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Que no falte la concordia

En la Navidad de 1993, cuando todo en México parecía miel sobre hojuelas, decidí volver a mis clásicos y tomé uno de esos maravillosos tomitos amarillos de la colección "El Arquero" de la Espasa Calpe que reúnen la obra de José Ortega y Gasset. Iba en busca de un ensayo particular: "Del Imperio Romano", publicado en el año aciago de 1941. Bordando sobre la tragedia de Cicerón, que vio la República desvanecerse ante sus ojos y perdió la vida en el trance, Ortega ponderaba la concordia como "el cimiento último de toda sociedad estable". En el mismo sentido, Cicerón la definía como "el mejor y más apretado vínculo de todo Estado". A juicio de ambos, la concordia debía ajustarse a la clásica definición de Aristóteles: "De concordia política sólo se puede hablar cuando los ciudadanos coinciden en lo que atañe al Estado, cuando persiguen respecto a él los mismos fines."

La concordia no significaba, por supuesto, que en una colectividad exista una imposible (aburrida e indeseable) coincidencia de opiniones. "Discordes en ciertos puntos de política, podemos seguir acordes en otros más importantes. La discordia sólo será pura y radical -y opuesta a la concordia- cuando la cuestión sea la última y radical vida del Estado." Según Ortega, la clave de la concordia se resume en una frase: "acuerdo sobre quién debe mandar": "La función de mandar y obedecer es la decisiva en toda sociedad. Como ande en ésta turbia la cuestión de quién manda y quién obedece, todo lo demás marchará muy torpemente. Hasta la... intimidad de cada individuo... quedará perturbada y falsificada."

Para ilustrar los estragos de la discordia, Ortega recuerda que el lenguaje común la simboliza "hablando de corazones que se separan o de un corazón que se escinde en dos: es la discordia". "La sociedad -agrega- deja entonces en absoluto de serlo, se disocia, se convierte en dos sociedades... que dentro de un mismo espacio social son imposibles." Cuando impera la discordia, "el Estado queda destruido y con él toda vigencia de ideas, de normas, de estructuras en qué apoyarse". Por eso, cuando Cicerón percibe ese vacío de acuerdo político, presintiendo el espectro de la guerra civil, pronuncia sólo dos palabras: "falta concordia".

Aquella Navidad de 1993 era la antesala de un desacuerdo profundo y oscuro que desembocó en el levantamiento neozapatista, el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la crisis económica de fines de 1994. El instinto de supervivencia, el sentido de responsabilidad de los principales actores políticos, el contexto internacional de paz y hasta la mano amiga de Bill Clinton salieron en nuestra ayuda para salvar una situación que, de todas maneras, dejó agravios que aún persisten en amplios sectores de la sociedad. No era una situación de discordia radical, pero el país se había acercado peligrosamente a ese precipicio. La única solución posible era llegar a un acuerdo sobre los fines y la naturaleza del Estado. Por fortuna, estaba a la mano: era la democracia. A partir de enero de 1995, casi todas las fuerzas políticas del momento pusieron manos a la obra para construir una transición ordenada y pacífica. La convergencia en torno a ese acuerdo fue tal que, a mediados de ese mismo año, más de un millón de simpatizantes del neozapatismo acudieron a las urnas para exigir a los líderes de ese movimiento que dejaran las armas y se incorporaran a la vida política. Dos años después el PRI perdió por primera vez la mayoría en el Congreso, la izquierda llegó al poder en el DF, el IFE ganó legitimidad, y el terreno quedó abonado para la alternancia pacífica del poder en el año 2000.

Hoy han vuelto a aparecer las nubes de la discordia. No se trata de las opiniones distintas y aun contrarias que existen sobre el rumbo económico del país, o sobre el papel relativo que deben desempeñar el Estado y el mercado en la vida de México. Esta diversidad es perfectamente sana y natural. Se trata del peligroso desacuerdo que subsiste entre las elites rectoras de México, que no sólo tienen ideas y creencias muy distintas sobre los "fines y la naturaleza del Estado", sino que no han construido siquiera el andamiaje para debatir sobre esa desavenencia central, y resolverla. (El Acuerdo de Chapultepec es un esfuerzo meritorio, pero sectores amplios de la sociedad no lo conocen.) En teoría nadie quiere una vuelta al autoritarismo, pero muy pocos han puesto su parte en la consolidación de un Estado autolimitado y eficaz. La reforma del Estado (la reelección de diputados, el debate sobre las condiciones de gobernabilidad, el financiamiento de los partidos etc...) habría podido ser el gran logro de este sexenio. No lo fue. Ahora los poderes formales e informales sólo parecen buscar la expansión de su propio dominio con miras al 2006. Esta lucha por el gobierno, no por la modernización del Estado, es una guerra de posiciones cargada de dogmatismo, desconfianza y mala fe. Los actores políticos y sus personeros no moderan sus palabras. Por el contrario, el lenguaje se llena de intolerancia y encono, señal inequívoca de la discordia que en cualquier momento puede estallar.

Ahora el contexto internacional es menos favorable que en 1994. Ahora nadie nos tendería la mano amiga. Hagamos votos navideños para que en el 2006 no nos falte la concordia.

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