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Sobre una dedicatoria

Hace unos meses, cuando Octavio Paz  iba a ser intervenido quirúrgicamente en el hospital de México, recibí el primer ejemplar de un libro mío dedicado a él. Quería hacérselo llegar de inmediato, pero debía acompañarlo con otra dedicatoria, manuscrita y personal. Me asaltó el pánico de la hoja en blanco: ¿cómo expresar en ese momento la admiración, la gratitud y el afecto profundo que siento por él? Dejé que la mano siguiera su curso automático y apunté: “Para Octavio Paz, que me reveló la historia y me inició en la religión, de México”.

Vuelvo ahora sobre esas palabras. No reflejan la dimensión de mi deuda con Paz. No recobran, ante todo, los cientos de conversaciones en que Octavio me enseñó el oficio de editor, desde los pequeños detalles tipográficos hasta los horizontes filosóficos más amplios. Su magisterio, aún en aspectos literarios, no ha sido directo y vertical, sino coloquial, enmarcado en la vida cotidiana de la revista que hacíamos juntos. Alenjandro Rossi me ha dicho que Vuelta fue mi universidad. Tiene razón. Allí hablábamos Octavio y yo con plena naturalidad, pero de pronto yo me desdoblaba, me veía absorto, conversando con Octavio Paz. Era y sigue siendo un privilegio extraordinario, como ser convidado a la mesa donde charlan Orwell, Russell, Ortega y Sartre.

Desde esa perspectiva podía distinguir mejor sus dones intelectuales. Hay en Paz una urgencia feroz por descubrir y defender la verdad, una incapacidad casi fisiológica para la mentira. En un país como el nuestro, adormecido por la verdad oficial o las mentiras ideológicas, esos rasgos complementarios lo han colocado muchas veces en situaciones de disidencia y soledad. En otro de sus dones, la curiosidad intelectual, se advierte un entusiasmo infantil, como si nunca hubiese abandonado la biblioteca de don Ireneo. Todo le interesa, todo le incumbe: la última teoría sobre el Big-bang, los descubrimientos de la escritura maya., las ideas medievales sobre la melancolía, los cuentos libertinos del siglo XVIII francés, las máximas políticas de un remoto letrado chino, y un etcétera en que cabe la biblioteca de Alejandría. Su charla encanta por razones más complejas que la erudición, la amplitud de experiencia o la amenidad: es riesgosa, deslumbrante e imprevisible, dibuja siluetas y construye teorías, puede remontarse libremente hasta Aristóteles o  las cumbres del Himalaya, y regresar sin más a la dura  realidad. Es un poema incesante, un paisaje en prosa, un vuelo espiritual.

Con el tiempo, he llegado a conocer hasta las minucias de su voz en el teléfono: su saludo  francés, que cambia el coqueto e interrogativo acento en la primera vocal por el más terminante en la última: no ¿hálo? sino  ¡haló! Su impaciente carraspeo. El cuidadoso empleo de la salvedad –fórmulas como “a mi juicio”  o “¿no cree usted?”- o lo que podríamos llamar la “concepción trinitaria” en Paz, esa curiosa necesidad de distinguir, a propósito de cualquier tema, las “tres cosas”  que lo integran, ¿Reminiscencias católicas? ¿Ecos de la dialéctica? Su pasión crítica lo  permea todo, está en su  actitud pública y en sus libros, pero muy pocos la han escuchado gestarse. Me gusta contar el día en que recibimos un poema, no recuerdo  de quién: “¡Qué gran poema!, ¿no le parece? Claro, vea  usted, no es perfecto tiene líneas admirables. No todas. Hay algunas francamente malas. Muy malas. Entre usted y yo, no es un  gran poema. Casi impublicable”. Es un ejemplo extremo, pero no de una mente dubitativa sino de la extroversión crítica  que busca el juicio preciso, el lugar exacto, la verdad.

Hay una antigua plegaria judía en la que el pueblo agradece al Creador mencionado uno tras otro los  servicios recibidos por él desde la salida de Egipto hasta la tierra prometida. Cada verso termina con el estribillo: “nos bastaría”, denotado que con el milagro anterior hubiese sido suficiente. En mi caso personal, uno de los mayores servicios ha sido la cercanía con Paz. Me hubiese bastado nuestra amistad intelectual y el trabajo de veinte años en Vuelta,  pero además  están sus libros, sobre todo los libros con tema mexicano. A ellos aludía mi dedicatoria.

Para Octavio Paz, México es una zona sagrada, mina ritual, campo de guerras floridas, ríos de sangre, hombres de piedra. Escultura viviente que pasa del mosaico al monolito. Tierra de poetas, tierra de machetes. Nadie como Paz ha dejado  a los infiernos de la “intrahistoria” mexicana, nadie ha recogido como él los hilos dispersos de nuestra tradición, nadie ha señalado más dolorosamente  nuestras desgarraduras políticas ni celebrado mejor nuestros momentos de creatividad artística o intelectual. Cuando leí por primera vez El laberinto de la Soledad supe que la historia mexicana era un misterio insondable. Octavio Paz venía de sus entrañas para revelarlo. Yo llegaba de afuera, para iniciarme en él. En aquel encuentro no vislumbré la tierra prometida sino el lugar de una compleja  y quizá insoluble tensión entre la gravitación del pasado y el llamado del porvenir. Un país dual, como los dioses mexicas. Gracias a Octavio Paz, México  se volvió para mí más que una vocación o una patria: una forma de religión.

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14 diciembre 1997