Robert Millard

Réquiem por tres amigos

La vida comienza a volverse una larga despedida. Eso sentí hace unas semanas al enterarme de la muerte de tres personas queridas. Sus trayectorias merecen un obituario formal (noble e infrecuente género que sólo practican entre nosotros José Emilio Pacheco y Miguel Ángel Granados Chapa). A mí el espacio sólo me permite dejar unos apuntes al vuelo.

El primero fue el respetadísimo contador público Humberto Murrieta. Por muchos años trabajó en la firma Price Waterhouse. A fines de los años ochenta, en Vuelta habíamos pasado de ser una Asociación Civil a una Sociedad Anónima y necesitábamos que el tránsito fuese lo más profesional y ordenado posible. Murrieta entró al quite y junto a Santiago Creel (en tiempos anteriores a su pasión política) convirtió nuestra pequeña empresa en un reloj de precisión, al menos en su aspecto corporativo y contable. Todos apreciábamos la caballerosidad, la cortesía infinita y la discreción de Humberto. Cuando en los años noventa fundamos una nueva asociación civil (llamada Letras Libres), él la pastoreó hasta la muerte de Octavio Paz y vigiló su transformación posterior en Amigos de Octavio Paz A.C. Tiempo después puso su experiencia al servicio de la revista Este País. Siempre supe de su calidad humana pero nunca imaginé la lección que nos daría a todos (familiares, amigos, colaboradores) en su larga enfermedad. "Nos llevó de la mano en el proceso. Nos enseñó a morir en paz -ha escrito su hijo Humberto-. Mi papá nos permitió verlo siempre a él y no a la enfermedad o al enfermo...". Humberto, puntual gerente de la vida, organizó hasta los últimos detalles de su fin, incluidas las bebidas en el velorio y la redacción de su esquela. Dos o tres días antes de su muerte le hablé para ofrecerle ayuda práctica en algún trámite pendiente que llegó a mis oídos. Pero ya lo había arreglado todo. "Gracias a mi papá -agrega su hijo- el dolor se disipa y hemos logrado ver lo natural de una muerte". Era un hombre de fe, de trabajo y de familia. De esas fuentes extrajo su fuerza. Erasmo de Rotterdam, en su Preparación para la muerte, lo habría encomiado.

Joaquín Ibarz fue un periodista de cepa. Nacido en Aragón en 1943, hijo de la transición española y avecindado en México por casi treinta años como reportero de La Vanguardia de Barcelona, Joaquín cubrió, reporteó y comprendió la transición política en México mejor que la mayoría de sus colegas. Lo recuerdo en las jornadas democráticas en Chihuahua en 1986, compartiendo el nuevo fervor de imaginar un país con elecciones libres y limpias. Lo recuerdo en cada punto nodal: la votación de 1988, el Premio Nobel a Octavio Paz, el levantamiento zapatista de 1994, la alternancia del 2000, el conflicto político de 2006. Hombre de izquierda (e hincha histórico del Barça) prevaleció en él una mirada liberal, escéptica, objetiva y tolerante. Nuestros encuentros más emocionantes fueron en Venezuela, tras el referéndum de diciembre de 2007. Allí, tras los micrófonos, grabadora en mano y más joven que los reporteros veinteañeros, estaba Joaquín, con su inconfundible cabellera blanca. Su pasión por la verdad y la libertad lo metió en problemas con Castro que lo expulsó de la isla en 1991. Un año más tarde, Ibarz publicó su artículo "En Cuba no quedan gatos, se los han comido todos". De Chávez opinaba: "perfeccionó su estrategia de usar vías democráticas para llegar al poder y luego desmantelar las instituciones democráticas". En todos los hechos trascendentes de América Latina (incluido el terremoto de Haití, donde hubiera querido morir, lápiz y libreta en mano) estuvo presente. "Ibarz Press" -su blog de noticias- llegó a ser un destilado de la más oportuna y precisa información. Ahí se armaron polémicas memorables. Guardo cartas suyas, ya no del reportero que entrevista sino del amigo que aconseja y sugiere. Era franco y jovial, y tenía un toque de dulzura en el trato. Representaba a La Vanguardia y era él mismo la vanguardia. Sus artículos serán en el futuro una fuente histórica de primera mano. No encuentro entre nosotros muchos periodistas como él.

Mientras escribo este texto escucho una obra de mi tercer amigo desaparecido: Daniel Catán. La tarareó medio México y quizá usted, querido lector, si tiene más de treinta años, la recuerde. Me refiero al tema principal de la telenovela histórica "El vuelo del águila", un vals que aún me conmueve. Catán era una Ave Rara: un músico filosófico y literario. El elogioso obituario que publicó The New York Times lo presentó como el compositor de exuberantes orquestaciones y líricas melodías que llevó la ópera en idioma español al repertorio internacional. Entre esas óperas está, por ejemplo, "La hija de Rappaccini" de Octavio Paz. Sobre el proceso creativo de esa obra Catán publicó en Vuelta 173 (abril de 1991) un testimonio fascinante: sus cartas a Paz. Antes de poner notas en el pentagrama -explicó años antes, en una entrevista con Fabienne Bradu sobre su versión musical de "Mariposa de obsidiana"- buscaba impregnarse del sentido interno de cada verso, el sentimiento preciso que denotaba, y en torno a él preparaba el complejo argumento musical. Decepcionado del ambiente burocrático de México, se mudó hace años a Estados Unidos donde tuvo éxito, al grado de llevar a escena, con Plácido Domingo, la ópera "Il Postino", basada en la conocida obra del chileno Antonio Skarmeta. Alguien le ha llamado el Debussy mexicano. Escuchando aquella melodía de "El vuelo del águila" (inspirada, según parece, en una canción de Eugenio Elorduy) siento que Daniel se compenetró, como un nuevo López Velarde, de aquella "íntima tristeza reaccionaria" y expresó admirablemente la nostalgia crepuscular del porfiriato. Hijo de padres judíos -él turco, ella rusa- fue una floración tardía del romanticismo en México y un exponente de la última vanguardia. Se fue de México para retenerlo y expresarlo mejor. Se fue sin irse. Murió en el sueño, antes de tiempo, a los 62 años. La cultura mexicana le debe un homenaje.

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