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El vértigo de la victoria

"Estoy acostumbrado a luchar contra los elementos naturales: las heladas, el chahuixtle, la lluvia, los vientos, que llegan siempre inesperadamente: ¿cómo va a ser difícil para mí vencer a los hombres, cuyas pasiones, inteligencia y debilidades conozco? Es sencillo transformarse de agricultor en soldado". Estas palabras de Obregón a Juan de Dios Bojórquez describen con claridad su situación en 1912, al inicio de la rebelión orozquista, pero no en 1910, cuando estalla la Revolución de Madero. No: no había sido tan sencillo transformarse de agricultor en soldado. Su experiencia de lidiar con la naturaleza lo ayudaba, pero su prosperidad reciente, sus pequeños hijos y hasta una no muy velada simpatía por don Porfirio, lo disuadieron de incorporarse a la lucha inicial. Su sobrino Benjamín Hill, y como éste casi todos sus futuros compañeros de lucha, se lo reprocharían siempre acusándolo de advenedizo. Pero quien más se lo reclamaría sería él mismo. En 1917, en el prólogo a su apoteósico y no muy legible opus: Ocho mil kilómetros en campaña, Obregón se atreve a confesar, con todas sus letras:

Entonces el partido maderista o antirreeleccionista se dividió en dos clases: una compuesta de hombres sumisos al mandato del deber, que abandonaban sus hogares y rompían toda liga de familia y de intereses para empuñar el fusil, la escopeta o la primera arma que encontraban; la otra, de hombres atentos al mandato del miedo, que no encontraban armas, que tenían hijos, los cuales quedarían en la orfandad, si perecían ellos en la lucha, y con mil ligas más, que el deber no puede suprimir cuando el espectro del miedo se apodera de los hombres. A la segunda de esas clases tuve la pena de pertenecer yo.

Se necesitaba valor para confesar, así fuera en plena victoria, su pretérita cobardía. El caso es que al triunfar el maderismo, y no antes, Álvaro Obregón se sube al carro de la Revolución. Su primera estación política fue la de presidente municipal de Huatabampo. Después de perder las elecciones para una diputación suplente al congreso local, Obregón hace sus pininos en política: su oponente tiene de su lado a la población urbana del distrito, pero Obregón pacta con varios hacendados y con Chito Cruz, gobernador de los mayos, y logra que peones e indios voten por él. De todas formas, el resultado parecía incierto. Sólo el apoyo de Adolfo de la Huerta, para entonces ya maderista prominente, inclina la balanza a su favor.

Las pequeñas obras de riego y educación que intenta en 1911 apenas presagian su inminente ascenso. En abril de 1912, con la rebelión orozquista, llega su segunda oportunidad, la de ser más maderista que los maderistas originales. Esta vez no la dejaría escapar. En un santiamén reúne un cuerpo personal de 300 hombres e integra el Cuarto Batallón Irregular de Sonora, bajo el mando del general Sanginés.

En unos cuantos días Obregón deja atónitos a sus jefes. Desobedeciendo órdenes -como Porfirio Díaz-, discurre maniobras de atracción, sorpresa y doble envolvimiento que le valen jugosos botines y ascensos automáticos. El mismísimo Victoriano Huerta, al conocerlo, dice: "Ojalá que este jefe sea una promesa para la patria". En un momento de la lucha, Obregón encuentra un cauce militar a su ingenio mecánico: desoyendo a sus superiores, que preferían el uso de trincheras colectivas, discurre, y en cierta medida inventa, que cada soldado cave su "Lobera" individual, con ventajas de costo, tiempo y seguridad. Dos años más tarde, en la primera Guerra Mundial, los ejércitos emplearían ese mismo método.

El coronel Obregón había roto el tabú, había probado el fuego fatuo de la guerra que, a fin de cuentas, a sus ojos, se asemejaba al de la paz. La muerte había dejado de ser sombra o estela para volverse presencia cotidiana, casi compañera.

En diciembre de 1912, el coronel Obregón pide su baja del ejército y vuelve a sus actividades agrícolas. La paz bucólica le dura dos meses. En febrero de 1913, un cuartelazo derriba al Presidente Madero. Sin chistar, Obregón ofrece sus servicios al gobernador Maytorena, que por esos días pide licencia y viaja a Estados Unidos. El gobernador interino, Ignacio Pesqueira, designa a Obregón jefe de la sección de Guerra y le permite entrar en campaña. El 6 de marzo de 1913 sale de Hermosillo con órdenes de apoderarse de los tres bastiones principales en la zona norte del estado: Nogales, Cananea y Naco.

Entre marzo de 1913 -cuando entabla sus primeras batallas fronterizas- y agosto de 1914 -en que entra a la Ciudad de México al mando de un ejército invicto- Obregón despliega sus inmensas dotes naturales en una empresa más exigente que la cosecha de garbanzo. A cada paso lo sigue la fortuna, pero una fortuna escudada en el cálculo y la observación. En unos días doblega a los federales Kosterlitsky, Moreno y Ojeda. Su objetivo es avanzar hacia el sur y tomar Guaymas. Pero Obregón no es Villa: en vez de cargar, atrae, y, buscando alejar al adversario de su base de operaciones en aquel puerto, lo "obliga a distraer fuerzas en la protección de sus comunicaciones a retaguardia y lo hostiliza en combates parciales para causarle desgaste moral antes de presentarle batalla".

En mayo de 1913, después de una acción de doble envolvimiento concertado, derrota a Medina Barrón en Santa Rosa. Días más tarde, tras realizar un estudio meticuloso del terreno y planear geométricamente cortes y bloqueos, hace 300 prisioneros en Santa María e incauta toda la artillería del enemigo. Sus lugartenientes más cercanos son Manuel Diéguez, Salvador Alvarado, Juan Cabral y Benjamín Hill. Todos habían sido maderistas de la primera hora, y algunos -como Diéguez- hasta precursores de la Revolución en Cananea, pero ahora se cuadraban, no siempre de buena gana, ante la autoridad legítima de Obregón.

Entonces, por primera vez, lo conoce el gran observador psicológico de la Revolución: Martín Luis Guzmán. Su estampa, como todas las suyas, aunque reticente, es memorable:

La personalidad guerrera del jefe sonorense se destacaba como en perfil. Se le veía provisto, primeramente, de una actividad inagotable, de un temperamento sereno, de una memoria prodigiosa -memoria que le ensanchaba el campo de la atención y le coordinaba datos y hechos-, y muy pronto se percibía que estaba dotado de inteligencia multiforme, aunque particularmente activa bajo el aspecto de la astucia, y de cierta adivinación psicológica de la voluntad e intenciones de los demás, análoga a la que aplica el jugador de póquer. El arte bélico de Obregón consistía, más que todo, en atraer con maña al enemigo, en hacerlo atacar, en hacerle perder valentía y vigor, para dominarlo y acabarlo después echándosele encima cuando la superioridad material y moral excluyera el peligro de la derrota. Acaso Obregón no acometiera nunca ninguna de las brillantes hazañas que ya entonces habían hecho famoso a Villa: le faltaban la audacia y el genio; carecía de la irresistible inspiración del minuto, capaz de animar por anticipado posibilidades que apenas pueden creerse, y de realizarlas. Acaso tampoco aprendiera jamás a maniobrar, en el sentido en que esto se entiende en el verdadero arte de la guerra -como lo entendía Felipe Ángeles-. Pero su modo de guerrear propio, fundado en resortes de materialismo muy concreto, lo conocía y manejaba a la perfección. Obregón sabía acumular elementos y esperar; sabía escoger el sitio en que al enemigo le quedaran por fuerza las posiciones desventajosas, y sabía dar el tiro de gracia a los ejércitos que se herían a sí mismos. Tomaba siempre la ofensiva; pero la tomaba con métodos defensivos. Santa Rosa y Santa María fueron batallas en que Obregón puso a los federales -contando con la impericia de los jefes de éstos- en el caso de derrotarse por sí solos. Lo cual, por supuesto, era ya signo evidente de indiscutible capacidad militar.

*Extracto de El vértigo de la victoria: Álvaro Obregón, de Enrique Krauze, texto incluido en El libro rojo. Continuación. 1868-1928 (FCE)

El Ángel

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