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¿Qué hacer con el pasado?

El ayer es irrevocable, dice Borges en algún sitio. Es el karma de cada uno. Los hechos del pasado se acumulan como una integral matemática sobre el presente y lo gravan de mil modos. ¿Qué hacer con él? Freud nos hizo creer que el conocimiento del pasado era posible y que, una vez alcanzado, nos libera de él, lo corrige, lo reescribe y, en última instancia, lo cambia. En estos tiempos postmodernos ya no está tan clara la función curativa de ese conocimiento pero la búsqueda de la verdad es un fin en sí mismo. Puede no ser el camino de la felicidad pero sí de la coherencia.

Algo similar aunque, obviamente, más complejo, ocurre con el pasado de las colectividades. Más complejo porque en esa "formación integral" intervienen innumerables factores: mitos, leyendas, tradiciones, historias orales, historias escritas, distorsiones ideológicas. Con todo, las sociedades maduras pueden decidir qué hacer con su pasado al menos en dos ámbitos. El primero -el de la cultura y la educación- se resume en una pregunta: ¿cómo queremos que nuestros hijos (o nietos) recuerden el pasado? El segundo -el de la justicia- consiste en llamar a cuentas al pasado (o a los protagonistas del pasado) para que respondan ante los tribunales por las faltas o crímenes que cometieron.

Cuando los responsables tienen nombre y apellido (como en el caso de Pinochet o los militares argentinos) el proceso es más sencillo que cuando se trata de una responsabilidad colectiva. Los alemanes, aun los que nacieron después de la guerra mundial, han tenido el valor de ver al pasado inmediato de frente. Algunos piensan que su país ha "pagado" ya suficiente por la historia hitleriana; otros creen que no se trata de pagar sino de dejar constancia clara y documentada sobre los horrores que se cometieron y responsabilizarse, con dignidad y sentido práctico, de sus inagotables consecuencias. En Rusia, la Glasnost desencadenó un escrutinio moral igualmente admirable en la historia, la literatura y el periodismo: había que interrogar con honestidad a la conciencia propia sobre los diversos grados de complicidad en que incurrió durante las décadas totalitarias. En Polonia, en nuestros días, ha habido un doloroso debate en torno a un hallazgo histórico que conmocionó a la opinión pública: una matanza de cerca de dos mil judíos durante la guerra en el pequeño pueblo de Yedvabne perpetrada no por los nazis (como la historia oficial había propalado) sino por sus propios vecinos en la aldea. La actitud polaca en este caso ha sido particularmente valiente, porque para los polacos (que perdieron millones de personas durante la guerra) es difícil asumirse como victimarios. Lo mismo ocurre en el caso de Israel donde en los últimos años se han publicado libros importantes de revisionismo histórico escritos por israelíes tomando en cuenta el punto de vista de los palestinos.

En México no hay una responsabilidad colectiva equiparable a la europea del siglo XX, salvo quizá la de nuestra tradicional indulgencia frente a la "fiesta de las balas" o al resplandor de los machetes en nuestra historia. Francia puede disimular su falta de temple durante la Segunda Guerra Mundial pero ya no se oculta a sí misma los horrores de su gloriosa revolución. Nosotros deberíamos de hacer lo propio con la nuestra (las nuestras) y preguntarnos si los centenares de miles de muertos realmente morían envueltos en la bandera nacional o en la causa que defendían. Por lo que hace a los crímenes de nuestro pasado inmediato, es claro que allí sí tenemos tela de dónde cortar, pero habría que hacerlo con cordura.

Cordura significa, ante todo, sentido de las proporciones. Tlatelolco fue un crimen, una masacre, pero llamarlo genocidio es, más que un disparate, una inmoralidad: quien no distingue grados en el mal contribuye a su banalización, a su relativización. El crimen de una persona es abominable pero no es igual al de un grupo, una colectividad, una clase, una nación. Por otro lado, cordura implica también ponderación. Ver las cosas con sus tonalidades grises, no en negro y blanco. Tlatelolco y el 10 de junio (me consta personalmente, en este caso) son crímenes que no debieron ni deben quedar impunes, pero a estas alturas la generación del 68, la mía propia, debe reconocer que su actitud era menos democrática que revolucionaria y que esa radicalidad exacerbó los instintos represivos del gobierno, sobre todo con un presidente paranoico y un ministro de Gobernación dispuesto a alimentar esa tendencia para sus propios fines políticos.

No hay en el pasado inmediato de México nada semejante al drama de la Segunda Guerra Mundial ni crímenes comparables a los del totalitarismo soviético o chino, o al autoritarismo de los generales sudamericanos. ¿Qué hacer con esa parte de nuestro pasado? Llamarla a cuentas está bien, pero convertir ese proceso en el centro de la política gubernamental es un despropósito y algo peor: un expediente lamentable para desviar la opinión pública de la incapacidad del gobierno para enfrentar los verdaderos, los grandes problemas nacionales.

Más importante que llamar a cuentas a los responsables es decidir cómo vamos a recordar el pasado. La amnesia es tan desaconsejable como la mistificación o la mentira. En vez de buscar culpables por nuestras desdichas (culpables externos como el imperialismo yanqui, o internos como los gobiernos del PRI), podríamos transmitir a las generaciones jóvenes una imagen más ponderada, justa y modesta de nuestro pasado. Borges decía también (¿qué no dijo alguna vez Borges?) que los mexicanos vivíamos "fijos, contemplando con fascinación las discordias de nuestro pasado". Hace tiempo que debimos decir adiós a todo eso y encarar con valor el único territorio revocable: el futuro.

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