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Recuento personal

Cuando publiqué "Por una democracia sin adjetivos", a principios de 1984, pensaba que los mexicanos teníamos un tiempo limitado pero suficiente para resolver nuestra transición a la democracia: "el tiempo de nuestras vidas". Aunque la frase me pareció perentoria, es obvio que implicaba un optimismo ingenuo. Si ese ensayo no estaba dirigido a las generaciones herederas de un sistema político que había rebasado su fecha de caducidad sino a un lector que podía tener la edad del autor o ser diez o veinte años más joven que él, ese "tiempo de nuestras vidas" podía rebasar el siglo XXI. Los duros tiempos que sobrevinieron después me han hecho consciente de mi equivocación. La democracia no podía ni puede esperar "el tiempo de nuestras vidas" para arraigar en México. Nuestra vida política ha dejado escapar casi todo el tiempo entre sus manos. El que resta es tiempo contado.

Aquel optimismo inicial tenía sus razones. En términos comparativos, México era todavía un oasis de estabilidad en un mundo que no había terminado por resolver las tensiones de la Guerra Fría y un continente que seguía oscilando entre dos polos de opresión: la camarilla militar y la guerrilla revolucionaria. El país, es verdad, había perdido el rumbo en 1968, pero a despecho de la arbitrariedad, la demagogia y al frivolidad de los gobiernos recientes, todavía quedaban márgenes de acción, si bien cada vez más estrechos. La crisis que estalló en 1982 era fundamentalmente económica y su núcleo se localizaba sobre todo en el sector público. Era allí donde había que aplicar las medidas de emergencia. El cuerpo social parecía entonces relativamente sano, el ejército de desempleados era reducido y no se había adueñado de las calles, un brote guerrillero en México parecía impensable. Para reformarse, el gobierno tenía varias opciones a la mano: podía romper con los esquemas del pasado inmediato, liberalizar la economía, reducir y redefinir el aparato del Estado. La ruta de la recuperación estaba abierta, pero llevarla a buen fin suponía un profundo cambio en el espíritu del régimen: tomar en serio a la democracia.

Para algunos de nosotros, la democracia tenía un carácter axiomático. Era un fin en sí misma y, en vista del siglo XX, uno de los más preciados a los que pudiese aspirar cualquier sociedad. En México, la democracia podía reconstituir la vida nacional: traería consigo un alivio a la insatisfacción general, una descentralización económica inmediata, la entrega a la sociedad de responsabilidades e iniciativas que el Estado se había arrogado por demasiado tiempo, una reanimación del debate público. Ventajas indudables, pero el mundo oficial consideró que aún no había llegado el tiempo propicio. El país debía seguir bajo tutela, indefinidamente.

Si la sociedad, y dentro de ella la prensa y los intelectuales, hubiera desplegado entonces una intensa campaña en favor de la democracia, es posible que el tiempo de transición se hubiese acortado. La verdad es que la mayoría de los intelectuales seguían siendo fieles a una tradición ajena y muchas veces contraria a la democracia: la tradición revolucionaria de izquierda. Arraigado en el siglo XIX y la Reforma, el pensamiento democrático había renacido con Madero en 1910, luego fugazmente con Vasconcelos en 1929, para terminar siendo patrimonio casi exclusivo del PAN y de un liberal solitario: Daniel Cosío Villegas. A fines de los sesenta, reapareció en los escritos de Octavio Paz.

En ese contexto, reivindicar a la democracia tenía sentido. Para probar su pertinencia, repetí planteamientos muy conocidos en el mundo occidental pero relegados en México. Mi apelación pudo servirse de los grandes clásicos del pensamiento democrático liberal -de Tocqueville a Stuart Mill, de José María Luis Mora a Daniel Cosío Villegas-, traer a cuento ejemplos de transiciones recientes, como el caso español, o remotos, como el de la Inglaterra del siglo XVIII. El alegato adoptó la forma de una polémica con todos los adjetivadores de la democracia: los priístas, que se consideraban encarnaciones de una democracia "inclusiva" específicamente "mexicana"; los clericales, que desconfiaban de ella por considerarla "liberal", y los marxistas, que acostumbraban derogarla mediante los calificativos de "formal" y "burguesa".

Aunque alcanzó momentos de intensidad, aquella polémica ocurría in vitro, como si México fuese un tema académico o un caso de laboratorio. Quizá el primer llamado de la realidad fue el terremoto de 1985. El pasmo del gobierno, el nacimiento de una dinámica sociedad civil, ¿no eran ya una anticipación precisa del cambio que requería el país? Al poco tiempo, luego de varios fraudes escandalosos, ocurrió el episodio de Chihuahua, donde el candidato del PAN, Francisco Barrio, fue víctima de un atropello electoral. El gobierno leyó mal el momento político: para el PRI, los comicios en Chihuahua significaban la última oportunidad de encabezar el cambio democrático, no de ser arrastrado por él. Quienes lo leyeron bien fueron amplios sectores de la sociedad mexicana. Contagiado de su entusiasmo, convencido de que crecería al margen de los fraudes y las manipulaciones, escribí en aquellos días: "La democracia no es una panacea. Pero para México es ya el único camino posible de reconstrucción nacional".

Tan profundo era el agravio del mexicano, tan consciente era ya del poder de su voto, que en 1988 sobrevino otro terremoto, esta vez político: la caída del sistema. Con esa fórmula, el gobierno se refería a un supuesto desperfecto en el sistema de cómputo, pero el público supo muy bien que los que se habían "caído" eran el sistema político y el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari. La sombra de su ilegitimidad, real o aparente, desveló sus noches y marcó sus días. Tal vez por eso actuó con resolución: si no podría alcanzar jamás la certeza generalizada de su triunfo, intentaría al menos afirmarse como un líder dispuesto a introducir los cambios económicos que el país necesitaba para revertir la crisis y ponerse al día en un mundo de competencia globalizada.

La sorprendente reacreditación de México en el exterior y la necesidad misma de muchas de las reformas ocultaron la cara oscura del proceso: el olvido de la reforma política. Ningún progreso material, por más deslumbrante que fuera o pareciera, podía consolidarse si no se fincaba en un nuevo contrato político entre los mexicanos. Aunque las medidas financieras y económicas que tomaba el gobierno fuesen las correctas, el carácter despótico y vertical de su instrumentación podía volverlas contraproducentes. Algunos advirtieron el paralelo con la época porfiriana: obsesionado por el crecimiento económico, Díaz optó por retrasar el progreso político hasta que el país estuviese maduro (maduro a juicio del propio Díaz). El resultado de esa postergación fue la Revolución Mexicana.

Casi una década después de haber publicado ese ensayo, los artículos que escribí abandonaron el tono reposado y comenzaron a adoptar el carácter de una admonición cada vez más impaciente. Ya no tenía caso enfrascarse en discusiones teóricas sobre la democracia. Cada elección presagiaba o desataba un remedo de Armageddón. Antes, el gobierno cometía fraudes impunes sin que la noticia la registrara siquiera la prensa de provincia. Ahora, un conflicto en un pequeño municipio del país daba la vuelta al mundo: Tejupilco en The New York Times.

La descomposición del sistema electoral era indudable, pero el país había entrado en una especie de reanimación. El año axial de 1989 nos había transmitido su fe. En Europa, sucedía lo impensable: la caída del comunismo y el Muro de Berlín. América Latina vivía un milagro: el ocaso del populismo, el fin del militarismo, la apertura generalizada de las economías y la adopción sin precedentes de la democracia como sistema de gobierno. En México el milagro no fue tal, apenas se consiguió una reversión de las tendencias negativas en la economía. Sin embargo, se respiraba una atmósfera de optimismo. Salinas parecía haber enganchado el vagón del país al tren de la modernidad. Que México asumiera plenamente el modelo occidental de desarrollo y tomara las ventajas implícitas de su posición geográfica, eran actos de realismo que un sector importante de los mexicanos puso en el haber del gobierno.

A mediados de 1991, Salinas era ya el héroe de la prensa internacional. Para su desgracia y la nuestra no supo administrar su éxito. A partir de ese momento cometió un error histórico, quizá el más serio desde 1910: en vez de aprovechar el capital que había acumulado para propiciar la siempre aplazada reforma política, en vez de limpiar su dudosa legitimidad de origen sentando las bases para una sucesión limpia y abierta, interpretó los triunfos electorales de mitad de sexenio como un aval para la perpetuación más o menos disimulada del sistema y, más grave aún, como una luz verde para su propia continuidad -directa o delegada- en el poder. "Salinas tiene que escoger entre ser Calles o ser Cárdenas", confiaba en privado, por esos días, un alto asesor presidencial. En realidad, Salinas había optado por emular a un prototipo más permanente: Porfirio Díaz. Frente a esa decisión, ninguna prédica democrática surtiría efecto. Las hubo de toda índole, en todos los foros. De nada sirvieron.

De entre los textos que publiqué entonces, me importa destacar uno, que reproduzco no sin un dejo de amargura: "en el horizonte de México hay dos futuros posibles, diametralmente opuestos: en el año 2000 tenderemos hacia España... o hacia Perú". En ese mismo ensayo, presa todavía de un optimismo congénito, señalé que las probabilidades apuntaban "desde luego" a la primera, pero no descartaba un "remoto horizonte peruano". Como Perú, el otro antiguo virreinato, el otro Edén legendario de las crónicas de la Conquista,

A mediados de 1991, Salinas era ya el héroe de la prensa internacional. Para su desgracia y la nuestra no supo administrar su éxito. A partir de ese momento cometió un error histórico, quizá el más serio desde 1910: en vez de aprovechar el capital que había acumulado para propiciar la siempre aplazada reforma política, en vez de limpiar su dudosa legitimidad de origen sentando las bases para una sucesión limpia y abierta, interpretó los triunfos electorales de mitad de sexenio como un aval para la perpetuación más o menos disimulada del sistema y, más grave aún, como una luz verde para su propia continuidad -directa o delegada- en el poder. "Salinas tiene que escoger entre ser Calles o ser Cárdenas", confiaba en privado, por esos días, un alto asesor presidencial. En realidad, Salinas había optado por emular a un prototipo más permanente: Porfirio Díaz. Frente a esa decisión, ninguna prédica democrática surtiría efecto. Las hubo de toda índole, en todos los foros. De nada sirvieron.

De entre los textos que publiqué entonces, me importa destacar uno, que reproduzco no sin un dejo de amargura: "en el horizonte de México hay dos futuros posibles, diametralmente opuestos: en el año 2000 tenderemos hacia España... o hacia Perú". En ese mismo ensayo, presa todavía de un optimismo congénito, señalé que las probabilidades apuntaban "desde luego" a la primera, pero no descartaba un "remoto horizonte peruano". Como Perú, el otro antiguo virreinato, el otro Edén legendario de las crónicas de la Conquista,

México pareció también, y lo fue en cierto sentido, un paraíso terrenal, pero en su historia moderna no han faltado las maldiciones. [...] Hay una antigua tradición de violencia -viva, soterrada- [...] hay una vasta población alrededor de las ciudades y en el campo que bordea angustiosamente los mínimos de subsistencia, hay una latente tradición populista [...] hay una influyente casta de jóvenes universitarios para quienes el fracaso del socialismo autoritario carece de lecciones y significación [...] hay un sector de la Iglesia que trabaja en las comunidades pobres y participa de la Teología de la Liberación [...] hay una irritación creciente y justificada con lo fraudes cometidos por el PRI [...] hay, sobre todo, la sensación generalizada de agobio económico. Todos ellos son elementos para un escenario de deterioro y reversión.

"No hay límites para el deterioro", decía Alejandro Mayta, el personaje de la novela de Vargas Llosa, al volver a los inmundos parajes de su juventud, sitios que desde entonces había considerado irredimibles pero que la realidad había desgastado aún más, y seguía desgastando. Lo mismo podríamos decir ahora nosotros, trágicamente instalados en la opción peruana que entonces consideraba yo tan improbable, rebasándola con un deterioro creciente hecho de inseguridad y miseria, de violencia y postración. ¿Había modo de esquivar este desenlace? Lo había, por supuesto. La salida era la democracia. No era una panacea. Tal vez hubiese retrasado o modificado el Tratado de Libre Comercio, quizá hubiera desacelerado la reforma económica y hasta frenado algunos de sus aspectos. Pero seguía siendo "el único camino posible de reconciliación nacional". Lo que México requería entonces no era un gobierno de tecnócratas que dirigieran al país desde el trono de su "despotismo ilustrado"; lo que se necesitaba era algo más sencillo y más precioso: un pacto de concordia.

Un crítico no es un profeta ni tiene por qué serlo. Su obligación es señalar las tendencias que considera preocupantes y advertir los peligros que acechan. Yo no logré anticipar el perfil preciso del desastre que temía como consecuencia de la inmovilidad política del sistema, pero presentí vagamente que una forma de revolución estaba a la puerta si México no resolvía su transición a la democracia. Como muchas otras voces, hice público ese temor: fue inútil. Salinas no veía ni escuchaba. Por el contrario, con la aprobación del TLC y el destape de Colosio como candidato del PRI, el salinismo parecía a punto de transitar del éxito a la gloria.

En la Navidad de ese año, volví a una lectura de juventud: "Del imperio romano", de Ortega y Gasset. Se trata de una variación sobre un tema de Cicerón, que también abordó en su momento Luis Vives: la antítesis "Concordia-Discordia". Discordia -dice Ortega- no es igual a disensión. Disentir es un hecho saludable en cualquier sociedad política. Es natural que las personas sostengan ideas distintas sobre la marcha de los asuntos públicos. Estas diferencias pueden ser tenues o profundas, pero no implican necesariamente una falta de concordia. Mientras los hombres estén de acuerdo con el cimiento último de su sociedad, mientras compartan "una misma creencia sobre quién debe mandar", las diferencias no afectan la concordia en una sociedad. Pero "como ande [...] turbia la cuestión de quién manda y quién obedece, todo lo demás marchará turbia y torpemente. Hasta la más íntima intimidad de cada individuo [...] quedará perturbada y falsificada". Cuando se "desvanece por volatización" la creencia política compartida, "el hueco de la fe tiene que ser llenado con el gas del apasionamiento". Es el instante peligrosísimo de la discordia -dice Ortega-, el abismo que Cicerón presintió a un paso de las guerras civiles: "el lenguaje lo simboliza hablando de un corazón que se escinde en dos [...] la sociedad deja entonces en absoluto de serlo, se disocia, se convierte en dos sociedades que dentro de un mismo espacio social son imposibles".

Días más tarde, aquella lectura encarnaba en la realidad: con el levantamiento de Chiapas, el perfil del desastre comenzaba a delinearse. Parecía una vuelta -una revuelta- del pasado, del mismo pasado cuya gravitación permanente ha sido una de las constantes de la historia mexicana. ¿En qué sentido afectaría al llamado del futuro, que es la otra fuerza, la otra vocación de nuestra vida nacional?

El desánimo general lleva a distorsionar y, en gran medida, a exagerar la gravedad de nuestra situación. Perdemos el sentido de las proporciones y la historia puede ayudar a recobrarlo. Hay en nuestro pasado situaciones límite cuyo dolor sobrepasa al que sentimos ahora, paréntesis de anarquía que el país pudo superar. Hay también, en ese mismo pasado, herencias vivas de fortaleza y cohesión: México, país de inmensas desigualdades e injusticias, tiene también un conjunto envidiable de no-problemas o de problemas menores si se les compara con los que desgarran otras latitudes: tensiones religiosas, regionales, raciales. Por otra parte, si atendemos a la historia de otros países, encontramos momentos equiparables al nuestro y comprobamos que tarde o temprano hallaron su punto de inflexión. Las soluciones en todos los casos fueron parciales, fragmentarias, pero siempre tuvieron que ver con el carácter de los pueblos y sus líderes.

El gobierno actual, con su singular estrechez de horizonte y sensibilidad, cree que la salida está en el mantenimiento tenaz de su programa económico. Nada más tiene que ofrecer. Nada sino "sangre, sudor y lágrimas", pero no ha sabido plantar en el corazón del mexicano una luz de esperanza. Por su parte, sectores importantes de la oposición predican un cambio tan vago como radical e irresponsable de modelo económico (otra cosa, muy distinta, es el programa), sin calibrar el abismo al que semejante viraje nos conduciría: en el contexto globalizado de fin de siglo, las islas se hunden. Ambos polos se equivocan y el encono de sus posiciones irreductibles es la raíz de la discordia y la desconfianza.

Quienes no se equivocan son los ciudadanos, hartos ya, en su mayoría, del orden creado en 1929. Cada día comprenden mejor que el destino de México está en sus manos. Saben ya que el trienio 1997-2000 será decisivo. Entienden que el restablecimiento de la confianza y la reanimación del país en todos sus órdenes depende de la muerte del sistema político actual. El votante, protagonista principal del México de hoy, llevará al poder a personas con ideas frescas y actitudes patrióticas que devuelvan al mexicano la fe en sí mismo.

Los mexicanos no saldremos de la crisis si no recobramos la concordia, es decir, si no llegamos a un acuerdo básico sobre la forma en que vamos a administrar pacíficamente nuestros desacuerdos. Cuando todos honremos las nuevas reglas del juego, cuando podamos disentir sin descalificarnos o matarnos, cuando gane el que alcance más votos de abajo y no más recursos de arriba, cuando el triunfador tenga tiempo para ensayar su proyecto y el derrotado le otorgue el beneficio de la duda mientras dure el intento, cuando el debate político en los medios masivos de comunicación se vuelva habitual, entonces -sólo entonces- proyectaremos esa seguridad íntima al exterior, volveremos a crecer sobre bases sanas y ocuparemos de nuevo el lugar modesto pero respetable que el país merece entre las naciones. No es necesario "refundar" a México, como han dicho algunos despistados: es necesario arribar de una vez por todas, a la ribera de la democracia.

Ribera que está a la vista, pero falta un último esfuerzo común por alcanzarla. Las mujeres y los hombres de México sabrán hacerlo con imaginación, generosidad y razones, no con puños cerrados, poses teatrales ni desplantes demagógicos. Reconciliación y concordia, un horizonte para las generaciones jóvenes, no es mucho pedir. El nuestro ha sido el tiempo contado de un ciclo que debe terminar. El de ellos debe ser un tiempo nuevo, de reconstrucción y esperanza. El ayer es irrevocable. El mañana no.

Reforma

*Fragmento de Tiempo contado, Océano, 1996

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02 junio 1996