Recuerdo del primogénito
Un escritor ama a todos sus libros como ama a sus hijos, pero al primogénito y al benjamín los ama de manera especial. No he escrito, espero, el benjamín de mis libros, pero a mi primogénito, Caudillos culturales en la Revolución Mexicana, publicado hace exactamente 40 años, lo recuerdo con particular afecto y emoción.
Caudillos culturales en la Revolución Mexicana cuenta la historia del despertar del espíritu creativo en un grupo de jóvenes mexicanos que, siendo estudiantes, habían vivido como espectadores inermes e impotentes, temerosos y esperanzados, los años oscuros de la guerra civil. Hijos del naufragio del Ateneo de la Juventud, orientados por la religiosidad cívica de Antonio Caso y el humanismo universal de Pedro Henríquez Ureña, su afán fue fundar, organizar, innovar e instituir. Los inspiraron a la acción dos caudillos antitéticos (y complementarios): José Vasconcelos, en la cultura y el arte, y Plutarco Elías Calles en la vida económica y social. Todavía me emociona recordar sus hazañas, hechas como si México fuese -en la metáfora bíblica- "barro en manos del alfarero".
Más de una vez he narrado el origen del libro (un consejo directo de Daniel Cosío Villegas de estudiar a los intelectuales de su injustamente olvidada "Generación de 1915"); los pequeños milagros que me ocurrieron al trabajarlo (el acceso al archivo de Manuel Gómez Morin, ordenado por él antes de morir; la consulta de los papeles del abuelo de los Lombardo); los privilegios (el conocimiento de personajes como el célebre jurista Alberto Vásquez del Mercado, la melancólica escritora Palma Guillén, el ingeniero humanista Gonzalo Robles, el apasionado e inteligentísimo filósofo de la economía Miguel Palacios Macedo); las enseñanzas (las pistas biográficas de John Womack Jr., los consejos puntuales de Cosío Villegas, la sabia tutela de Luis González, la cercanía de Andrés Lira y Jean Meyer, la crítica oportuna de Gabriel Zaid); las bendiciones (el apoyo bibliográfico de Fausto Zerón-Medina, la orientadora paciencia de Isabel Turrent); mi buena suerte (la primera entrevista que concedí, nada menos que a Elena Poniatowska); las amistades intelectuales que me granjeó (Jesús Reyes Heroles, Julio Scherer y Octavio Paz); la colaboración editorial con don Arnaldo Orfila Reynal (que bautizó y publicó el libro).
A cien años de distancia de 1915 -año emblemático en el opúsculo de Gómez Morin- siento que México ha cambiado mucho y poco al mismo tiempo. Algo construimos en un siglo: instituciones de toda índole, sólidas y perdurables, una paz que fue duradera, un puerto de abrigo para los perseguidos de otras tierras, empresas pujantes y globales, una economía que primero consolidó el orden social interno y luego se abrió al mundo. Y creamos arte y cultura. Pero la violencia ha vuelto a adueñarse de nuestro México y ni siquiera se ve en el horizonte, como sí se vio en 1915, un atisbo de luz y el redescubrimiento de una vocación nacional.
Una carta de Gómez Morin escrita a fines de 1927 y destinada a la posteridad ha vuelto a caracterizarnos: "Mi México, mi pobre México", lamentaba desde España, al enterarse del fusilamiento del general Serrano, indicio claro de la recaída en la barbarie. Así podríamos levantar ahora nuestra indignación, con idénticas palabras: "nuestro México, nuestro pobre México". Pero quizá una nueva generación de creadores y constructores tomará democráticamente (como quiso Vasconcelos, como soñó Gómez Morin) el destino de nuestro país y nos conducirá a un nuevo día en el que en México se mitigue el dolor, se apague la violencia, impere el amor a la cultura y la solvencia técnica para construir instituciones públicas y privadas como las que nos legaron aquellos jóvenes de la Generación de 1915, aquellos caudillos culturales en la Revolución Mexicana: el entramado de civilidad que construyeron todavía nos sostiene.
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