¿Recobrará México la mitad de su territorio?
La invasión estadounidense a México de 1846 infligió a los mexicanos una herida dolorosa que cicatrizó poco a poco, a lo largo de 170 años. Donald Trump ha vuelto a abrirla.
Entre las muchas mentiras que ha urdido, ninguna más ridícula que su intento de contradecir a la historia, presentando a Estados Unidos como una víctima de México, país que supuestamente le roba empleos, le impone tratados onerosos y le manda a sus “bad hombres” a través de la frontera.
Frente a esta fake history, algunos mexicanos se han propuesto recordar a Trump cuál fue, exactamente, la primera nación en ser víctima del imperialismo americano. Su proyecto es promover una demanda que anule totalmente el Tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado el 2 de febrero de 1848 y por medio del cual México –invadido por el ejército estadounidense, ocupada su capital y tomados sus puertos y aduanas– se vio obligado a admitir la anexión de Texas y conceder a Estados Unidos más de la mitad de su territorio, que corresponde principalmente a los actuales estados de Arizona, Nuevo México y California.
Encabeza el esfuerzo Cuauhtémoc Cárdenas, el mayor estadista de la izquierda mexicana. Cárdenas está convencido de que el gobierno mexicano –sobre todo ante la agresión de Trump– tiene en sus manos un caso sólido. Según su tesis, aquel tratado es violatorio de imprescriptibles normas internacionales del derecho y por ello susceptible de ser denunciado (con propósitos de reparación o indemnización) ante instancias como la Corte Internacional de Justicia y la ONU. Y aun admitiendo –sin conceder– la validez del tratado, varios artículos cruciales, como el respeto a la ciudadanía, la propiedad y la seguridad de los 100.000 mexicanos que quedaron en territorio estadounidense, se incumplieron desde un principio.
La iniciativa, sin embargo, enfrenta enormes obstáculos. Bernardo Sepúlveda, ex Secretario de Relaciones Exteriores y el mayor experto mexicano en derecho internacional, considera que “muy a su pesar” la demanda no prosperaría. “En tiempos anteriores las guerras de conquista no se topaban con la misma condena moral y legal que ahora forma parte de nuestro sistema legal”, me dijo. La demanda tendría que presentarse conforme a la Convención de Viena “y mostrar que el Estado mexicano no aceptó expresamente la validez del tratado o que, en razón de su conducta, el mismo Estado mostró su rechazo a esa validez”.
Pero ese no fue el caso del Tratado de Guadalupe Hidalgo, que fue firmado con el consentimiento de ambos gobiernos y sus respectivos congresos. “Adicionalmente”, agrega Sepúlveda, “para obtener un dictamen, la demanda de anulación del Tratado de 1848 tendría que someterse a la Corte Internacional de Justicia, cuya jurisdicción obligatoria en casos contenciosos no está reconocida por Estados Unidos”.
No obstante, una es la lógica jurídica y otra la lógica política. Si el gobierno de Peña Nieto no hace suyo el proyecto de Cárdenas, un candidato de oposición (sea de izquierda populista o de derecha nacionalista) podría adoptarlo como bandera hacia las elecciones de julio de 2018. Y si alguno de ellos gana, el nuevo presidente podría convertir la demanda en realidad.
Más allá de la viabilidad, lo que está en juego es algo aún más vasto: necesitamos alentar el debate sobre la verdadera historia de aquella guerra que Estados Unidos, convenientemente, ha olvidado o maquillado, pero que ahora más que nunca importa recordar honestamente como lo que fue. Se trata de una enormidad que cabe en una pregunta: ¿qué parte de la prosperidad histórica de Estados Unidos se ha afincado en el desarrollo de los territorios habitados originalmente por mexicanos y arrebatados a México en una guerra de conquista?
Porque no hay duda de que fue una guerra de conquista. Así la vivieron muchos soldados, que leían la Historia de la conquista de México de William H. Prescott –el recuento de la expedición de Hernán Cortés para conquistar el imperio azteca– mientras avanzaban sobre territorio mexicano. Así la consideraron, con vergüenza y pesar, grandes personajes de la época. Esa “guerra en extremo indignante” (dijo John Quincy Adams) había sido “accionada por un espíritu de rapacidad y un desmesurado deseo de engrandecimiento territorial” (escribió Henry Clay), a partir de un ataque premeditado por el presidente James Polk gracias al cual “una banda de asesinos y demonios del infierno se permitieron dar muerte a hombres, mujeres y niños” (Abraham Lincoln).
Tras el bombardeo a la población civil de Veracruz, el general Robert E. Lee escribió a su esposa: “mi corazón sangra por los habitantes”. En sus memorias, Ulysses S. Grant lamentaba no haber tenido el “coraje moral para renunciar” a la que, desde joven, había calificado como “la guerra más perversa”. Para varios otros políticos y pensadores (incluido Henry David Thoreau) la guerra contradecía los valores democráticos y republicanos fundacionales de Estados Unidos y era contraria a la elemental ética cristiana.
La iniciativa de Cárdenas podrá tener pocas probabilidades de éxito legal, pero en estos tiempos en que México ha sufrido los injustos ataques del presidente Trump, su impacto público puede ser considerable.
Estados Unidos debe a México y se debe a sí mismo una revisión franca de su primera guerra imperial no sólo en los currículos de sus escuelas y universidades sino en sus museos y libros. Hollywood y Broadway, que desde su origen han jugado un papel importante en definir la conciencia histórica estadounidense, deberían abordar el tema. Películas, documentales y series de televisión notables han contribuido a modificar la memoria de dos pecados de origen: la esclavitud y el racismo contra los afroamericanos y, en menor medida, el exterminio y la represión racista de los indios americanos. Falta el tercer pecado: la agresión contra México y el despojo de su territorio.
Para nosotros los mexicanos, esta es la oportunidad de una forma de reconquista… Necesitamos reconquistar la memoria de esa guerra pródiga en atrocidades inspiradas por prejuicios raciales y ansias de expansión territorial.
Tres siglos antes de que los ancestros de Trump pisaran Estados Unidos, había mexicanos en aquella zona septentrional de Nueva España y México. Pero ni ellos ni sus descendientes actuales son parte siquiera simbólica del orgullo nacional estadounidense, sino objetos de una imagen estereotipada o emblemas de un pasado vergonzoso que se ha mantenido en la oscuridad. Es hora de que ese pasado salga a la luz, sea reconocido y reivindicado.
Publicado en The New York Times, 6 de abril de 2017.