Recuerdo de Chema
"Vengan a conocer a mi amigo José María Pérez Gay, está de visita de Alemania, allá vivió el 68", nos dijo Héctor Aguilar Camín (mi compañero de doctorado de historia en El Colegio de México), en algún momento de 1969. Chema, como lo llamé de inmediato, nos recibió en el modesto departamento de un edificio de los años treinta en la callecita de Cadereyta, a espaldas del eternamente inacabado Edificio Plaza. En algún momento fueron llegando sus padres (el expansivo, despilfarrado, entrañable don Chema; doña Alicia, su mujer, distinguida y discreta), sus tres hermanas y Rafael, casi un niño entonces. Se sentó en medio de la sala y, transfigurado, comenzó a hablar.
La palabra exacta para describir mi emoción al escucharlo fue deslumbramiento. Tenía sólo 26 años, pero su formidable melena ya era plateada y rimaba con su dentadura blanca y perfecta. Hablaba onduladamente, con voz baja y tono grave, pero lo más notable de Chema –lo "específico suyo"– era su estilo: intenso sin ser estridente, dramático sin patetismo, serio y profundo, nada solemne. Era un escritor verbal que actuaba maravillosamente su papel de gurú. Pero no venía a transmitirnos esoterismo alguno sino una filosofía aprendida en la lengua original y con los maestros originales: la doctrina de la Escuela de Frankfurt.
Aquella noche y las muchas veladas que siguieron, citó a un autor cuya obra me era casi desconocida, Theodor Adorno. Nos habló de su crítica radical a la civilización occidental. Como tantos estudiantes de mi generación, yo había leído Eros y civilización y El hombre unidimensional de Herbert Marcuse (editadas por Joaquín Díez Canedo con la magnífica traducción de otro germanófilo, Juan García Ponce), de modo que la prédica de Chema cayó en tierra propicia. Nos refirió el trabajo del Institut für Sozialforschung y el de sus luminarias: el propio Adorno, Max Horkheimer y Karl Wittfogel. Tras haber resistido intelectualmente al nazismo, aquellos personajes no quisieron ni pudieron conformarse con el triunfo del orden capitalista. Hijos pródigos de la tradición idealista y romántica alemana, herederos de Marx y Freud, quisieron fundir todas esas corrientes en el crisol de una utopía social: la liberación integral del hombre. Un joven mexicano había pasado por sus aulas. Yo valoraba tenerlo cerca.
En ese tiempo, Chema me acercó a autores fundamentales que, sin estar ligados orgánicamente a la Escuela de Frankfurt, pertenecieron a la misma generación: Gershom Scholem, Ernst Bloch, Hannah Arendt y Walter Benjamin. En las investigaciones históricas de Scholem sobre misticismo judío, en el "principio esperanza" de Bloch; en las iluminaciones de Benjamin sobre arte, literatura y sociedad; en los libros de Arendt sobre la revolución o el totalitarismo, descubrí caminos intelectuales que he recorrido toda la vida.
También recorrimos los caminos de México. Con nuestras esposas visitamos pueblitos y parroquias, cantamos boleros (no recuerdo si era afinado), vimos películas de Polanski, Glauber Rocha y Frédéric Rossif; escuchamos lo mismo las sinfonías de Mahler dirigidas por Eduardo Mata que canciones de protesta con "el Negro" Ojeda. Chema creía entonces en la inminencia de la revolución: "un día, el muchacho que acaba de limpiar tu parabrisas arrojará bombas en el coche". No sé si había tratado a Rudi Dutschke (tenía ese mismo espíritu indignado), pero de alguna forma su reino no era el de este mundo. Lo confundía e impacientaba la vida práctica, sus minucias, sus dificultades e imperfecciones, sus mezquindades. Tenía extrañas fobias, por ejemplo a los elevadores. Platónico irredento, a la primera provocación se remontaba al mundo de las esencias.
Éramos tan cercanos que estuvo presente, junto con Héctor, en el nacimiento de mi hijo León. De pronto se fue a Alemania, y cuando volvió yo había emigrado –por convicción liberal, por afinidad intelectual– de Siempre! a Plural y, más tarde, a Vuelta. Nos alejamos sin pelear ni discutir. Pasaron, imperceptibles, las décadas, una tras otra. Lilia, su extraordinaria mujer, organizó alguna cena nostálgica. Habría sido mejor debatir nuestras diferencias.
Sus ensayos y traducciones tendieron un puente con el mundo de la literatura en alemán: Kraus, Musil, Celan, Canetti. Sus artículos sobre el tema del genocidio (en La Jornada y Nexos) me conmovieron mucho, entre otras cosas porque partían de un conocimiento genuino y compasivo del Holocausto.
Pudiendo elegir la vida académica o la cultura libre, Chema gravitó hacia el sector público, como embajador y director del Canal 22. En otras palabras, tenía una cierta vocación política. Por eso no me sorprendió su vínculo con Andrés Manuel López Obrador. Más allá del gran afecto mutuo, el líder de la izquierda encontró en Chema el amplio marco ideológico que justificaba e inspiraba su proyecto. Por lo que hace a Chema, su amigo representaba quizá la encarnación (la reedición) de aquella vieja pasión redentorista propia de la Escuela de Frankfurt, que nunca lo abandonó. A mediados de 2006 coincidimos por azar en Casa Bell. Chema conocía mis críticas al candidato que, de triunfar, lo iba a nombrar secretario de Relaciones Exteriores. Nos saludamos con absoluta cordialidad.
Hace unos meses, en la salida del hospital ABC, vi a una mujer empujando amorosamente a un hombre en silla de ruedas. Al reconocerlo besé su frente. Su muerte me ensombreció. Una mañana me llegó a la memoria la canción que compuso Alfonso Esparza Oteo hacia 1920. Él la escribió para un viejo amor, pero vale para un viejo amigo: "de nuestra alma sí se aleja, pero nunca dice adiós".
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