Shakespeare en México
"Es Shakespeare puro", me comentó Octavio Paz en el teléfono, minutos después del asesinato de Luis Donaldo Colosio. Hacía apenas unos días habíamos cenado en casa del candidato del PRI. En los postres, Diana Laura, la brillante esposa de Colosio, trajo un pastel con 80 velitas para conmemorar, con una anticipación de dos semanas, el cumpleaños de Paz. "Lo festejamos ahora, porque quien sabe cuándo lo volveremos a ver". Las palabras resonaban ahora en nuestra memoria como una dolorosa premonición.
Era Luis Donaldo Colosio un hombre extremadamente suave, cortés, discreto. Le gustaba la música de Bach. En su cara de charro mexicano la boca sonreía con frecuencia, pero sus ojos delataban una cierta tristeza infantil. Cuando lo conocí, hacia 1991, ocupaba la Presidencia del PRI y enfrentaba la primera gran crisis de su partido en el sexenio de Salinas de Gortari: el conflicto postelectoral en el Estado de Guanajuato. Me llamó la atención su franqueza autocrítica. Colosio compartía la tesis de que sólo la ruptura del monopolio político del PRI podía abrir la vida política en México. Meses antes, había reconocido el triunfo de la oposición (en el estado de Baja California Norte, el primer caso desde la fundación del PRI en 1929), y no dudaría en sacrificar a su propio candidato en Guanajuato cuando su triunfo fue impugnado por la oposición.
Con el tiempo comencé a sospechar que Colosio vivía una contradicción íntima, como si estuviese a un tiempo orgulloso y avergonzado de su militancia en el PRI. Su postulación no resolvió el conflicto: tengo para mí que lo ahondó y que en él reside uno de los enigmas de su campaña gris. Colosio sabía que el PRI había dado a México largas décadas de estabilidad y crecimiento, ahorrando al país el vértigo de la dictadura y la anarquía, típico de la historia latinoamericana de este siglo. Pero sabía también que las fuentes de legitimidad del PRI (la remota Revolución Mexicana; la capacidad de repartir dinero, puestos y privilegios; el respeto a las libertades Cívicas; la debilidad de la oposición) se habían comenzado a agotar a partir de la matanza de estudiantes en 1968. En los años siguientes, sectores sociales cada vez más amplios veían en la democracia la única vía de legitimidad política para el país: exigían elecciones limpias en los niveles locales, estatales y federales, y el fin del partido de estado.
Hasta cierto punto, Colosio compartía estas ideas. Suavemente, intentó modificar la estructura vertical y corporativa del PRI (su sector obrero, campesino, popular) mediante una reforma horizontal que lo convirtiera cada vez más en un partido de ciudadanos. No tuvo mayor éxito. Tiempo después, sus propuestas políticas como candidato del PRI tendrían el mismo sentido: buscar que la letra y la práctica de la Constitución fueran una sola. Colosio quería que México fuese, en efecto, una "República, representativa, democrática y federal", no una monarquía sexenal, centralizada y absoluta en la que el Presidente-rey tiene el único límite de no poderse reelegir. "Te juro por mis hijos que no quiero un solo voto al margen de la ley", me dijo alguna vez. En su vehemencia privada comencé a percibir una sombra de desesperación. "Prefiero no llegar, que llegar a través de un fraude", agregó, como si quisiera no llegar.
Colosio estaba convencido de la necesidad de un cambio pero no veía claras las vías para lograrlo. La rudeza y brutalidad de la política mexicana lo desconcertaban. Su propósito era jugar limpio y esperaba el mismo trato de parte de sus adversarios y de los electores. Por eso prescindió desde un principio de los habituales cuerpos de seguridad en la campaña. Montado en su "Blazer" azul (montado es la palabra exacta: Colosio era hijo de un ranchero y ganadero de Sonora) recorría los pueblos, aun los más pequeños, para estar cerca de la gente. "Ustedes me cuidan", les decía confiado, cuando la propia gente le reclamaba que anduviera tan inerme. Pero su campaña, misteriosamente, no levantaba vuelo. La sublevación de Chiapas, la competencia latente de Manuel Camacho (antiguo regente de la ciudad de México, precandidato perdedor que amenazaba con convertirse en un Fujimori mexicano), la fuerza de la oposición de izquierda acaudillada por Cuauhtémoc Cárdenas y la dependencia evidente de Colosio con respecto al Presidente Salinas, fueron factores que obraron en su contra. Su sencillez le cosechaba simpatías, pero no faltaba quien percibiera en él una desconcertante inseguridad.
Al paso de los días, aquella vaga desesperación fue imprimiendo en su cara y su trato un matiz de gravedad. Uno tenía la sensación de que a aquél hombre se le había impuesto un destino heroico que él no sabía cómo ni por qué asumir. En sus discursos, Colosio repetía de manera incesante "quiero ser presidente", como para convencerse a sí mismo de una mentira, o de una media verdad: lo quería pero no lo quería, o no lo quería lo suficiente, o lo quería con un miedo que lo inmovilizaba. Estoy seguro de que no previó ni previno su muerte terrible, pero creo que se percibía a sí mismo como protagonista de un drama de poder que lo rebasaba. Pedía demasiados consejos, tomaba demasiados apuntes, retardaba demasiado sus decisiones, guardaba demasiados silencios. No le faltaba valor personal e inteligencia. Le faltaba la palabra que él mismo empleó como slogan en su campaña: "certidumbre". Certidumbre sobre su papel, sus capacidades, su destino. Por añadidura, después de algún fracaso matrimonial había formado una hermosa familia. Tenía un hijo de 8 años y una niña de 1 año. ¿Qué sería de ellos?
Cuando me enteré del asesinato, recordé una línea terrible de Octavio Paz: "en el contexto inhumano de la historia mexicana, a aquél que rehúsa el poder, por un proceso fatal de reversión, el poder lo destruye".
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"He llamado al mariscal Zedillo para que dirija mi campaña" escuché decir a Colosio, con evidente alivio, en diciembre de 1993. Un par de años más joven que él, hombre firme, cerebral y particularmente inteligente, Zedillo era su complemento perfecto. El propio Salinas había pensado seriamente en Zedillo antes que en Colosio como su sucesor ideal.
Salinas había tenido cuatro opciones sucesorias: el Secretario de Hacienda, Pedro Aspe; el Regente de la Ciudad de México, Manuel Camacho; el Secretario de Educación, Ernesto Zedillo; y el Secretario de Desarrollo Social y Ecología, Luis Donaldo Colosio (había dejado el PRI hacia 1992). Al primero lo descartó por razones de imagen: ha sido uno de los más extraordinarios Ministros de Hacienda que ha tenido México, pero su fama de tecnócrata "highbrow" lo hacía impopular. Popularidad, en cambio, era lo que le sobraba a Manuel Camacho, amigo de Salinas desde tiempos estudiantiles y con quien se decía que había celebrado un pacto indestructible: primero Salinas, después Camacho. Pero Camacho, consumado político, se enemistó con el resto del gabinete, tuvo desplantes populistas que asustaron a la iniciativa privada y, para su sorpresa, fue descartado. Ernesto Zedillo se perfilaba ya, claramente, como el sucesor, cuando un escándalo en tomo a los nuevos libros de texto de historia promovidos por él bloqueó su trayectoria. Finalmente, Salinas, se quedó con una sola carta, la del discípulo fiel que le debía todo: Luis Donaldo Colosio.
Aprobado NAFTA en noviembre de 1993, el futuro de México parecía un jardín de rosas: en plena y exitosa Perestroika, Salinas creyó que podría modular la Glasnost a voluntad. El equipo económico de Salinas continuaría en el poder; la popularidad del programa social de Salinas -el apoyo a los mexicanos más pobres llamado "Solidaridad" y administrado desde hacía dos años por Colosio- le aseguraba el voto mayoritario; la democracia avanzaría también, paulatinamente. Pero justo en el cenit de la gloria, estalló en Chiapas una sorprendente revuelta indígena cuyo doble reclamo de justicia para los indígenas y democracia para México, convocó simpatías en amplios sectores de la población.
"La política es el teatro más rápido del mundo", me comentó entonces un fino escritor mexicano, Alejandro Rossi. Desde enero, el escenario se modificó con una velocidad increíble. Descartado como candidato, Camacho surgió como la única persona capaz de negociar la paz en Chiapas, y lo estaba haciendo tan bien que hasta unas horas antes del asesinato de Colosio aparecía como un candidato latente que en cualquier momento podría lanzarse a la lucha electoral por la vía libre. Esa misma rebeldía con respecto al PRI fue su desgracia.
Como Camacho nunca apoyo abiertamente a Colosio y fue un obstáculo continuo en su difícil campaña, la opinión pública lo descartó como sustituto de su antiguo rival. Salinas y el PRI se enfrentaban ahora con la necesidad de hallar a un sustituto idóneo y, al parecer, forcejearon entre sí para encontrarlo: la línea dura del PRI quería un político puro, pero se impuso el presidente. La trama volvía al principio: el elegido era Ernesto Zedillo.
Doctorado en economía en Yale, Zedillo se había destacado notablemente por su actitud en la crisis de 1982. México se había declarado en bancarrota. Desde el Banco de México, Zedillo --un joven de 30 años-- discurrió un sistema original y exitoso de cobertura cambiaria y apoyo a la iniciativa privada que tenía adeudos en dólares. A partir de allí, su ascenso fue vertical. En 1987 instrumentó en sus inicios el Pacto de Crecimiento Económico mediante el cual el país ha bajado la inflación de 150% a 9% anual. Su desempeño lo llevó un año más tarde a la Secretaría de Programación y Presupuesto, donde controló como "mariscal" el gasto público y se creó el programa "Solidaridad". Finalmente, Salinas le encargó la cartera de Educación.
Según su costumbre, Zedillo actuó con rapidez. Tenía frente a sí dos problemas urgentes. El primer objetivo era federalizar la educación en México, lograr que, como ocurre en los Estados Unidos, cada estado se responsabilizara de los maestros en su territorio. Zedillo negoció favorablemente con el Sindicato de Maestros (el más grande de América Latina con más de 1 millón de afiliados) en un tiempo récord. Su siguiente propósito era reemplazar los anticuados libros de texto, sobre todo los de historia, por libros modernos. Era una necesidad real: los textos vigentes, preparados en los tiempos populistas de Luis Echeverría (1970-1976) contenían loas al Che Guevara y a Ro Chi Mihn, responsabilizaban de todos los males del mundo al capitalismo, y hasta podían haber circulado sin enmiendas como textos en Cuba. Los nuevos libros fueron muchos más balanceados pero tenían un estilo abstracto y académico impropio de una lectura infantil y -lo que fue más grave- omitían casi el culto a los héroes.
Ésta característica, saludable en cualquier historia revisionista, resultaba contradictoria en una historia oficial. En un párrafo, los libros culpaban al ejército de la matanza del 68, lo cual provocó la ira de los militares contra Zedillo. Los libros tuvieron que ser silenciosamente retirados de circulación. Con un perfil más bajo, y descartado en apariencia como precandidato, Zedillo aprendió la lección: consolidó la federalización de la enseñanza, introdujo nuevos textos de historia y mejoró la difícil relación entre el gobierno y las universidades. Su vieja relación de amistad con Colosio le aseguraba una continuidad que, por otra parte, merecía. A nadie sorprendió que el suave candidato llamara al duro mariscal.
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Zedillo entra hoy a la escena con varias ventajas. No tiene ya, como Colosio, la sombra de Camacho. Tiene la sombra de Colosio, pero se trata, como en el caso de Kennedy con Lyndon Johnson en 1964, de una sombra bienhechora. Es trágico pero cierto: en el "teatro más rápido del mundo", Colosio, candidato que en vida no parecía asegurar la victoria del PRI, se ha convertido en el mejor candidato del PRI después de muerto. Por temperamento y por convicción, Zedillo, quizá más que Colosio, es inmune a toda tentación populista y asegura la continuidad del programa económico y social de Salinas.
Parecería entonces que el PRI se encuentra en una buena posición para competir limpiamente en las próximas elecciones y propiciar el ingreso de México a la normalidad democrática.
Pero el PRI no es un cuerpo homogéneo. En su burocracia predominan los llamados "dinosaurios" que han declarado con todas sus letras: "llegamos aquí a balazos y a balazos nos tendrán que sacar". Uno de esos dinosaurios, Fidel Velázquez -Zar de los obreros, con 93 años de edad y 60 de poder sindical absoluto- pidió nada menos que "el exterminio" de los Zapatistas. El propio Zedillo es visto por esos grupos como un tecnócrata rígido, inexperto y advenedizo, y antes que promover una reforma política tendría que intentar lo que Colosio no logró: una democratización interna en el PRI.
Por lo demás, la representación teatral no ha terminado. ¿Cuál será la actitud de los zapatistas? ¿Se avendrán al Acuerdo de Paz y Reconstrucción que está en marcha? ¿Qué actitud asumirá la izquierda "cardenista" en caso de ser derrotada en los comicios del 21 de agosto? ¿Se vinculará con la guerrilla? ¿Llamará a la desobediencia civil? ¿Qué postura adoptará el único partido plenamente democrático de México, el Partido Acción Nacional? A pesar de su larga trayectoria (fue fundado en 1939 y nunca dejó de luchar por las vías cívicas) ha sido demasiado dócil frente al gobierno de Salinas y esa docilidad puede costarle carísima. ¿Se aclarará la muerte de Colosio, o permanecerá en el limbo del rumor y el misterio, como la de Kennedy?
La solución de fondo al drama de México no puede ser otra que la plena democratización. Si las elecciones del próximo agosto son limpias, el triunfador -quienquiera que sea- debería asumir el papel de Adolfo Suárez en España y volverse el garante de una transición a la democracia. Esa sería la solución natural. En caso de triunfar y en caso de creer en esa vía, Zedillo tendría frente a sí dos obstáculos: los dinosaurios del PRI y los fanáticos en la oposición.
Bertrand Russell decía que "a fanatical belief in democracy makes democratic institutions impossible". La advertencia encaja perfectamente en la actitud de la izquierda partidaria, universitaria, intelectual en México tienen el síntoma habitual del converso: adoptar la nueva fe con un celo excesivo que borre el pasado. Creyente hasta ayer en todos los fanatismos marxistas, defensora hasta ayer de todas las guerrillas, la izquierda habla de tolerancia, pluralidad, democracia, libertad, pero en el fondo mantiene el puño cerrado y canta "La internacional". El romance de la izquierda con la guerrilla chiapaneca probó que las ideas liberales son sólo una cobertura para las creencias populistas y autoritarias. Y sin embargo, no hay riesgo que justifique el arcaísmo político en que vive México. Ni siquiera el triunfo de Cárdenas podría modificar radicalmente la política económica del país retrotrayéndola a un pasado populista que ya probó su ineficacia y frente al cual los factores de poder económico real, dentro y fuera de México, reaccionarían con firmeza. En todo caso, es un riesgo que es necesario correr.
México en sus orígenes quiso, pero no pudo, ser una monarquía. Tuvo que optar por ser una república, y lo que construyó finalmente fue un compromiso: una monarquía con ropajes republicanos. Así, con breves interludios democráticos, ha caminado por casi 175 años. Pero ahora el cuadro es muy distinto. En un mundo democrático, con una sociedad alerta, no le queda más camino que quitarse los ropajes y convertirse en una democracia normal. No lo ha hecho, y como en el teatro de Shakespeare vive cada seis años un nuevo drama de legitimidad. Si el gobierno y el PRI no siguen el ejemplo español y asumen como prioridad la transición a la democracia, la violencia podría reaparecer cuando menos se la espere en el escenario.
El País
*Este texto se compiló en Tarea política como "La tragedia de Colosio"