Tercera llamada
A la memoria de doña Hortensia Calles, viuda de Torreblanca.
En la contabilidad política de México, los resultados democráticos arrojan pérdidas. Durante los 175 años de vida independiente (1821-1996) sólo en dos períodos el país ha intentado vivir en la democracia: la República Restaurada (1867-1876) y el gobierno de Madero (1911-1913). Once años de libertad son casi nada comparados con los restantes 164, apenas un 6 por ciento. Esta vasta inexperiencia histórica tiene un agravante: no sólo no sabemos bien cómo funciona la democracia sino que sabemos muy bien cómo hacer que no funcione.
Los países de la antigua órbita soviética cargan a cuestas una historia democrática tan pobre como la nuestra, pero tienen al menos la ventaja de partir de cero: vivieron bajo la dominación totalitaria y por eso valoran la libertad política que conquistaron en tiempos recientes. Varias naciones de América Latina están en una condición aún mejor. En ellos, la adopción de la democracia ha sido menos forzada porque los paréntesis de libertad en su vida independiente fueron más largos y profundos que los mexicanos. Es el caso, por ejemplo, de Chile, Uruguay y Argentina. México, en cambio, debe partir de números negativos. Durante los reinados sucesivos de Porfirio Díaz (1876-1911) y del PRI (1929-?) se sedimentaron usos y costumbres que adulteraron de raíz la práctica democrática. En México no sólo debemos aprender la democracia: debemos desaprender la democracia.
Ante la probable inminencia de un nuevo ciclo democrático, la pregunta es obvia: ¿por qué fracasaron los dos anteriores? El primero, representado por Benito Juárez abortó debido a un golpe de Estado cuya causa fundamental fue la impaciencia con los métodos democráticos. Porfirio Díaz cortó de un tajo el proceso. Tomó el poder por la fuerza e instituyó --en sus propias palabras-- un régimen que dejaba "intacta la teoría republicana y democrática", pero adoptaba en la practica una "política patriarcal". En esencia, es el mismo régimen antidemocrático en que México ha vivido desde 1929.
El segundo capítulo terminó también por un golpe de Estado cuyo origen fue, de nueva cuenta, la impaciencia con las morosas reglas de la democracia. Basta hojear el Diario de los debates de la 26 Legislatura (1912-1913) para ver el grado de encono a que llegaron aquellos febriles diputados: unos querían cambiar la realidad en un día, otros querían conservarla un siglo, otros más fluctuaban entre los dos extremos. Casi todos pretendían "devorar al adversario, no vencerlo". Representaban un circo romano no un parlamento democrático. Algo similar ocurría en la prensa: vivaz pero cruel y ensorbecida, incapaz de considerar los hechos con alguna objetividad, ponderación y equilibrio, "mordía la mano del presidente que le había quitado el bozal". A aquellas clases políticas parecía ahogarlas la vida en espacios abiertos. Anhelaban la vuelta de un régimen cerrado y lo lograron.
Ya dentro del marco de la nueva Reforma electoral que -con todas sus limitaciones- se aprobó hace unas semanas, el reloj no se detendrá hasta culminar en las elecciones de la Cámara de Diputados y del Distrito Federal a mediados de 1997. Será la tercera y quizá la última llamada de la democracia. Las lecciones del pasado deben tomarse en cuenta para no volver a fallar. Cabe resumirlas en cuatro palabras: humildad, paciencia, responsabilidad y tolerancia.
Humildad, para reconocer la inexperiencia histórica del país y estar alertas a los errores e impurezas que se derivan de ella. El desaprendizaje de la antidemocracia ha avanzado mucho en los últimos meses gracias al destape de la cloaca política por parte de la prensa nacional y extranjera. Pero el aprendizaje positivo de la democracia cabal tomará tiempo y requerirá paciencia. Para que la libertad política no se malogre la clase política deberá actuar con responsabilidad. Tampoco esto será fácil. Hay en la cultura política mexicana una propensión lamentable a mezclar y confundir el espíritu revolucionario con el democrático. No sólo son distintos sino opuestos. La revolución desdeña las libertades individuales en nombre de una liberación utópica, violenta, y a fin de cuentas opresiva. La democracia no promete paraísos terrenales y rechaza por definición la violencia.
Lo cual lleva a un valor cardinal en este momento de México: la tolerancia. En nuestra cultura, tolerar es sinónimo de "soportar" las opiniones ajenas. En una cultura democrática la tolerancia tiene un sentido más generoso: significa reconocer el espacio, las ideas, los derechos del adversario. Escuchar sus razones con disposición a ser convencido por ellas y pedir el mismo trato recíproco. Someter las diferencias al voto. Respetar ese voto y el mandato temporal que traiga consigo.
Frente a los agudísimos problemas que padecemos hay grupos, personas y opiniones radicalmente encontradas. El instinto histórico de México propende al imperio de unas sobre otras. La democracia, en cambio, llama a la humilde, paciente, responsable y tolerante aceptación del otro, de lo otro.
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