Un chinaco liberal y un sacerdote católico se reconocen uno al otro en su irreductible humanidad. Descubren que tienen más en común de lo que sus papeles políticos les habían dictado. No hay intolerancia fanática en la prédica del cura, ni siquiera un celo por volver al redil a la oveja descarriada. Tampoco hay furia jacobina en el capitán, ni siquiera un reclamo por pertenecer al bando que hacía poco era el contrario. Por sus obras se conocen y reconocen.
Es imposible cerrar los ojos a la huella de España en México. Una huella profunda, fundada en el mestizaje que se dio en el ámbito étnico, pero sobre todo en la cultura, y que se mantiene como un proceso abierto.