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Revoluciones blandas

La Revolución -esa palabra mítica en la historia occidental y mexicana- ha reaparecido entre nosotros bajo un nuevo avatar, el último del siglo XX. No se trata sólo de una anomalía histórica sino de un peligroso anacronismo. Francia no ha sepultado su célebre revolución pero ha hecho algo mejor con ella: la ha desmitificado, ha deslindando valerosamente sus episodios macabros de sus actos libertarios. Al siglo XX le costó una guerra mundial liberarse de la "revolución" fascista y hace apenas una década dictó, en los hechos, su veredicto sobre los revolucionarios marxistas, desde los bolcheviques hasta los maoístas: no sólo no cumplieron su promesa de igualdad y fraternidad sino que asesinaron directamente y mataron de hambre a decenas de millones de sus respectivos conciudadanos. Los pueblos centroamericanos han desmentido en las urnas la falsa ecuación entre pobreza y revolución. Quieren prosperar así sea mínimamente, pero en un marco democrático. Cuba ha quedado sola, isla histórica y geográfica secuestrada por un dictador revolucionario que la maneja como su plantación privada. Pero bien vista, Cuba no está enteramente aislada: la acompañan grupos residuales de guerrilleros de diversas filiaciones en América Latina y -sorprendentemente- una nueva variedad de la revolución en México: las revoluciones blandas.

El zapatismo se ha vuelto, en esencia, una revolución blanda. No lo era en un principio, cuando declaró la guerra al gobierno y el Ejército mexicanos y, en espera de que se levantara "el sótano de México", proclamaba la inminente toma de la capital. No es una guerrilla activa (porque no ha emprendido acciones militares desde su fugaz aparición en 1994), ni un movimiento cívico (porque está armado, tomó posesión de un territorio y es clandestino). Pero sus métodos y objetivos son los de una revolución en cámara lenta. Actúa mediante un chantaje político y moral al gobierno y la sociedad. Elige una causa histórica irrefutable (la necesidad de mejorar la situación de los indios) y a partir de ella, vindicándola, se atrinchera en un "territorio autónomo" hasta que las "condiciones objetivas" produzcan, con violencia si es preciso, el gran advenimiento, el parto de la historia, el "cambio estructural". Las concesiones fragmentarias que haga el gobierno no sacian, por principio, a los "revolucionarios blandos" porque su táctica consiste en postergar la solución. Ahora son los Acuerdos de San Andrés (que el gobierno, por cierto, debió haber honrado desde hace tres años), mañana será la justicia social o la soberanía de México. En términos ideológicos, no se incorporarán a la vida democrática hasta que en México -y en el universo- se abola el capitalismo y el mercado, y reine la más perfecta igualdad.

En la toma de la UNAM por parte de los "ultras" hay dos revoluciones blandas convergentes: una vagamente postmarxista y otra puntualmente fascista. Para los representantes del primer género, la UNAM es el nuevo "territorio liberado" de México, (el primero es la parte de la Selva Lacandona controlada por el zapatismo). No emplean sus armas (aunque deben estar bien pertrechados), no constituyen un movimiento de resistencia civil (porque han tomado por la fuerza una institución pública y tienen en su contra el repudio mayoritario de la comunidad universitaria y la opinión). Cobijados bajo la bandera de la educación pública gratuita (aspiración legítima pero demagógica, dada la gratuidad efectiva de la educación universitaria), actúan como un foco irreductible en espera de que ocurra una aceleración del proceso, así sea mediante un sacrificio colectivo: un Acteal en el Pedregal.

En su vertiente fascista, la toma de la UNAM recuerda a la Italia de los años veinte: glorificación de la "vida peligrosa", frenética, impetuosa, violenta e intolerante, primitivismo ideológico, inanidad programática, desdén por la democracia -sus prácticas, sus principios, sus instituciones. Sobre todas las cosas, el fascismo fue un movimiento de grupos juveniles. La juventud se elevó al rango de categoría social y la sola palabra adquirió un prestigio mítico. (De hecho, como se sabe, el himno fascista comenzaba con las palabras "Giovinezza! Giovinezza!/Primavera di bellezza"). El propio Mussolini escribía en 1919 el elogio de "la juventud de las barricadas y las escuelas" en perpetuo movimiento, buscando "una revolución" que eliminara "todos los valores viejos, convencionales". Estaba describiendo un día de campo en el campus de la UNAM.

En un principio la convergencia de estos movimientos parecía una hipótesis aventurada. Hoy está a la luz del día. Desde hace años el zapatismo había buscado infructuosamente la consolidación de un "frente" en la "sociedad civil" que aliviara su aislamiento y ampliara su radio de influencia política más allá de las redes del Internet y las publicaciones doctrinarias que les han sido afines. Había que establecer un "Aguascalientes" en la capital aunque fuera -como se intentó hace algunos años- en la Casa del Lago de Chapultepec. De pronto, con la huelga de la UNAM el zapatismo tiene ya una "Realidad" urbana con todo y su estética neorrealista-socialista (frente a la cafetería de la Facultad de Filosofía hay un mural que parodia la famosa "Escuela de Atenas"; Marx ocupa el lugar central y lo rodean Hitler, el Ché Guevara, Flores Magón, Sor Juana, Zapata y el autorretrato del artista, aventajado alumno de historia). Los huelguistas van a la Selva Lacandona, los zapatistas dan el grito en la explanada. Y mientras los ultras ansían tal vez que el gobierno les conceda la gracia de la represión, el Subcomandante Marcos sale de su letargo y proclama la exaltación de su biografía particular a historia nacional: cada universitario debe ser como él, revolucionario, neoindigenista, zapatista. Para su desgracia, no todos sueñan con emularlo. Hasta el propio Marcos ha tenido que reconvenir suavemente a sus jóvenes secuaces por no guardar las formas de la tolerancia en sus asambleas y golpear o marginar a los estudiantes moderados. Tal vez la distancia le impide ver entre ellos a los escuadrones juveniles cuyo ciego e irracional motor no es la justicia social sino ese otro lema de la Italia fascista: "tutto osare", atreverse a todo.

En esta confluencia de revoluciones blandas hay grupos (minoritarios en sus propios ámbitos: Chiapas y la UNAM) que sirven de carne de cañón: los zapatistas que creen religiosamente en la causa anunciada por sus profetas, y los jóvenes que de buena fe, en graffiti pintado o verbal, expresan la frustración social de un México que lleva décadas sin atisbar un horizonte claro. Manipuladores y manipulados, todos ellos -Marcos y su cauda de mesiánicos zapatistas; los ultras fascistas o postmarxistas y sus seguidores irreverentes, instintivos, relajientos, resentidos, rabiosos que habitan la súbita Comuna o el Fascio de la UNAM- constituyen, hoy por hoy, una seria amenaza para el frágil edificio democrático que tras 178 años de vida independiente estamos apenas construyendo. El objetivo común de estas revoluciones blandas -tácito, inconsciente o declarado- es evidente. En él inciden los innumerables grupúsculos de la izquierda medieval que desde las catacumbas ha declarado "neoliberales" a los más honorables maestros de izquierda de la UNAM. Y seguramente intervienen también provocadores de la ultraderecha. El designio de todos es, ni más ni menos, provocar el aborto histórico de la democracia mexicana y convertir a México en una isla contracultural enmedio de un mundo globalizado.

Ayer 2 de octubre habrán marchado juntos por las calles de la ciudad. Habrán vociferado sus incendiarias consignas, levantado sus puños desafiantes y exhibido -huérfanas de sustancia y ortografía- sus mantas. Reclamarán al movimiento estudiantil del 68 como su patrimonio. Pero este México no es aquél, este gobierno no es aquél, estos estudiantes no son aquéllos. El movimiento del 68 buscaba la libertad en un marco político autoritario. Las revoluciones blandas no están dispuestas a someterse a la prueba elemental de un referendum (que sería sencillísimo organizar en la UNAM) y por otro lado agreden, insultan, desdeñan y expulsan a sus críticos. Representan, en suma, una caricatura del movimiento del 68 y una copia de sus inconscientes modelos: los comités de salud pública, fascistas o comunistas.

Por fortuna, el siglo XX no ha pasado en vano. La democracia -la mayoría lo sabemos ahora- no es la revolución. La revolución es la antítesis de la democracia. La única salida histórica para la izquierda mexicana es la democracia no la revolución. En las circunstancias actuales -para decirlo en los términos que tanto gustan a los ideólogos trasnochados - la revolución blanda es una "aliada objetiva" de la más recalcitrante derecha porque debilita a la institución más seria de la izquierda en el siglo XX: el PRD. Los perredistas que a estas alturas no reconozcan esta realidad, son suicidas políticos. Su mejor alternativa es erigirse en vanguardia de la recuperación pacífica de la UNAM, y contribuir a la rehabilitación y protección de esa institución cardinal de la historia mexicana, institución a la que -no sobra recordarlo- nuestra izquierda debe casi su existencia.

Reforma

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