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Réquiem por el PRI-gobierno

Memorial

"El gobierno, verdadera y única nodriza del PRI." Daniel Cosío Villegas, diciembre de 1969.

Cualquier apreciación justa y objetiva del PRI como pieza clave de sistema político mexicano, debe partir de un análisis histórico, tanto nacional como internacional. El PRI nació como un acuerdo entre generales para optar civilizadamente por la silla presidencial y por todas las sillas políticas disponibles. Los generales renunciaban a usar la pistola entre sí, pero acordaban usarla (o amenazar con usarla) ante la sociedad, para asegurar el triunfo en las urnas. Como presagio de los tiempos y los usos que vendrían, el PRI nació a la vida ganando con balas no con votos la elección de 1929. En el sexenio de Lázaro Cárdenas, el PRI adquirió la fisonomía corporativa que mantiene hasta ahora. Esta conformación guarda algunas semejanzas con los grandes partidos de estado fascistas y comunistas. La vigencia de todos ellos fue un signo de los tiempos. Acaso como reacción al liberalismo del siglo XIX, el siglo XX entregó la iniciativa histórica al Estado, por sobre el individuo y la sociedad. La decepción de este ensayo fue tan atroz como lenta. Buena parte de la humanidad tardó largas décadas en purgarse a sí misma de estos regímenes: el fascismo y el nazismo desaparecieron hace 50 años, el comunismo hace cinco minutos. El partido de estado más antiguo del mundo sigue en el poder.

Aunque el episodio vasconcelista de 1929 se reprodujo muchas veces con todo y su secuela trágica en los niveles locales, estatales y en la escena federal, lo cierto es que la sociedad civil mexicana soportó la farsa democrática por casi medio siglo. Las razones de esta tolerancia fueron varias y complejas: entre otras, la tradición autoritaria y patrimonialista arraigada en los pueblos y las comunidades de todo el país, el prestigio de la Revolución Mexicana como matriz originaria del poder, la fragilidad de la tradición política liberal, el estatismo vigente en el mundo. Todo ello contribuía a que el país navegara a través del siglo XX sin preocuparse demasiado por su progreso político.

Había otra razón para el letargo. A pesar de la corrupción implícita en su funcionamiento, el sistema mexicano ejercía su monopolio político a la manera porfiriana o, para decirlo con Francisco Bulnes, "con un mínimo de terror y un máximo de benevolencia". Como todas las revoluciones del siglo, la mexicana se había petrificado en un partido burocrático y un caudillo omnipotente (sexenal en nuestro caso), pero a diferencia de todas ellas, y quizá por haberlas antecedido, la nuestra mantenía vivas muchas de las libertades cívicas provenientes del código liberal del 57 y por ello estaba lejos, muy lejos, de ejercer el terror que los regímenes dictatoriales del siglo (fascistas o comunistas) ejercían sobre sus ciudadanos.

Por lo demás, hasta 1968 el balance histórico del sistema no era malo. Mientras la inmensa mayoría de los países probaba todas las variantes de la guerra, el nuestro había sido un santuario de paz, México incubaba problemas enormes, pero había estabilidad, crecimiento económico, cierta mejoría social y hasta un margen aceptable de movilidad política. Una clave fundamental del éxito fue la capacidad de autogobierno hacia dentro del sistema, una noción autoimpuesta, casi una sabiduría, en torno a lo que podía y no podía hacerse.

En Tlatelolco, el sistema enterró la poca legitimidad revolucionaria que le quedaba. Con el populismo financiero de los años setenta se perdió aquella noción de límites internos y sobrevino el desastre económico. Durante los años ochenta, mientras el mundo despertaba de la pesadilla comunista, los mexicanos descubríamos a nuestro propio Leviatán: viejo, mentiroso, burocrático, dispendioso, irresponsable, demagógico, ineficaz y, sobre todo, corrupto. "La corrupción -escribió entonces Gabriel Zaid- no es un rasgo del sistema: es el sistema mismo", la consecuencia natural de un arreglo político que sexenio tras sexenio aseguraba a la nomenklatura mexicana "la propiedad privada de los puestos públicos".

Un sector muy amplio de México tomó conciencia de su realidad política. De pronto se corrió el velo de la realidad: el PRI no tenía derecho a usar los dineros públicos, a servir como agencia de empleos, a coartar (con métodos suaves o coercitivos) la libertad de los votantes, a apropiarse de los colores y los símbolos nacionales, a servir de brazo electoral a un arreglo político que en la más pura tradición porfiriana simulaba cumplir la Constitución cuando en realidad la violaba. México no era -no es- la república representativa, democrática, federal que manda la Constitución: es una monarquía sexenal, centralista y absoluta. El rey desnudo.

Por razones buenas y malas, internas y externas, históricas y coyunturales, muchos mexicanos creyeron que el sistema político fincado en el presidencialismo absoluto y el PRI constituían -en el sentido estricto de esa palabra- a la nación. Muchos miembros de la actual oposición -a menudo los más beligerantes- lo creyeron también: pertenecieron al sistema, se beneficiaron de él y lo abandonaron a la no muy tierna edad de 50 años o más. Todos, los que se quedaron y los que se fueron, son moralmente responsables de asegurar que el opresivo edificio que construyeron no se derrumbe aplastándonos a todos, sino que se desmonte pacíficamente y de inmediato. A fines del siglo XX, cuando el mundo entero ha transitado a la democracia, México debe dar un salto histórico. Gane quien gane el 21 de agosto, el país debe despertar el 22 con la buena nueva de que una verdadera reforma política está en puerta. Su primer artículo es claro: la desaparición del PRI como partido de estado, su conversión en un partido sin más, un partido de verdad.

El Norte y Reforma

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