nos determina.

A riesgo de ser acusado de hegeliano tardío, pienso en México como el lugar histórico de una tensión irresuelta e insoluble, pero también intensamente creativa, entre la gravitación del pasado y el llamado impostergable del futuro. La obra pretende distinguir entre los legados útiles del pasado y los fardos que nos impiden acceder a una modernidad plena.

Y entre éstos, ninguno es más pesado que el arcaísmo de nuestra cultura política. Mientras corría el reloj de esta historia, creí advertir un ritmo pendular en el pasado mexicano: el siglo XIX como un triunfo provisional del futuro, la Revolución como una corrección impuesta por la tradición virreinal y prehispánica, y el sistema político mexicano como un compromiso entre estas dos tendencias profundas.

En abono de la verdad, es preciso reconocer que el sistema que ahora ha entrado -al menos eso esperamos- en su etapa terminal, procuró y logró, por al menos tres decenios, la modernización económica, social y cultural de México, pero no hay duda de que postergó el desarrollo político de muchos mexicanos: los redujo al triste papel de adolescentes fósiles, de becarios permanentes o de cómplices.

Para entender el funcionamiento del sistema, "La Presidencia Imperial" ofrece una especie de modelo hermenéutico. En él se analiza el comportamiento de los poderes -formales, reales, regionales, corporados, económicos, eclesiásticos, periodísticos, universitarios, intelectuales- ponderando su diverso grado de subordinación. Los héroes de la historia son los pequeños planetas que se negaron a girar alrededor del sol presidencial, pero sin recurrir a la insubordinación armada: los intelectuales y las organizaciones sindicales realmente independientes, algunos grupos y personajes de la izquierda, el Partido Acción Nacional -tesonero y democrático, aunque intolerante en algunas de sus posturas ideológicas- y, por supuesto, la generación que marchó por las calles al grito de "¡México, libertad!": la generación de 1968.

En ese marco inciden las biografías presidenciales. Quise estudiar a los monarcas sexenales, sobre todo a los fallecidos, sin un desbordamiento de pasión. No me fue difícil en el caso del caballeroso don Manuel Avila Camacho, ni siquiera en el de su incómodo hermano.Tampoco en el de Miguel Alemán, quien proyectó sobre el País la noción de riqueza que llevaba en su sangre jarocha. Escribir sobre Ruiz Cortines, ese supremo jugador de dominó político, resultó no sólo aleccionador: fue divertido. Y lo mismo cabe decir de López Mateos, el Presidente bohemio y orador, "viajero y viejero", como se decía entonces.

Con Díaz Ordaz fue distinto. Allí había una dolorosa experiencia generacional y un agravio imborrable. Pero no se trataba de componer un panfleto sino una historia, por eso procuré cribar en su vida desde la mirada de sus propios seres queridos y comprender -con esa difícil empatía que recomendaba el maestro Gaos- los resortes íntimos que movieron los hilos de aquel hombre que veía el mundo con la rencorosa lente de su propio espejo y bajo la forma, siempre caótica y amenazante, de un rompecabezas. Jorge Luis Borges decía que los mexicanos vivimos "obsedidos en la contemplación de la discordia de nuestro pasado".

La trilogía quiso contribuir a curarnos de esa obsesión, quiso contemplar sin ánimo de discordia la discordia de nuestro pasado. Al final, mientras redactaba los pasajes sobre el 68 e integraba los ensayos finales relativos a estos últimos 25 años, me di cuenta de que esta pretensión se volvía imposible. La pasión libertaria de aquel movimiento seguía y sigue presente, como una secreta inspiración.

Sólo cabía obedecerla y juzgar desde ella el desempeño de los últimos presidentes emperadores. No sé si el libro logrará su propósito cardinal: reconstruir una compleja etapa política de México. Noto con esperanza que aparece en un momento propicio, cuando el País vuelve a proponerse a sí mismo una vida republicana y democrática. Tengo la convicción de que esta vez lo logrará, no sólo por la dinámica interna del proceso, sino por las fuerzas reales de la escena mundial que están operando.

En el mundo alucinante de la comunicación en que vivimos, las islas históricas -vueltas hacia adentro y hacia atrás- son insostenibles. Si el próximo 6 de julio logramos pisar por fin la tierra firme de la democracia, el libro y la trilogía toda habrán cumplido su vocación más íntima: la de ver superados, desmentidos sus títulos por la realidad.

Porque México no será más el excéntrico país de la presidencia imperial, sino el país normal de una presidencia republicana.

Porque México no será más el espacio histórico de una biografía del poder que caprichosamente nos escribe, sino una biografía colectiva que escribiremos entre todos.

*Palabras pronunciadas en la presentación de La Presidencia Imperial, 26 de junio de 1997

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