La virtud de Zarco
A la memoria del licenciado Oscar Castañeda Batres.
Hojear libremente los 20 tomos de su obra, encontrar de pronto un pasaje conocido, fijar la atención en algunos textos, discursos, piezas parlamentarias, leer, en fin, a Francisco Zarco, ha resultado para mí una experiencia triste. No se trata, por supuesto, de que algo falle en la admirable compilación y edición de Boris Rosen,1 a quien debíamos ya, entre otros aportes históricos, el rescate de la obra completa de Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez. Es más bien la pureza, la juventud, la esperanza de las páginas de Zarco lo que produce una inmediata desazón. ¿Cómo no contrastar aquella fugaz aurora del espíritu liberal, republicano, democrático, con los tiempos oscuros que vivimos? La obra de Zarco es el testimonio del México que pudimos haber sido, el proyecto que abandonamos hace más de un siglo y que ahora, cuando más lejos está de nuestro horizonte, representa casi nuestra única posibilidad de reconstrucción nacional.
Antonio Caso decía que los hombres de la Reforma "parecían gigantes". Política y moralmente lo eran, y Zarco quizá en mayor medida. En las dos décadas más turbulentas y definitorias de nuestro siglo XIX (1847-1867), se dedicó a servir a México como diputado, legislador, ministro de Gobernación y de Relaciones, pero sobre todo como editor y periodista. Sufrió persecuciones, cárcel, destierros. Exilado en Nueva York durante la Guerra de Intervención, desplegó una actividad asombrosa defendiendo a la República en todos los diarios imaginables de América. Con el triunfo de Juárez y su causa, volvió a México para ocupar de nueva cuenta una curul en el Congreso. Tenía 38 años y -en palabras de Daniel Cosío Villegas- "una madurez rara vez alcanzada a los 60". Moriría prematuramente dos años después.
No lo movía, como a Ocampo o a Ramírez, la pasión jacobina, el fanatismo antifanático, la tentación de fundar una religión paralela o de acabar con todas. Zarco se jactaba públicamente de ser católico sin que ello representara contradicción alguna con sus creencias liberales. Sus críticas se dirigían al clero, no a la religión. Su cultura era menos científica que la de Ocampo pero tan literaria como al de Ramírez y quizá más enciclopédica que la de ambos. Encarnaba al liberalismo en su instancia más inteligente, generosa y equilibrada.
Entre sus numerosas intervenciones en el Congreso Constituyente de 1856-57, emociona, por ejemplo, su defensa de la libertad de cultos. El artículo 15 redactado por la comisión respectiva había optado por una solución timorata: en vez de sancionar positivamente la libertad religiosa, impedía la expedición de leyes u órdenes que prohibiesen el ejercicio de cultos religiosos y protegía, de manera especial, a la religión católica. En su deseo de proclamar que "todos los habitantes de la República están en su derecho de adorar a Dios conforme a las inspiraciones de su conciencia", Zarco recorrió siglos de historia sagrada y tocó las más delicadas fibras teológicas, pero eligió como principio cardinal de su defensa un factor práctico: el concepto de tolerancia. "Yo he atribuido la pérdida de Texas, de California, de Nuevo México y de la Mesilla -declaró entonces- a nuestra intolerancia... si hace cincuenta años hubiéramos poblado la California... ese nuevo El Dorado sería de México y no de los Estados Unidos". Acotar la libertad de cultos significaba perpetuar la condición virreinal de aislamiento y, consecuentemente, el atraso histórico de México, El país no podría madurar en el siglo XIX sin decretar la libertad de conciencia. Zarco perdió el debate pero ganó al historia: "la simiente fructificará más tarde o más temprano", señaló antes de la votación. De hecho, fructificó un par de años después, en las Leyes de Reforma. Con el tiempo, México probaría al mundo y se probaría a sí mismo que el fervor religioso de su pueblo no necesitaba aranceles espirituales ni albergaba sentimientos de exclusión con respecto a otros cultos. Era naturalmente libre y tolerante, y sólo reaccionaría con intolerancia ante la intolerancia.
En aquel Congreso memorable, Zarco marchó siempre por delante de la mayoría moderada: contra la elección indirecta, defendió el sufragio universal y directo; frente a las sutiles cortapisas a la libertad de prensa (no subvertir el "orden público" o "la moral") prefirió postular su carácter irrestricto "por ser la libertad de prensa la más preciosa de las garantías del ciudadano". Fue un abogado permanente de la libertad en todas sus manifestaciones: de asociación, movimiento, comercio, trabajo, conciencia. Vindicó como dogma la soberanía popular, votó por una Corte de Justicia instituida por el pueblo, y sostuvo que en el país, el sistema federativo "es el único que conviene a su población diseminada en un vasto territorio, el solo adecuado a tantas diferencias de productos, de climas, de costumbres, de necesidades".
Su discurso de clausura el 5 de febrero de 1857 fue una pieza maestra de sacralidad cívica. Zarco imaginaba que la Constitución, con sus plenas libertades y sus garantías individuales puestas a "cubierto de todo ataque arbitrario", contribuiría a "tranquilizar los ánimos agitados, calmar la inquietud de los espíritus, cicatrizar las heridas de la República". En realidad, sería el pretexto que desencadenaría la Guerra de Reforma, pero al cabo del tiempo la obra de aquel Congreso, momento cumbre de la democracia mexicana, adquiriría su verdadera dimensión. Sobre revueltas y rebeliones, dictaduras y revoluciones, México conservaría vigentes casi todas sus libertades cívicas y lograría esquivar los extremos de la tiranía absoluta. En este sentido, como ha sostenido Luis González, la Reforma fue el Tiempo-eje de la historia mexicana.
"Es grandiosa la prensa -escribió Zarco- porque pone las cuestiones políticas al alcance del pueblo, porque aconseja las medidas más convenientes y corrige los abusos y las faltas de la autoridad". A raíz de los asesinatos de Tacubaya, Zarco se colocó a la altura de su propia definición: redactó un folleto condenatorio que removió las conciencias en todo el país. Era el reportaje puntual del modo en que los generales conservadores (Márquez y Miramón) habían ordenado y consumado la matanza de los médicos, estudiantes y civiles que atendían a los heridos del bando liberal. Se trataba, sostenía Zarco, de un hecho con pocos precedentes en la historia militar internacional, pero más allá de los detalles aterradores su propósito era, de nueva cuenta, vindicar a las personas: investigó todos los hombres detrás de los nombres, libró del anonimato a las víctimas inocentes, les dio voz. Años más tarde, en un discurso cívico del 16 de septiembre de 1863, se tomó el cuidado de preparar la lista pormenorizada de los seguidores de Hidalgo: uno por uno, nombres, apellidos, fechas, orígenes, destinos. Lo movía la piedad por las personas en la historia, por eso brilló también en ese subgénero grave de la biografía, que es la oración fúnebre. Nadie describiría como Zarco el alma cristiana y liberal de Santos Degollado:
De cada época notable en los anales del mundo parecía tener la cualidad más bella y más estimable: poseía la virtud y el patriotismo del héroe de la Antigüedad, los sentimientos hidalgos y caballerescos de la Edad Media, la fé del apóstol y del mártir, las virtudes apacibles y serenas del gran fundador de la independencia americana, la adhesión al progreso, el amor a la civilización, a la libertad y la filantropía de nuestro siglo.
¿Quién encarna, en nuestro tiempo, las virtudes de aquellos hombres? Ese credo dogmático llamado "neoliberalismo", esa farsa llamada "liberalismo social", lograron arrojar una sombra de desprestigio sobre el liberalismo original, el liberalismo político, culminando una atroz confusión de valores que viene de muy atrás, del Porfiriato y la Revolución, y en la que muy pocos saben, recuerdan, estudian, asumen o representan, el verdadero contenido de las palabras república, democracia, justicia y libertad.
Si los Constituyentes del 57 vieran o escucharan a muchos políticos, intelectuales y periodistas de hoy, se extrañarían de tantas cosas. No me refiero, por supuesto, a los que pertenecen a la esfera oficial u oficiosa (burócratas, funcionarios, empleados, "diputados", "senadores", periódicos, escritores) que son la irredimible antítesis de la Reforma. Los liberales eran, como escribió Cosío Villegas, "fiera, altanera, insensata, irracionalmente independientes"; los priístas son dócil, sumisa, sensata, incondicionalmente serviles. No me refiero tampoco a los que pertenecen al PAN, donde mal que bien, a pesar de sus orígenes clericales, se ha refugiado algo del espíritu jurídico de la Reforma. Me refiero más bien a quienes deberían ser los herederos naturales de la tradición liberal, a muchos de los políticos, periodistas e intelectuales que se consideran "progresistas".
Ellos, los liberales, creían en el individuo y la iniciativa personal; los nuestros, los progresistas, esperan todo de la mano protectora de un Estado "bueno" que ellos eventualmente representarían. Ellos tenían a orgullo vivir del trabajo independiente; los nuestros, con excepciones honrosas, suelen ejercer la "empleomanía". Ellos pensaban en términos prácticos, creían en la ciencia; éstos son metafísicos sociales. Ellos creían en la justicia sin adjetivos, la que un juez o un jurado imparten para reparar un daño o castigar un delito; los de ahora son deudores del mito de la "justicia social" mediante la cual el Estado se ha servido a sí mismo fingiéndose servidor de la sociedad. Ellos creían en la libre deliberación; éstos confunden la vida parlamentaria con el púlpito. Ellos ejercían el periodismo con apego a la verdad objetiva y con independencia del Estado y los partidos; éstos confunden el periodismo con la Guerra Santa o el profetismo apocalíptico. Ellos legislaban para desterrar los riesgos de una Revolución, éstos siguen creyendo que la Revolución es un género de la literatura. Ellos separaron a la Iglesia del Estado; éstos, imaginándose en la vanguardia social del mundo, se enternecen frente a las nuevas formas teocráticas del Sureste mexicano. Por fortuna hay herederos de la tradición de izquierda sensibles al legado liberal: Boris Rosen es uno de ellos.
En un ensayo sobre Juan Bautista Morales (el "Gallo Pitagórico", célebre periodista liberal del siglo XIX) Zarco recordaba una famosa frase de Montesquieu ("la virtud es la base de las repúblicas") para aplicarla a su admirado amigo: "Si el cielo nos diera muchos ciudadanos como Morales, México se habría salvado". A mediados del siglo pasado, el cielo nos dio a aquellos gigantes. Como apuntó nuestro gran liberal del siglo XX, Cosío Villegas, en el Centenario del Congreso Constituyente, debemos a esos hombres buena parte de nuestra vida civilizada, pero su legado, trágicamente, es ajeno y hasta contrario a la cultura política del México actual. Zarco, rescatado por Boris Rosen, podría enseñarnos a deletrear de nuevo las virtudes republicanas. Sólo ellas podrían salvar a México.
1 Francisco Zarco: Obra Completa, 20 tomos, compilación y edición de Boris Rosen. ↑
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