Un magistrado ejemplar
Ahora que el Poder Judicial y, en particular, la Suprema Corte de Justicia, vuelven a ocupar el lugar que alguna vez tuvieron en nuestra vida, importa recordar uno de sus episodios más significativos en el siglo XX. Supe de él hace muchos años por boca de su protagonista, el eminente abogado y jurista Alberto Vásquez del Mercado (1893-1980).
Nacido en Chilpancingo, don Alberto era uno de los "Siete Sabios de México", la elite de la "Generación de 1915" formada en las aulas, las conferencias y las obras de los maestros del Ateneo de la Juventud. Había llegado a la ciudad de México en 1907, tiempo antes que sus amigos más jóvenes, como Lombardo Toledano y Gómez Morín. Apasionado de la literatura española, muy pronto se convirtió en uno de los discípulos favoritos del "Sócrates" del Ateneo, Pedro Henríquez Ureña. Bajo su tutela, Vásquez del Mercado impartió cátedras en la Escuela Nacional Preparatoria (fue, curiosamente, maestro de López Velarde) y compiló la primera antología de la Poesía Lírica Mexicana en 1914.
Al triunfo de la Revuelta de Agua Prieta, la Generación de 1915 entró de lleno a la escena pública con el propósito de "hacer algo por México". Vásquez del Mercado fue secretario del Gobierno del Distrito Federal, donde puso en práctica la jornada laboral de ocho horas y el descanso dominical. Tiempo después fue subsecretario de Industria, Comercio y Trabajo, y diputado federal por su distrito natal en Guerrero. Nunca abandonaría su amor por la literatura, pero para entonces había transferido parte de su interés intelectual, su rigor crítico y su increíble capacidad memorística a los estudios jurídicos. Con semejante trayectoria, a nadie sorprendió que en 1928 se le eligiera como magistrado de la Suprema Corte de Justicia.
El joven abogado tomó en serio su papel. Conocía y admiraba la devoción religiosa por la ley que había caracterizado, sobre todas las cosas, a los liberales de la Reforma. Se proponía aplicarla con la independencia de criterio y autonomía de acción de Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano, magistrados que en su momento se deslindaron del presidente Juárez y lo criticaron en términos durísimos. A principios de 1929, un personaje no menos férreo ocupaba la "Máxima Jefatura de la Revolución", Plutarco Elías Calles. En un viaje a Torreón, a Calles se le hizo fácil "nombrar" a un licenciado amigo suyo como juez en el distrito de La Laguna. A los pocos días, por iniciativa de Vásquez del Mercado, la Corte instó al presidente Portes Gil a reponer al juez original. Portes Gil persuadió a Calles, corrigió el error y ofreció personalmente disculpas a la Corte. Un año más tarde, el presidente electo Pascual Ortiz Rubio tuvo que retractarse también de una promoción indebida que había intentado en la sala a la que Vásquez estaba adscrito. Pero el episodio definitivo ocurrió en mayo de 1931. Luis Cabrera, ideólogo del carrancismo, impartió en la Biblioteca Nacional unas conferencias con el elocuente título de "La Revolución de entonces, la Revolución de ahora". Calles se enfureció y ordenó su deportación a Guatemala. El arresto pasaba por alto un amparo concedido a Cabrera. En un discurso en la Corte, Vásquez del Mercado instó a sus colegas a responsabilizar de los hechos al presidente. Nadie lo secundó. El 13 de mayo presentó su renuncia a Ortiz Rubio. Refiriéndose a la aprensión de Cabrera y a otros episodios semejantes, violatorios de los derechos y garantías que asegura la Constitución, advirtió: "Estos actos rompen el equilibrio de poderes que la misma Constitución establece, y nulifican y hacen desaparecer de hecho el Poder Judicial en su más importante y trascendental función, como es el amparar y proteger a los individuos contra los abusos del poder ... como juzgo que el puesto de ministro de la Suprema Corte de Justicia no puede desempeñarse íntegramente cuando no se logra que las resoluciones de los tribunales federales sean acatadas y obedecidas, vengo a renunciar al cargo ..." Es el único caso de renuncia que registra la historia de la Corte. A partir de entonces, Vásquez del Mercado se dedicó al ejercicio de su profesión y a prodigar su magisterio, no tanto en cátedras formales, sino en el trato personal con varias generaciones de abogados, en la traducción y edición de grandes obras del Derecho procesal italiano, y en la publicación de la Revista General de Derecho y Jurisprudencia (1930-1934).
La renuncia de Vásquez del Mercado a una Corte que no se respetaba a sí misma, fue el comienzo del fin. A los pocos años, Cárdenas no tuvo empacho en deportar a Calles y llegó al extremo de disolver la Corte y nombrar una nueva, no sólo obsecuente a sus designios sino sexenal. Era la absoluta subordinación del Poder Judicial al Ejecutivo, que por aquel entonces ya había removido a los incómodos bloques callistas de la Cámara, reinstaurando -en términos políticos- la "monarquía con ropajes republicanos", como Justo Sierra (que también luchó por la independencia del Poder Judicial) llamaba al régimen porfiriano. Manuel Avila Camacho corrigió un tanto la situación, devolviendo a los magistrados parte de su inamovilidad, pero para todos los efectos prácticos y por cerca de medio siglo, la Suprema Corte de Justicia fue una pieza más en el sistema político mexicano.
Como tantas cosas, el cuadro cambió luego de 1994. Así como el IFE comenzó a ganarse el respeto y la credibilidad de los mexicanos, a raíz de las reformas al Poder Judicial ideadas e instrumentadas por el gobierno de Ernesto Zedillo, la nueva Corte de Justicia comenzó a dar pruebas de autonomía e independencia. En el sexenio de Fox, esas pruebas se han multiplicado, no sólo en ese alto tribunal sino en los otros niveles de la justicia federal y aun local. La justicia en México está lejos de ser universal, transparente y expedita. Hay, por supuesto, ámbitos en los que aún campea la corrupción y la impunidad. Pero esa no es, me parece, la regla general. Las limitaciones que padece el ejercicio del derecho tienen que ver con su inadmisible penuria económica y con algunas reformas constitucionales que, de llevarse a cabo, afianzarían su independencia. México, lo olvidamos a menudo, es un país con una antigua y noble tradición jurídica que tuvo momentos de gran creatividad y puede volver a tenerlos. Y siempre han existido escuelas, facultades, foros, barras que formen generaciones. Sobre esa tradición, con esas instituciones y con recursos suficientes, se puede y debe construir un moderno Estado de Derecho. Esa es nuestra asignatura pendiente. Sin aprobarla, nunca seremos un país serio.
No es improbable que la Suprema Corte de Justicia de la Nación termine finalmente por "atraer" (como se dice en términos jurídicos) el caso de la PGR contra el jefe de Gobierno del Distrito Federal. De ser así, el Poder Judicial representado por ella tendrá la oportunidad de consolidar su sitio histórico. Una decisión razonada, justa y pronta dignificará la imagen de los jueces y fortalecerá su papel arbitral en un país cuyos poderes ejecutivo y legislativo (tanto federales como locales, sin exclusión del D.F.) no acaban por entender que la vida de una república no se finca en la confrontación de pasiones, doctrinas y personas sino en la tolerancia, el diálogo responsable y la legítima negociación entre las posiciones diversas.
La izquierda histórica desdeñó siempre la justicia como una estratagema de la burguesía. La Revolución Mexicana sólo entendió la "justicia social", es decir, una justicia distributiva que dependía de la caprichosa voluntad de los gobernantes. Alberto Vásquez del Mercado tenía en mente otra justicia, la justicia apegada a las leyes e independiente de los poderes políticos y económicos. Esa es la justicia que debe brillar en este momento confuso e irracional de México.
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