Una alternativa a la marcha
El problema de Chiapas es una herida abierta en la vida nacional. El gobierno de Vicente Fox ha decidido enfrentarlo mediante programas integrales de fomento para las zonas indígenas del país -a cargo de una empresaria sensible y dinámica, Xóchitl Gálvez- y medidas de distensión instrumentadas por un luchador cívico casi legendario: don Luis H. Alvarez. Se trata de un nuevo estilo de encarar los problemas sociales, una apuesta a la tolerancia, el diálogo sustantivo, los hechos tangibles y, sobre todo, la buena fe. Los pasos en este sentido no tienen precedente desde el comienzo del conflicto, desde un retiro sustancial de las tropas hasta la excarcelación de presos zapatistas. Por su parte, el EZLN anuncia una larga marcha envolvente hasta la capital de la República, encabezada por su caudillo supremo: el subcomandante Marcos. Con ella, Marcos cumple su designio inicial de enero de 1994, cuando advirtió que llegaría hasta la Ciudad de México. No la tomará por medio de las armas sino con las armas de los medios, es decir, montando un escenario de protesta que llegue -en vivo y en directo- a todos los confines de la tierra.
Los zapatistas están en todo su derecho de expresar públicamente sus puntos de vista. Pero no se necesita una caravana para hacerlo. Marcos ha dicho que su presencia en México tiene el objeto de persuadir a las Cámaras de que aprueben intacta la legislación indígena. Invoca pues, legítimamente, la matriz de todas las libertades, la libertad de expresión. Escucharlo en la Cámara será sin duda una experiencia histórica, aun cuando posponga el acto climático (o anticlimático) de despojarse de la máscara. Pero ese objetivo declarado de exponer sus razones se subordina en la práctica al ejercicio teatral y multitudinario de otras dos libertades -la de manifestación y tránsito- por varios estados de la República. Se dirá que estas marchas han sido frecuentes en la historia contemporánea del país, desde aquella remota "Marcha del Hambre" de los mineros norteños en tiempos de Alemán hasta las continuas peregrinaciones de maestros disidentes en el sexenio pasado. Pero la marcha zapatista es cualitativamente distinta.
A despecho de la ley de amnistía que los ampara, la suya no sería una manifestación más sino el despliegue de un ejército que ha declarado la guerra al Estado mexicano. Con todo, la querella legal es lo de menos. En el ambiente político actual -con su extraña mezcla de esperanza, energía, miedo e incertidumbre-, la marcha es un acto riesgoso, una oportunidad de oro para los provocadores de la más diversa filiación: dinosaurios en retirada, ultras milenaristas, pistoleros narcos, grupos a quienes les conviene desprestigiar de un plumazo el reciente triunfo cívico de los mexicanos. La marcha no es un happening: durará semanas, atravesará varios estados y en ese espacio y tiempo pueden pasar muchas cosas -incluso accidentales- que precipiten una crisis mayúscula. Por eso no son pocas las voces que piden al gobierno impedirla. Pero no se necesita impedirla sino modificarla. Concentrar su ejercicio en la libertad de expresión.
La precaución no ha sido un rasgo sobresaliente de la política mexicana en los últimos lustros. Y precaución es, justamente, lo que hace falta. El Congreso haría bien en discutir y votar la ley indígena con celeridad y responsabilidad. Pero Marcos, por su parte, debería cambiar su plan original en dos sentidos: primero, enviando a México no una caravana sino un grupo selecto de zapatistas (entre ellos, por supuesto, él mismo) para que defiendan a pleno sol -y, de ser posible, cara a cara- sus posturas ante el Congreso; y, segundo, entablando un diálogo inmediato con las autoridades estatales y federales que no son las antiguas del PRI sino otras, plenamente legítimas, emanadas de una votación democrática. De obrar así, con sensatez y prudencia, Marcos demostraría que su propósito último sigue siendo la paz con dignidad para Chiapas y no -como a veces parece- la revolución permanente.
Reforma