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Sumarísima historia del Congreso

Ahora que el Congreso ha vuelto a ocupar el lugar que legalmente le corresponde, vale la pena recordar su azarosa historia porque no faltan en ella lecciones útiles para nuestro tiempo. Un primer dato alentador es que en sus 184 años como nación independiente (1821-2005) México casi siempre tuvo congresos. Salvo algunos fugaces episodios durante las primeras décadas de la República (no más de tres años), tiempos no menos breves de franca dictadura (el último período de Santa Anna, la usurpación de Victoriano Huerta: cerca de cuatro años en total), y períodos convulsos en que las condiciones políticas cancelaron el ejercicio de la vida constitucional (los tres años de la Guerra de Reforma, los siete de la Intervención Francesa, y el paso álgido de 1915 a 1916), el país no pudo ni quiso prescindir del Congreso porque hacerlo hubiese creado un inhabitable vacío de legitimidad. Dieciocho años de inexistencia parlamentaria en 184 años de vida, no parece una proporción que nos desdore frente al resto de los países latinoamericanos.

Una segunda consideración es menos positiva: de esos 166 años restantes, en 102 (34 del Porfiriato y 68 de hegemonía total priista, 1929-1997) la vida parlamentaria fue más virtual que real. A mediados del siglo XIX, Lucas Alamán había sentenciado: "no queremos congresos, sólo unos cuantos consejeros planificadores". Porfirio Díaz pensaba más o menos lo mismo, pero para desembarazarse de la incómoda competencia del Congreso descubrió un secreto que pasó intacto a sus sucesores del PRI. Podía honrar formalmente a la Constitución, desvirtuándola en la práctica. Habría diputados, pero nombrados por él. Se llevarían a cabo elecciones, controladas por él. El Congreso discutiría proyectos, sancionados por él. Habría leyes, aprobadas por él. "Las teorías abstractas de la democracia y la aplicación práctica y efectiva de ellas -afirmaba en 1908- no son necesariamente la misma cosa." Para Díaz la aplicación "práctica y efectiva" debía postergarse indefinidamente, respetando la "teoría abstracta". Todo lo cual se tradujo en la servidumbre del Poder Legislativo con respecto al Ejecutivo. En la hegemonía del PRI hubo más de juego entre el Ejecutivo y las facciones en las cámaras, pero tenía más que ver con el reparto corporativo del poder que con la tensión política propia de los parlamentos genuinos. Esos 102 años de parlamentarismo virtual reducen sensiblemente la ejemplaridad del caso mexicano. Si bien evadimos la oscilación entre anarquía y la dictadura, fue mediante una hipócrita simulación de la democracia. Otros países latinoamericanos tuvieron congresos más efímeros pero más reales. Y, al revés de nosotros, acumularon capacidad y experiencia.

En la historia parlamentaria de México la página más notable fue el Congreso Constituyente de 1856 y 1857. Los hombres clarividentes que participaron en él fueron auténticos adelantados de la historia, a quienes debemos nuestras libertades cívicas. Al releer las sesiones, conmueve escuchar la voz razonada de legisladores honestos, inteligentes, preparados, mesurados, responsables -liberales puros o moderados- que no buscaban el poder por el poder (menos aun el puesto o el dinero) ni se dejaban llevar por las ideologías o las doctrinas, sino que sabían dialogar, negociar, pactar. "En ningún momento -escribe Daniel Cosío Villegas- ni siquiera usando inocentes triquiñuelas parlamentarias, nadie quiso imponerse por la violencia o la sorpresa, o desconocer o siquiera regatear, las resoluciones de la mayoría." Por eso entristece la comparación de ese temple con el servilismo, la rigidez ideológica y la corrupción de la mayoría de las legislaturas en el siglo XX. Nada beneficiaría más a los diputados y senadores de próximas legislaturas que ocuparse en editar, con formatos abreviados, atractivos y modernos, la crónica de Francisco Zarco.

La Constitución de 1857 tuvo, como se sabe, sólo dos períodos de vigencia, seguidos de dos respectivos golpes militares: la República Restaurada (1867-1876) y los quince meses de la presidencia de Madero (1911-1913). Ambos merecen estudiarse con detenimiento. El primero fue el objeto de un breve libro de Cosío Villegas que nuestros parlamentarios (en algún receso de sus arduas labores) deberían leer: La Constitución del 57 y sus críticos. En esta obra, el mayor liberal de nuestro siglo XX defendió a la Constitución contra Emilio Rabasa y Justo Sierra, quienes sostuvieron que la responsabilidad en el fracaso parlamentario de la República Restaurada la tenía, por una parte, la Constitución del 57 que había otorgado poderes excesivos al Congreso, y por otra el desempeño mismo del Congreso, que incapaz de limitar su propio poder terminó por propiciar su propia destrucción. Aunque Cosío Villegas admitía que las facultades del Legislativo eran excesivas y aceptaba que el Congreso había cometido faltas graves (era lento en sus resoluciones, le faltaba sentido de la urgencia y las prioridades, confundía lo general y lo particular, obstruía al Presidente) ponderaba el clima democrático de sus sesiones y aportaba varios casos que revelaban "a un organismo poderoso pero de buen sentido que renuncia poco a poco a su poder, convencido de que otros pueden usarlo con más eficacia y para el mayor bien de la nación".

Por iniciativa del propio Madero, el Congreso fue el más plural de nuestra historia: incluía al Partido Católico y no desechó a los senadores porfiristas. Pero con excepciones honrosas, los representantes no estuvieron a la altura de las circunstancias. Hijos de la recién adquirida libertad, no supieron valorarla. Basta releer las tormentosas y a veces histéricas sesiones de aquel Congreso, para advertir que los odios ideológicos y los intereses de partido minaron fatalmente su eficacia, lastimaron a la institución presidencial, obstruyeron de modo sistemático la labor del Ejecutivo, y contribuyeron al clima que provocó el golpe de Estado. Si releyeran (y editaran) con buen juicio y buena fe esas sesiones, nuestros legisladores aprenderían cómo un Congreso se suicida por no respetar el equilibrio de poderes.

El recuento histórico-parlamentario es sencillo: 18 años de inexistencia, 102 de virtualidad, 2 de gestación, 11 de vigencia. Quedarían 51 años, correspondientes a tres zonas cuya naturaleza conviene dilucidar: los años más broncos de la etapa carrancista y dinastía sonorense (1917-1929), las primeras décadas de la formación nacional (1821-1853, a los que hay que restar los tres años, ya mencionados, en que no hubo Congreso) y nuestro propio tiempo (1997-2005).

No encuentro grandes lecciones en el primer período que va desde la jura de la Constitución hasta la fundación del PNR. La Constitución de 1917 concedió al Ejecutivo un poder mayor que el de la Carta del 57. Esta modificación sustancial, aunada a la fuerza de los caudillos, y a la caótica división de los llamados "bloques parlamentarios" (grupos de choque político al servicio de los generales), hacía casi imposible en la práctica una normalidad parlamentaria. Para colmo, la democracia liberal (con su división de poderes, sus elecciones universales, sus preceptos de libertad) no estaba de moda, ni en México ni en el mundo: lo que estaba de moda era el Estado fuerte, revolucionario, fascista, comunista, socialista, nacionalista, del que todo se esperaba, aun a costa de la libertad individual. No es casual que en 1935, Lázaro Cárdenas optara por despedir tranquilamente a los legisladores de la bancada callista.

Además de la etapa actual -opaca ante nuestros ojos- resta un tramo que contiene sorpresas notables: los años trágicos de la formación nacional, de 1821 a 1853. Tuvo momentos que no desmerecen frente a la página de 1856-57 y episodios lamentables que parecen advertencias para nuestra época. Son el tema de una próxima entrega porque, como el lector bien sabe, además del paso del tiempo sólo hay una dictadura inapelable: la del espacio.

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