Reformar la presidencia
Para acabar con el largo régimen de dominación priista se necesitó -como en tiempos porfirianos- un caudillo carismático. Pero un buen candidato no necesariamente es un buen presidente. En el alud de críticas que cayó sobre el gobierno de Vicente Fox, abundaron, sin duda, las nacidas del revanchismo, la simple y llana antipatía, la autocomplaciente y melosa "corrección política" o la "chacota". Pero en otras hubo, y persiste aún, la legítima preocupación por la desarticulación, la ligereza, la desorientación y la ineficacia que se advierte en algunos aspectos de la gestión presidencial.
Aunque cada presidente tiene su estilo personal, hay estilos que se vuelven una segunda naturaleza. En el caso del presidente Fox, la obsesión por medir el "rating" de aprobación forma parte de ese estilo, como si siguiera en campaña. Para un actor comercial el "rating" no es el medio sino el fin de su profesión. Si lo pierde, pierde y se pierde. A un actor (o un director) serio le puede preocupar, legítimamente, la aceptación masiva de su obra, pero el criterio fundamental es la calidad intrínseca. ¿A juicio de quién? No necesariamente del gran público. La política, que tiene algo de teatro, sigue patrones similares, pero en ella la popularidad nunca puede ser sino un medio para llegar al fin supremo: la eficacia. ¿Medida cómo? En la concordancia objetiva entre lo ofrecido y lo prometido. Visto de otro modo: en la historia mexicana hay varios ejemplos de presidentes aparentemente grises que por su desempeño eficaz terminaron siendo reconocidos. E inversamente, abunda en caudillos de popularidad arrolladora que concluyeron sus períodos repudiados por sus antiguos seguidores. Unos hablaron poco y cumplieron; otros hablaron mucho e incumplieron.
El carisma es como una línea de crédito. Sirve para ganar tiempo, como un fuelle mientras llegan las utilidades. Se puede, y a veces se debe, girar contra esa línea (para invertir con sentido, para aprovechar oportunidades) pero el uso no debe exceder, por principio, la capacidad de pago porque entonces se corre el riesgo del sobregiro. Algo similar ocurre con el crédito público, el que empeña el presidente cada vez que habla y promete algo. Si cumple se fortalece, pero si no cumple, la palabra -moneda del poder- se desgasta. Si se sigue emitiendo provoca inflación y, finalmente, se devalúa.
Gobernar es comunicar, pero no sólo eso. A veces es callar. Comunicar es prometer, pero no sólo eso. A veces es descorazonar. Decía el doctor Mora que algunos caudillos mexicanos tenían pasión por las formas, no por el fondo del poder; eran soldados valerosos y deslumbrantes oradores. Disfrutaban sobre todo los actos públicos, pero los asuntos cotidianos del gobierno, aquellos que se despachan en largas horas de escritorio o en las arduas juntas ministeriales, les aburrían soberanamente. En los mejores casos los delegaban, en los peores los ignoraban. Los problemas, claro está, seguían allí, aunque el pueblo los vitoreara cada 15 de septiembre. Confiados en el "rating" de los "vivas", seguían tranquilos hasta que la conciencia pública maduraba en la percepción de que las cosas estaban mal. Lo que seguía, por lo general, era una vaga sensación de malestar acompañada por el abucheo y, en último caso, el rechazo generalizado.
Otro rasgo del estilo actual es cierto desparpajo. Según algunos, nos ha liberado sanamente de la rigidez y solemnidad del protocolo priista. Verdad a medias. "En nuestros países -me señala Alejandro Rossi- la majestad del Estado tiene un inmenso valor histórico". En la acepción estricta de la palabra latina, majestad es "una calidad grave, sublime y capaz de infundir admiración y respeto". Fox debería ponderar esta verdad profunda y asumirla.
¿Qué es gobernar? En vez de traer a cuento las fórmulas de los clásicos prefiero recordar un día en la vida de Porfirio Díaz. "Me duele Coahuila", solía decir, porque ese día había visto, analizado y contestado personalmente -dictando a su fiel "Rafaelito" Chousal- todos los comunicados sobre la situación en ese estado, tanto lo proveniente del gobernador como de los jefes políticos. Se dirá que se trata de un mal ejemplo, un dictador que -como casi todos los presidentes del PRI- no tenía que molestarse por persuadir al Congreso y compartir constitucionalmente su poder. Pero en un sentido el ejemplo es válido porque encierra una lección política: estar encima y entrar al fondo de los problemas, y hacerlo con un sentido claro de su orden y prioridad. En suma, el Poder Ejecutivo debe hacer precisamente eso, actuar, mover, ejecutar.
Hay muchos problemas estructurales en la institución presidencial mexicana que no son, por supuesto, achacables a Fox. Alguna vez le escuché a Antonio Ortiz Mena decir que México debería adoptar un orden parlamentario: "el presidente tiene demasiadas funciones protocolarias -correspondientes a las de un Jefe de Estado o incluso un Rey- que le quitan tiempo y concentración". Como en Francia, la solución sería un primer ministro. Así la presidencia podría seguir siendo formalmente imperial pero en el fondo estrictamente republicana. Otros dirían que para racionalizar el poder presidencial bastaría con un secretario fuerte como en su momento fueron Díaz Ordaz o Reyes Heroles, que desde su escritorio cuidaban los pasos de los dos López (Mateos y Portillo). No faltan en el gabinete actual candidatos a esa posición, más bien sobran.
México necesita una presidencia reformada, pero no tanto en la ley sino en la práctica. El nombramiento de un vocero presidencial es un avance, siempre y cuando el presidente en verdad discrimine el número, contenido, pertinencia y formato de sus propias intervenciones, y delegue la palabra para reservarse su uso (no su abuso) en situaciones necesarias. Otras ideas: centralizar el mando y concentrar la atención en los problemas clave del país como la seguridad, la economía y la educación. (Es significativo que personas con una buena opinión general de Fox no identifican un logro particular que les parezca notable.) Y si la eficacia es la clave, en el caso de Fox es urgente aclarar, coordinar y estrechar su relación con su propio partido: el desencuentro con el PAN tuvo un alto costo político para ambos y (en la medida en que introdujo confusión, inconsistencia y parálisis en el Congreso) para la marcha ejecutiva del país.
Una inercia del pasado supone que el ejecutivo es omnipotente. Para empezar a comunicar que no lo es, debe actuar en consecuencia: afinar su estilo, gobernar de manera más discreta, acotada y focal. Esto no implica abandonar el tono optimista y dinámico de su actitud. Tampoco significa dudar de su buena fe y su esfuerzo, ni negarle méritos históricos que -al menos como líder de la democracia mexicana- nadie ya le podrá regatear. Supone, simplemente, exigirle una presidencia republicana a la altura de su campaña democrática. Para ello, es justo reconocer, no todo depende de él. Otra parte medular de ese proceso de maduración depende de los dos poderes restantes, sobre todo el legislativo. Pero la reforma de este (acaso más urgente y necesaria) es otro cantar.
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